17 de julio de 2019
Ursula
Von der Leyen ya es presidenta de la Comisión Europea, tras una jornada de
nervios e incertidumbre. Al conocer el resultado de la votación parlamentaria, en
su rostro el alivio resultó más expresivo que la alegría. Comprensible: obtuvo
383 votos favorables, sólo 9 más de los necesarios y muy lejos de los 422 que obtuvo
su predecesor, Junker, en 2014.
En
sus primeras palabras ante el Parlamento después de ser electa, la política
alemana prolongó cierto aire de un merkelismo que ya luce moribundo. Un
discurso moderado, abierto al compromiso (sacrosanto en la Unión) para contentar
a todos, o para no disgustar a nadie.
Compuso
la nueva jefa del ejecutivo comunitario un programa mecano, un poco de aquí
y otro de allá, para que todos los grupos (o casi todos) se sintieran escuchados.
Prefirió dejar en sordina los elementos más identificativos de su grupo, el
centro derecha, para enfatizar los acordes más gratos a las otras formaciones que
le prestaron su apoyo sin entusiasmo, o incluso a los que se lo terminaron
negando.
UNA
PARTITURA CORAL
A
los socialdemócratas, con quienes ha compartido mesa de gobierno en su país
hasta esta misma semana, pretendió seducirlos con la promesa de un salario
mínimo a escala europea, un subsidio de desempleo complementario de los
nacionales y una tasa fiscal más equitativa, apuntando a los grandes
beneficiarios de la globalización, en particular las empresas tecnológicas digitales.
La incomodidad fue el clima predominante entre los social-demócratas, que
hicieron equilibrios verbales para justificar su voto favorable, después de haber
criticado la “alucinante vacuidad” de la candidata, en palabras del francés Glucksmann.
El SPD alemán sólo anunció su apoyo minutos antes de iniciarse la votación,
aunque resulta evidente que no hubo una disciplina rígida de voto.
A
los liberales, quizás los más predispuestos en su favor, tras el pacto con fórceps
M&M (Merkel y Macron), les interpretó una recitación imprecisa sobre su
compromiso con la defensa del Estado de Derecho y los valores europeístas.
A
los ecologistas, que, ofendidos por el desprecio de los grandes, no la votaron,
les ofreció, sin embargo, la parte más sustancial de su programa: un nuevo
pacto ecológico, a desarrollar desde los primeros cien días de su mandato,
hasta desembocar en una gran ley de defensa del medio ambiente. Von der Leyen
rebasó incluso la propuesta de su grupo al prometer una reducción de las
emisiones de CO2 del 50% (o del 55%, llegó a decir) en 2030 (el Partido Popular
planteaba sólo un 40% en su programa electoral); de esta manera, Europa sería el
primer continente “neutro en carbono” al mediar el siglo.
Ignorada
la izquierda alternativa, que cuenta aún menos ahora, la flamante
presidenta se ocupó de no indisponer mucho a los euroescépticos y eurófobos,
muchos de los cuales terminaron votándola. Según algunas informaciones, la
propia canciller Merkel hizo lobby entre los huraños nacionalistas polacos para
prometerles más ayuda a su agricultura, aunque la recién investida se cuidó de
no mencionar estas concesiones en su discurso.
Finalmente,
en este esfuerzo por ensamblar piezas heterogéneas, Von der Leyen se pronunció a
favor de un nuevo aplazamiento del Brexit, siempre que se presentaran “buenas
razones”. Un tono blando muy alejado de su mercurial antecesor, que no pocas
veces se declaró harto del sainete británico.
UN
PROCESO DE SELECCIÓN DISCUTIDO
En
fin, esta ceremonia de designación tuvo un aire muy palaciego, lo que no
contribuirá a despejar la impresión de que “la población ha perdido el control”,
en palabras de la propia presidenta en su discurso inaugural. El proceso de
investidura de Von der Leyen ha abierto más heridas de las que ha cerrado y ha
sido el reflejo palmario de las fracturas de fondo en la Unión.
Es difícil
que el ciudadano se tome en serio las instituciones europeas y, por ejemplo, participe
con más entusiasmo en las elecciones al Parlamento, después de haber asistido
al poco edificante espectáculo de las negociaciones para designar los
aspirantes a los altos cargos. Se promete superar el déficit democrático comprometiéndose
a que los parlamentarios electos tengan mayor peso en la selección de dirigentes
y luego, como siempre, el proceso se reduce a sesiones de capilla entre los pesos
(más) pesados. Se proclama la defensa de la europeidad frente al
nacional-populismo y luego se corteja a algunos de sus principales exponentes
para alcanzar los votos necesarios.
Merkel no pudo
imponer a Manfred Weber, gris pero jefe de filas de los populares europeos, como
candidato a presidir la Comisión, por el veto sin disimulo del presidente francés,
pero obtuvo compensación al conseguir la nominación de Ursula Von der Leyen, su
más o menos fiel ministra de Defensa (y antes de Trabajo y de Asuntos
Sociales).
Macron no
consiguió que sus favoritas liberales, la francesa Loiseau o la danesa Vestrager,
se confirmaran como alternativas, en gran parte por el rechazo alemán, pero al
final presumió de haber colocado a Christine Lagarde como aspirante a presidir
el potente Banco Central Europeo, no por ser liberal progresista (es
conservadora sin complejos), sino por ser francesa. A los liberales les tocó el
premio de consolación de la presidencia del Consejo (un cargo menos apetecido)
en la figura del exprimer ministro belga (francófono) Charles Michel.
Sánchez, erigido
en el líder socialdemócrata más influyente de los 28, no pudo conseguir que el
candidato unánime de sus correligionarios, el holandés Timmermans, fuera el
candidato a dirigir el Ejecutivo comunitario, pero se sintió satisfecho al
lograr que el nuevo mister PECS (jefe diplomático de la UE) pudiera ser Borrell
socialista y español.
Este proceso,
complicado e incómodo, ha dejado secuelas. Se ha ampliado la grieta en la cada
vez más insostenible alianza interalemana entre democristianos y socialdemócratas
y se han registrado sonoras escaramuzas en los bancos de la asamblea de
Estrasburgo. En el fondo, lo que subyace de este episodio de selección de la
nomenclatura europea es la difícil sintonía entre los aliados considerados
preferenciales del club: Alemania y Francia. Aunque haya habido pacto al final
(casi siempre lo hay), el Eje no anda fino, y se nota en cada curva del camino
y en cada cuesta del cada día más penoso proceso de integración europea.
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