EL MENSAJE DE OBAMA EN CUBA

23 de marzo de 2016
                            
Hay gestos que cambian dinámicas históricas más allá de sus resultados inmediatos. Aún en estos tiempos en que parecen haberse agotado las ocasiones inéditas en la escena internacional, la estancia oficial de un Presidente de los Estados Unidos es Cuba provoca un movimiento de emoción.
                
Obama ha arriesgado mucho con este viaje, a pesar de que existía una opinión muy claramente favorable, incluso en Estados Unidos, pese al intenso fuego con que la oposición trata incansablemente de descalificar la política exterior de la Casa Blanca.
                
La lógica del Presidente norteamericano es sencilla y clara: la diplomacia no es un arte para fotografiarse con amigos y aliados; es una herramienta útil para negociar, acercarse, entenderse y, si es posible, acordar con enemigos, adversarios o reticentes. Lo puso en práctica con Irán, con perseverancia y contra la mayoría de los pronósticos. Y lo está ensayando ahora con Cuba, un caso que, según se mire, puede ser más complicado que el oscuro país de los ayatollahs.
                
Obama ha demostrado temple y paciencia, aunque si algo no le sobra a un presidente norteamericano es tiempo. Siempre es poco, porque las tareas que se impone o le imponen son ingentes. En el caso cubano, se ha ido paso a paso, como exigía el guión. Una vez desbloqueado el impasse de medio siglo, se empezó a desminar el terreno. Primero se quitó a Cuba de la lista de estados patrocinadores del terrorismo, algo que caía por su peso. Luego se iniciaron discretos contactos diplomáticos de segundo o tercer nivel; a continuación, se abrieron legaciones diplomáticos y se intercambiaron herramientas más directas de diálogo y colaboración. Ahora, con esta visita, se ha tenido mucho cuidado en no sobredimensionar las expectativas. El equilibrio con el que se han compensado las promesas de mejora de las relaciones bilaterales con las advertencias acerca de las discrepancias que aún subsisten entre las dos partes. De lo más profesional.
                
Cuba no es la Unión Soviética. El deshielo que a finales de los ochenta sirvió para acabar con la guerra fría no es de aplicación aquí, aunque el estrecho de Florida sea un escenario más que típico de aquella época de tensión entre bloques. Estamos hablando de enemistad entre un David y un Goliat. O, mejor dicho, del único Goliat. Los halcones de Estados Unidos, alentados por los viejos exiliados cubanos, llevan años reclamando una acción decisiva, es decir, una estrategia de cambio de régimen en La Habana. En palabras llanas, violencia en cualquiera de sus formas: militar o económica, o ambas.
                
Obama ha respondido a su manera: tendiendo puentes, sabedor de que, a la postre, la historia se va a inclinar del lado que él defiende; es decir, una evolución democrática de la situación política, con o sin cambio radical del gobierno. El Presidente no simpatiza con el paleocomunismo cubano, eso es evidente, por mucho que los fanáticos que destilan odio contra él lo proclamen sin rubor. Ni siquiera es neutral. Obama y sus asesores han diseñado una estrategia para que Cuba cambie, y lo haga tal y como a Estados Unidos le convenga. No hay que engañarse con eso. Pero tiene una idea de la batalla muy diferente a los extremistas de su propio país.
                
Para entender de forma rápida y clara el mensaje de Obama, podemos prestar atención a un momento de la rueda de prensa conjunta del pasado lunes. El presidente Castro había respondido a una de las preguntas sobre la conculcación de los derechos humanos recordando que no era apropiado que se dieran lecciones a Cuba desde un país que no provee cobertura sanitaria universal y educación gratuita o la desigualdad es tan elevada.
                
Obama no cayó en la tentación de comparar situaciones. Por el contrario, señaló que aceptaba el derecho de su homólogo a hacer críticas sobre aquellos aspectos en que el sistema no diera las respuestas que necesitan sus ciudadanos. "No debemos creernos inmunes a la crítica o a la discusión".
                
Algunos creen que este tipo de afirmaciones delatan cierta arrogancia del presidente cuando se encuentra en modo debate, porque se sabe fuerte en ese terreno. Puede ser. Pero el tono empleado no fue altivo, sino prudente.
                
Obama ha impulsado un método de negociación con Cuba que ha esquivado, en un primer término, los asuntos ideológicos o políticos. Consciente de que el régimen castrista necesita desesperadamente recursos, ha creado un ambiente favorable para generar oportunidades de desarrollo y de beneficio mutuo. Algunos lo llamaran la diplomacia del dólar. Pero los primeros que no hacen ascos a estas zanahorias son los dirigentes cubanos. Otra cosa es que las diferencias de estilo entre ambas partes dificulten los avances y aplacen el cierre de  tratos, como se ponía de manifiesto en un reciente trabajo del  THE NEW YORK TIMES.
                
Habrá momentos de parón, de estancamiento, incluso de crisis en este proceso de apertura. Pero es bastante seguro que no hay otro camino. La insistencia en contemplar los aspectos negativos no ayudará. Seguir presionando con la fuerza del superior podría forzar, a medio plazo, el derrumbamiento del régimen. Pero hay demasiados casos que confirman que este tipo de estrategias agresivas perjudican mucho más a los pueblos que a las élites. "El futuro de Cuba deberá ser decidido por los cubanos, y por nadie más", dijo Obama. Así de sencillo. Punto final a medio siglo de intentos en contrario desde la guarida de Goliat.
                
La denuncia de las organizaciones de derechos humanos, de los disidentes y opositores es legítima e imprescindible, aunque algunos de los métodos que emplean no sean los más apropiados para conseguir los fines que se proponen, porque más que debilitar el sistema lo refuerzan. A los sectores opositores más radicales o menos moderados, la visita de Obama no les ha gustado, como tampoco le gustó en su día la del Papa Francisco. No es casualidad que ambos dirigentes hayan concertado esfuerzos, y no sólo en Cuba, sino en toda América Latina.
                
UNA CODA REPARADORA EN ARGENTINA
                
De hecho, la escala argentina de Obama es, entre otras muchas cosas, una suerte de homenaje o reconocimiento al jefe espiritual de los católicos por la inteligente mediación vaticana en el acercamiento entre Washington y La Habana. No bastará con eso. Obama tendrá que disculpar a muchos de sus antecesores por la perversidad con la que Estados Unidos consintió, bendijo o incluso alentó la barbarie represiva. Gran ironía que llegue a Buenos Aires justo cuando se cumplirán 40 años del último golpe militar.
                
Sin los Kirchner,  con un empresario como Macri en la Casa Rosada, pragmático y favorable, Obama lo tendrá más fácil. Pero la tarea no es pan comido. Argentina puede ser menos hospitalaria que Cuba para el presidente cubano. No es una percepción. Las encuestas dicen con claridad que es el país latinoamericano donde se registra el mayor índice  de opinión negativa sobre Estados Unidos. Obama tendrá que enterrar a Kissinger y recordar de nuevo al injustamente vituperado Carter, que no tuvo empacho en sermonear al General Videla en el mismísimo despacho oval, mientras daba instrucciones a sus diplomáticos para que ayudaran y consolaran a los familiares de los desaparecidos.
           


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