LOS FRACASOS EUROPEOS

16 de julio de 2025

La Unión Europea acumula fracasos y acentúa su rol subsidiario en la escena internacional. No es algo repentino ni coyuntural. Desde el final de la segunda guerra mundial, la decadencia de los antiguos imperios coloniales del continente era un hecho incontrovertible. En las décadas siguientes, los movimientos de liberación afroasiáticos, alumbrados por la cita de Bandung e impulsados por las nuevas orientaciones del capitalismo internacional, dieron el golpe de gracia a las viejas potencias.

Se estableció un equilibrio bipolar basado en el terror nuclear experimentado en Hiroshima y Nagasaki, como escarmiento, primero, como advertencia, poco después. Solo dos potencias europeas, las vencedoras en 1945 (Francia y el Reino Unido), se sumaron al pilotaje del nuevo Orden, pero en el asiento de atrás. El arsenal atómico y el privilegio del veto en el Consejo de Seguridad ofrecía una engañosa sensación de poder a los políticos europeos.

Europa se construye crisis a crisis, les gusta decir a los llamados “europeístas”. Quizás sería más atinado reformular el lema y decir que Europa sobrevive entre crisis y crisis, pero cada vez más debilitada. Los distintos pasos en la “construcción europea” fueron el fruto de procesos plagados de contradicciones, divisiones, estancamientos, retrocesos e incumplimientos. Nunca ha habido un consenso entre las élites políticas, económicas y burocráticas sobre el rumbo de esa Europa como concepto político. Los éxitos más productivos se han cosechado cuando las ambiciones han sido más limitadas, pese a la propaganda triunfalista de los partidarios de una Unión cada vez mas potente y estrecha.

Maastricht alumbró una Europa entregada ya por completo al neoliberalismo, tras la ofensiva neoconservadora de los ochenta. La Europa Social quedó relegada entonces y ya no se ha recuperado. Los países menos desarrollados aceptaron la apuesta al ser compensados con ingentes fondos con los que superar el atraso de infraestructuras de todo tipo. Pero la supuesta cohesión social como contrapeso del liberalismo sin fronteras ha sido una quimera. Las sucesivas ampliaciones han embarrado más el proceso. La Unión no se ha impuesto a los intereses de cada país. Sólo las grandes corporaciones han salido reforzadas.

En cuanto al protagonismo exterior, Europa nunca ha sido una Unión. No hay “milagros” en política, y en política exterior, ni por asomo. La UE fracasó en Yugoslavia estrepitosamente. Durante la fase inicial del conflicto fue incapaz de superar la división reinante.

Estados Unidos pasó de un papel secundario voluntario a pilotar la falsa salida de la crisis, muy a su estilo: es decir, convirtiendo una crisis en otra. En su visión binaria de la realidad, señaló a un “culpable” (Serbia y/o los serbios) e hizo la vista gorda sobre los otros abusadores. Lo mismo hizo en la Europa poscomunista: alimentó un neoliberalismo suicida que terminó engordando a las corrientes nacionalistas extremas. Europa consintió y aceptó, pensando que con dinero y propaganda se podía replicar el equilibrio del consenso centrista al otro lado del continente.

Pero esa expectativa tampoco cuajó, y ahora vemos a una extrema derecha embravecida que no sólo pivota en los aledaños del poder en Europa Oriental, sino que se asienta como desafío en el núcleo original de la idea europea de posguerra. La metástasis ultra recorre todo el organismo europeo. La pomposamente celebrada “reconciliación europea” se ha convertido en una avenida para el desarrollo de la demagogia xenófoba y racista. La noción de una Europa acogedora por encima de las diferencias nacionales es hoy una cáscara vacía.

LAS CAUSAS PROFUNDAS DEL POLVORÍN MIGRATORIO

La inmigración, fenómeno planetario imposible de resolver con las recetas actuales, ha tenido un impacto singular en Europa por la contradicción entre las proclamas liberales y la realidad socioeconómica. La Europa del bienestar social, de políticas públicas, de servicios solventes que construyó la socialdemocracia durante tres décadas fue un factor de atracción para las masas desencantadas del liberalismo poscomunistas en el Este y de los millones de personas aplastadas por la engañosa liberación poscolonial en los países en vías de desarrollo. A pesar de la implacable erosión del neoliberalismo, el mito de una Europa que no deja a nadie atrás ha seguido funcionando en el imaginario de los ajenos más necesitados.

Las explosiones racistas en toda la Europa comunitaria eran cuestión de tiempo. Los medios liberales insisten en señalar a la ultraderecha como responsable y a la desinformación como herramienta fundamental de la generación de rechazo y odio. Con ser cierta, esta explicación es claramente insuficiente. El malestar social por la inmigración y sus consecuencias no es fruto de una conspiración de fanáticos extremistas. Tiene una base social cierta y poderosa.

El debilitamiento del Estado como proveedor de soluciones frente al capitalismo triunfante, y de redistribuidor de oportunidades sociales frente al salvajismo del libre mercado en todos los ámbitos ha dejado desprotegidas a las capas sociales más expuestas. Es significativo que los defensores teóricos de los derechos de los inmigrantes suelen ser miembros de élites políticas, ideológicas e intelectuales que, en su inmensa mayoría, están libres del riesgo de quedar excluidos del mercado de trabajo y desatendidos por los mecanismos correctores de las políticas públicas. Esto da lugar a un enfoque buenista, moralista, etiológico de la inmigración, sin profundizar en las causas materiales y sociales que la han convertido en un elemento de discordia para los sectores menos favorecidos de la población.

Asombra que todavía haya quien se sorprenda del predicamento que la ultraderecha está obteniendo crecientemente en los percentiles más bajos de las respectivas rentas nacionales. Llevamos décadas asistiendo a este fenómeno sin que se hayan arbitrado medidas realmente eficaces. Por el contrario, la orientación más reciente de la estrategia europea marcha en el sentido contrario. En vez reforzar los servicios públicos (lo que la economía liberal denomina gasto público), se eleva en este tiempo una Europa asustada que decide gastar en armas, agitando el fantasma de Rusia. Las cifras inicialmente planteadas ya son mareantes; pero no serán las definitivas. Tampoco los recortes sociales. Las dos potencias nucleares poscoloniales ya han adoptado medidas de reducción de las prestaciones sociales: laboristas en el Reino Unido, liberales “centristas” en Francia. En Alemania, el esfuerzo militar queda excluido del sacrosanto cortafuegos de la deuda. Poco a poco, el edificio de esa Europa protectora se resquebraja. Y la izquierda, empantanada en discursos buenistas, no ofrece una solución alternativa. El hueco lo llena la ultraderecha con su demagogia y sus propuestas criminales.

LA COMPLICIDAD CON EL GENOCIDIO

Pero si Europa no es protectora hacia dentro, tampoco lo es hacia afuera. Con su doble rasero, sus complejos históricos, su mala conciencia arrastrada durante décadas y la falta de un mecanismo eficaz para aplicar una verdadera política exterior común está quedando una y otra vez en evidencia.

Para tapar estos fracasos se erige en adalid de la libertad de Ucrania, mientras consiente -por no decir se hace cómplice- del genocidio palestino en Gaza y la asfixia en Cisjordania. Ante la caprichosa política de Trump, demuestra una debilidad escandalosa en el órdago comercial y se convierte en un subcontratista de las decisiones de una Casa Blanca errática. A un europeo, Mark Rutte, jefe de gobierno durante una década en Holanda, una de las naciones fundadores de la idea comunitaria de posguerra, no le produce empacho adular hasta lo ridículo a un Jefe que se complace en el gusto por la humillación y la arbitrariedad. Trump decide y Europa paga. Y aplaude. Ucrania respira aliviada, porque sus dirigentes llegaron a creerse de verdad que el actual presidente era amiguete de Putin.

Y mientras esto ocurre en las puertas de la Europa fortaleza convertida ahora en una mansión con sus pilares amenazando ruina, al otro lado de la frontera suroriental se perpetra un crimen de guerra a cielo abierto ante un silencio insoportable.

Europa, con la excepción de España, Irlanda y alguna nación más a media voz, se falta al respeto a si misma al reconocer que Israel vulnera los derechos humanos (pálido resumen de lo que ocurre) y, por lo tanto, procedería suspender el Acuerdo comercial bilateral. Pero no es capaz de hacerlo. ¿Teme enfadar a Trump en un momento de presión comercial máxima? ¿Tan activos son los agentes y las conexiones de los intereses israelíes?

Los protectores de Israel (la arrepentida Alemania y sus émulos donde los nazis implantaron su maquinaria de odio racial), la diletante Francia (corroída por la sombra de Vichy) y los países temerosos restantes se limitan a declaraciones huecas de compasión por la población de Gaza y a implorar que se les deje repartir las migajas de la “ayuda humanitaria”. Muy poco para una supuesta superpotencia mundial. Fuera ahora de la UE, Gran Bretaña (potencia colonial responsable del desastre original en Tierra Santa) se apunta a esta política ambigua que consiente el crimen de guerra y conecta con los capítulos más sombríos de la historia europea.

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