TURQUÍA: LA SOPORTABLE LEVEDAD DE LLAMARSE ALIADO


22 de julio de 2019

Uno de los síntomas de este tiempo convulso -llámese resquebrajamiento del orden liberal, debilitamiento de la democracia o simplemente crisis del sistema- es la fragilidad de las alianzas. El nacionalismo pujante cuestiona lealtades que no estén sujetas a grandilocuentes pero confusas alineaciones identitarias, que enmascaran necesidades o urgencias de afianzamiento del poder personal o de clan. La noción de alianza y la condición de aliado se encuentran devaluadas.
                
¿DESLEALTAD O INDEPENDENCIA?
                
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha consumado su propósito de adquirir misiles antiaéreos S-400 a Moscú por valor de 2.500 millones de dólares. Una decisión chocante, insólita, del jefe de un Estado miembro de una alianza político-militar, la OTAN, que considera a Rusia una amenaza. Comprar armas sofisticadas a un teórico adversario equivale a una traición. Los estrategas atlantistas arguyen que, entre otras inconsistencias implícitas en esta operación, los turcos hacen  a sus aliados más vulnerables al riesgo de espionaje ruso. Otra objeción más práctica: los S-400 no podrán integrarse con el arsenal turco de origen norteamericano por un problema de “interoperabilidad” (1).
                
Erdogan consagra la aproximación al Kremlin, ya practicada en otros asuntos regionales de no poca importancia: cierta convergencia con Irán, acuerdos comerciales y económicos en Asia Central, rutas alternativas para el petróleo y el gas, etc. Esta colaboración no está exenta de contradicciones flagrantes. Han sido evidentes en la guerra de Siria, donde han apoyado a bandos enemigos. Incluso se vieron sometidos a la presión de confrontaciones militares limitadas pero peligrosas (derribo  turco de un SU-21 ruso). Aquello se superó y ha primado la búsqueda de intereses comunes.
                
A ello se añade el plus del factor personal. El nuevo Sultán se abraza con el nuevo Zar, sazonado el gesto con un plus de gratitud por el apoyo que el hombre fuerte del Kremlin le brindó cuando la intentona militar de 2016 lo puso en apuros.
                
Los aliados occidentales de Turquía, en cambio, guardaron silencio primero y le han venido reprochando después a Erdogan sus arbitrarias y vengativas depuraciones de funcionarios civiles y militares. Por no hablar del asilo y protección que el principal aliado formal (EE.UU.) garantiza a su némesis y otrora colaborador el clérigo Fetullah Gülen.
                
Lo que más ha envenado las relaciones ha sido el entendimiento cada vez más estrecho entre el Pentágono y las milicias kurdas en Siria (YPG), por la eficacia de éstas en la lucha contra los yihadistas del Daesh. En este escenario, se profundizaron las diferencias estratégicas entre Ankara y Washington, como señala Aaron Stein, director del programa de Oriente Medio del Instituto norteamericano de Investigación sobre Política Exterior (2). Las milicias kurdas de Siria son percibidas en Turquía como una amenaza intolerable, por sus estrechas vinculaciones con la guerrilla turco-kurda (PKK).
                
En otros tiempos, un líder civil turco jamás se hubiera atrevido a colocar a los jefes militares en semejante desaire a la OTAN. Pero, incluso en momentos de debilidad política, cristalizada en el sonoro fracaso cosechado en la alcaldía de Estambul, Erdogan ha “limpiado” el Ejército:  más de 16.000 miembros procesados y otros 7.000 investigados (3). No se ha conformado con eso: ha creado un cadena de mando afín y conseguido que en los cuarteles se respire aire islamista piadoso, como acredita el joven investigador Sümbül Kaaya (4).  
                
No en vano, el Sultán ha elegido el tercer aniversario del fallido golpe para escenificar la adquisición de este importante material armamentístico. Importan poco las diferencias de concepto sobre Siria o la afrenta a un historia tanto reciente como milenaria. Las alianzas se ven superadas por pactos de conveniencia.
               
LOS LIMITES DE LA RESPUESTA NORTEAMERICANA
                
La respuesta de Estados Unidos ha sido limitada e incómoda. El deterioro de las relaciones bilaterales es indisimulable. Las percepciones regionales de seguridad son cada más divergentes. No obstante, la alianza occidental no piensa que pueda renunciar fácilmente a un cierto tipo de entendimiento con la antigua potencia otomana.
                
Tampoco Erdogan cuestiona que su país necesita de la protección de la OTAN (y de EE.UU., en particular). No ha cambiado el paradigma fundamental de la seguridad turca desde que, al final de la segunda guerra mundial, Turquía se convirtiera en una de las piezas angulares de la doctrina Truman, junto a Grecia e Irán. La antigua potencia otomana ha sido la puerta suroriental del entramado de seguridad occidental en Europa.
                
Más recientemente, como señala Nicholas Danforth, uno de los principales expertos occidentales en Turquía, el AKP turco se ofreció como factor de una reorientación estratégica del Oriente Medio bajo la influencia del islamismo moderado. El fracaso de la “primavera árabe” arruinó esas expectativas y “amplificó las diferencias estratégicas entre Washington y Ankara, al tiempo que confirmaba las peores sospechas de Erdogan sobre Occidente”. La posterior deriva autoritaria del líder turco afianzó la desconfianza mutua, que la sombra kurda del conflicto sirio ha convertido casi en paranoia (5). Por esta poderosa razón, Erdogan presenta la compra de los SS-400 rusos como una decisión legítima de independencia que responde a intereses exclusivos de seguridad nacional.
                
Estas brechas no pueden pasarse por alto. Washington anuncia ya sanciones por el asunto de los SS-400, tras haber fracasado todos los intentos previos de presiones. Pero se teme que se pueda tensar la cuerda demasiado y se produzca una ruptura que a nadie interesa. Como en el Tratado de Washington no se prevé la expulsión, ni siquiera la sanción, de un aliado por conducta inapropiada (insólito, pero entendible en el clima de guerra fría en que nació la Alianza), este tipo de represalias adquiere un carácter puramente político, no jurídico.
                
De momento, Turquía queda excluida del consorcio que fabrica el F-35, el avión furtivo más moderno y costoso de la factoría del Pentágono, y sus pilotos apartados de los ensayos. Los SS-400 rusos están diseñados, entre otras virtudes, precisamente para contrarrestar la infalibilidad del último logro de la tecnología militar aerodinámica norteamericana.
                
Trump, que alberga un instinto de simpatía hacia un líder fuerte como Erdogan, exhibe su habitual inconsistencia. Como hace con el norcoreano Kim o con el chino Xi, incluso con los ayatollahs iraníes. No hace distingos el presidente-hotelero entre clientes y rivales o aliados y adversarios. Bajo el eslogan America first, a todos mete en el mismo saco de competidores.
                
Tampoco debe de extrañarnos. De qué Alianza hablamos cuando su principal protector se encarga de cuestionar su utilidad en los tiempos presentes, de reprochar a sus socios su falta de compromiso y generosidad en la su propia defensa, de desairar y menospreciar incluso en público a sus líderes porque no le siguen el juego de la adulación y improvisación como método de acción política, al tiempo que prodiga encuentros políticamente obscenos y virtualmente inútiles con dictadores y autócratas.

NOTAS

(1) “Turkey get shipments of Russian missile system, defying USA”. THE NEW YORK TIMES, 13 de julio.

(2) “Why Turkey turned back United States and embraced Russia. AARON STEIN. FOREIGN AFFAIRS, 9 de julio.

(3) “Le tournant stratégique de la Turquie d’Erdogan”. MARIE JEGO; “Turquie face à un choix estratégique” (EDITORIAL). LE MONDE, 14 de julio

(4) “L’armée s’est rapprochée des valeurs conservatrices et religieuses de l’AKP”. SÜMBÜL KAYA. 
LE MONDE, 13 de julio.

(5) Why Turkey doesn´t trust the United States. The decline and fall of an alliance. NICHOLAS DANFORTH. FOREIGN POLICY, 15 de julio.

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