6 de septiembre de 2017
El
dilema de Corea del Norte parece lejos de una resolución aceptable. Los
sucesivos análisis que se han ido haciendo a lo largo del verano sobre la mejor
manera de responder a los desafíos del régimen norcoreano apuntan diferentes
líneas de acción, pero todos coinciden en una cosa: no hay una opción clara. Al
cabo, el resultado es una sucesión de frustraciones: la respuesta militar arrastra
consecuencias inaceptables, la vía diplomática ya se ha demostrado inviable y la
presión económica parece impracticable o no decisiva.
LA
LOCURA DE LA OPCIÓN MILITAR
Al
dotarse de una capacidad de respuesta disuasoria (núcleo de la estrategia
nuclear vigente desde 1945), la dinastía Kim cree haberse garantizado una
protección existencial. Pyongyang ha
blindado su seguridad bajo riesgo de catástrofe inaceptable para sus enemigos. El
régimen pretende mantener su sistema medieval de gobierno (olvídense del comunismo),
fortificándose en una ciudadela atómica. Corea del Norte no aspira a ganar. Se
ha limitado a convertir en inaceptable su derrota, su extinción.
La
desaparición de la Unión Soviética y la suerte que han corrido algunos de los
dictadores que se amparaban en la implícita protección del mundo bipolar han
servido a los Kim (y en particular al actual) de lección decisiva. Kim Jong-Un
no quiere acabar como Saddam o como Gaddafi. Tampoco acepta que su suerte
dependa de un protector externo, como le pasa a Assad con Rusia o Iran. Prefiere
tener todas las cartas en la mano. O la única que puede hacer dudar a sus
enemigos: que su extinción signifique un daño insufrible para sus verdugos.
Por
eso, la retórica militarista de Trump es inútil. Peor aún: “legitima” el
programa militar del dictador norcoreano, según Antoine Bondaz, responsable del
área de Asia septentrional de la Fundación de Investigaciones estratégicas (1).
Ese diluvio de “fuego y furia” que Trump evocó no acabaría sólo con Corea del
Norte. En su perdición, Kim Jong-Un podría tener la capacidad de ocasionar una catástrofe
inimaginable a su vecino y rival del sur, castigaría horriblemente a Japón y,
muy probablemente, podría eliminar de mapa a San Francisco (pongamos por caso).
Algo inaceptable para cualquier presidente sensato (o incluso con altas dosis
de insensatez como el actual). Los expertos parecen coincidir en la
inviabilidad de un ataque preventivo que eliminaría el arsenal nuclear
norcoreano antes de que pudiera dispararse el primer misil. Y uno sólo bastaría
para infligir un daño inaceptable.
UNA APROXIMACIÓN "REALISTA"
Algunos
reclaman paciencia y consideran que se pueden reconducir la crisis desde la
firmeza. El director del Instituto de Estudios USA-Corea del Sur, David Kang,
sostiene que la supuesta irresponsabilidad
de Kim es un mito. En su opinión, el
“lobo de Pyongyang” no se comporta como un loco, sino como el ejecutivo de una
multinacional. Sabe muy bien lo que se hace. Pretende no sólo asegurar la
continuidad del régimen, sino hacerlo más autónomo, reforzar su base
productiva, fomentar el desarrollo y mejorar las condiciones de vida de la
población, lógicamente sin aflojar en absoluto su naturaleza ultra autoritaria
(2).
Por
eso, algunos analistas se atreven a plantear lo que parece más plausible o
menos malo: ya que no se ha sido capaz de prevenirlo, como reprocha Jeffrey
Lewis, experto en política de no proliferación nuclear, hay que asumir el hecho consumado de una Corea del
Norte nuclear y limitar el alcance de sus consecuencias (3). Después de
todo, como se ha recordado estos días, el mundo ha aceptado algo no menos
peligroso como el duelo nuclear implícito entre India y Pakistán.
Los
“realistas”, como el profesor John Delury, investigador del Centro de
Relaciones chino-norteamericanos y profesor de la Universidad de Yonsey, consideran,
por tanto, que en vez de airear la amenaza militar, hay que concentrarse en
congelar, limitar y someter la potencia nuclear norcoreana a estrictas reglas
de actuación (4).
Desde
Corea del Sur se defiende esta vía, aunque no de forma unánime. El actual
presidente Moon, hijo de refugiados de la guerra de los 50, quiere evitar a
toda costa la escalada militar. Ganó las elecciones con un programa digamos que
pacifista, pero la agudización de la crisis le ha hecho adaptar su discurso.
Mantiene su posición a favor de una salida negociada, pero Kim lo desprecia
como un peón más del imperialismo americano. Moon se aviene ahora a instalar el
sistema antimisiles (THAAD) que rechazaba como candidato y plantea un rearme
del país. Otros dirigentes creen que hay que endurecer el discurso, pero no
ofrecen alternativas muy claras de cómo hacerlo (5).
Trump
no ha ayudado mucho volviendo a plantear, en mitad de este último episodio de
la crisis, la posibilidad de rescindir el acuerdo de libre comercio con Corea
del Sur, basado en su absurdo y tramposo principio de “América first” y en la
falsa pretensión de que los pactos comerciales vigentes perjudican a Estados
Unidos.
EL
DOBLE FILO DE LAS SANCIONES
El
debate se replica en el asunto de las
sanciones. Para los halcones, constituirían
un último recurso antes de pasar a la respuesta militar. Para los pacifistas,
una palanca que debería sostenerse en la lógica del palo y la zanahoria.
La efectividad
de las sanciones pasa por presionar a China, que es donde reside la clave de la
supervivencia material de Kim. La embajadora norteamericana en la ONU ha
evocado el embargo energético. Pero la guerra económica presenta limites e
incógnitas considerables.
Kerry
Brown, profesor de estudios chinos del King College de Londres, pone en duda la
capacidad de China para hacer claudicar a su protegido. Y aunque así fuera, es discutible
que le compense hacerlo (6). Después de todo, el problema no es de Pekín, es de
Seúl y Washington. El perjuicio que a los dirigentes chinos puede producirles
el enojo norteamericano por la falta de energía en la presión contra Pyongyang
es asumible. Un derrumbamiento de Corea del Norte le crearía a China un
problema indesplazable de refugiados, entre otros. Y a largo plazo, tendría a una
Corea unificada aliada de Occidente en su frontera sur. Por lo tanto, es
preferible para Pekín mantener la carta norcoreana en la baraja que descartarla
del juego.
La zanahoria que esgrimen los más
constructivos consiste en premiar al
régimen con reducir la presión, e incluso ofrecerle ciertos incentivos
económicos (comercio, inversiones, etc.), si acepta plantarse en su potencial
actual y no continuar con su programa nuclear.
La duda de quienes se muestran escépticos
ante esta opción apaciguadora reside en las incógnitas sobre la verdadera
motivación de Kim. ¿Se puede dar por seguro que el líder norcoreano sólo
pretender blindar su seguridad, garantizar su existencia? ¿Puede descartarse
que no pretenda atacar a Corea del Sur con armas convencionales, terreno en el
que es muy superior a su rival, y forzar una reunificación de la península bajo
sus condiciones? ¿Qué pasaría entonces? El fracaso estrepitoso de la vía
diplomática combinada con la presión devendría de nuevo en el indeseable dilema
militar.
NOTAS
(1) LE MONDE, 4 de septiembre.
(2) FOREING AFFAIRS, 9 de agosto.
(3) FOREIGN POLICY, 4 de septiembre.
(4) FOREIGN AFFAIRS, 22 de agosto.
(5) NEW YORK TIMES, 4 de septiembre.
(6) BBC, 5 de septiembre.
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