16 de Marzo de 2016
El
auge social y electoral de los partidos xenófobos, neonacionalistas y
populistas en Europa ha coincidido con la eclosión del fenómeno Trump en
Estados Unidos.
Las últimas
novedades refuerzan esta percepción. La formación xenófoba populista
Alternativa por Alemania ha obtenido los mejores resultados electorales de su
corta historia en tres länder, el pasado fin de semana. El avance de la llamada
extrema derecha siempre inquieta. Pero si ocurre en Alemania, la preocupación
se convierte en alarma.
A su vez, el
éxito de Donald Trump en Florida elimina de manera definitiva al único rival por
el que los sectores oficialistas del Partido Republicano habían apostado para frenar
su imparable carrera hacia la nominación. La derrota en Ohio no parece
suficiente. El candidato Kasich parece haber obtenido apenas un éxito honorífico
en el Estado donde es Gobernador. Y el único rival que resta, el hispano y
ultraconservador Cruz, ve menguar sus posibilidades tras un SuperMartes-2 bastante decepcionante.
Parafraseando
el inicio del Manifiesto Comunista, podría decirse que “un fantasma surca y se
arraiga a ambos lados del Atlántico: el fantasma del malestar como agente
político”. En un mundo tan interconectado como el actual, no extraña que ambos fenómenos
presenten fundamentos ideológicos y políticos similares. Destacamos tres, con sus matices y contrastes.
EL
IMPULSO XENÓFOBO
Trump
y los xenófobos alemanes, franceses, británicos, daneses, suecos, holandeses y
un largo etcétera se aprovechan de un creciente malestar por la gestión del
fenómeno migratorio. Han conseguido movilizar a un electorado inseguro o
temeroso a salir perdiendo en asignación de recursos. En Europa, eso significa
competencia reforzada en el estrecho mercado de trabajo y, sobre todo, en el
acceso a beneficios sociales compensatorios, cada vez más escasos y
cuestionados. En Estados Unidos, el problema se reduce al empleo, porque el
concepto de ayudas sociales, salvo algunos programas para los muy pobres, es
casi inexistente, o muy débil y parcial. De la misma manera que, por ejemplo, Marine Le
Pen o Frauke Petry gritan “Francia para los franceses” o “Alemania para los
alemanes”, Donald Trump truena contra los inmigrantes mexicanos o amenaza con
muros de contención de personas.
Esta
conducta de intolerancia tiene raíces comunes y universales pero las
respectivas manifestaciones culturales y sociales son distintas en Europa y
Estados Unidos. A pesar de que el problema afro-americano no está resuelto en
Estados Unidos, por mucho que no pocas investigaciones creen demostrar lo
contrario, la naturaleza acrisolada de la sociedad norteamericana ha suavizado
sus aristas. No es el rechazo por razón del color de la piel lo que alimenta
algunos de los exabruptos de Trump y sus seguidores.
En Europa, por
el contrario, la consolidación de comunidades de otras razas no ha resuelto los
conflictos heredados de la condición de poderes coloniales de los principales
estados europeos. La esclavitud sigue motivando agitación de conciencias en
EE.UU., pero nadie cuestiona que un negro de Carolina o Georgia es un ciudadano
norteamericano. En Europa, esos partidos xenófobos discuten la nacionalidad
junto con la chequera de servicios.
EL RECHAZO DEL
SISTEMA POLÍTICO TRADICIONAL
Hay una sintonía muy amplia entre los
discursos “renovadores” de Trump y el de los principales líderes ultras
europeos. El desprecio con el que despachan a sus rivales asentados en el
panorama político es absoluto. Les niegan legitimidad y honestidad. Hay un
espíritu compartido de demolición, de aniquilación de las estructuras políticas
convencionales. Se alimenta el victimismo, la noción de que son atacados porque
quieren sanear la vida política, porque no se allanan o acomodan a unas reglas
tramposas y corruptas. Proclaman una destrucción creativa, nuevas ideas y
nuevas formas de adhesión (no tanto de organización). La posibilidad de
acuerdo, pacto o consenso se destierra de inmediato por considerar que es la
antesala de la rendición o de la traición a sus bases euforizadas.
En este rechazo
a los sistemas políticos tradicionales, hay, no obstante, notables
peculiaridades a uno y otro lado del Atlántico.
La maquinaria que ha puesto en marcha Trump se fundamenta,
instrumentalmente, en lo mismo que ha dominado la realidad política
norteamericana desde hace decenios: el dinero. Trump es un multimillonario, y
no se hubiera convertido, no ya en un serio aspirante a la Casa Blanca, sino en
un simple competidor por la nominación republicana, sin ese componente
imprescindible. En Europa, el dinero también es importante en la emergencia de
las opciones políticas, pero de una manera mucho menos determinante. De hecho,
esas formaciones radicales de inspiración nacionalista nacen de abajo a arriba,
adquieren fuerza económica cuando ya han ganado solidez social y mediática.
Trump, en cambio, se ha propulsado desde su fortuna personal para posicionarse,
con instintos oportunistas y complicidades políticas y sociales en la élite del
sistema.
UNA
EXCESIVA ATENCIÓN MEDIÁTICA
Las sucesivas
victorias electorales de Trump y sus afines europeos son seguidas con singular
interés por la mayoría de los medios, no porque simpaticen con ellos (algunos,
sí, pero son minoría). Lo hacen por el irrefrenable gusto por la novedad, la
distinción o el puro morbo. Lo nuevo, lo distinto, vende. Aunque provoque, al
principio, incomodidad o rechazo. Es un caso similar a la violencia. Casi todo
el mundo la condena, pero a muchos atrae fatalmente. Eso ocurre con estos
políticos que proclaman la catástrofe, inculcan la agresividad y se complacen
en discursos de confrontación y ruptura. No todos les votan, pero casi nadie
aparta la mirada o los oídos. Provocan curiosidad. Magnetizan. Y, al cabo, en
ciertos sectores poco preparados para resistir esta influencia oscura y
perniciosa, terminan arraigando. Incluso los medios serios se ocupan de estos
grupos extremos cuando son aun relativamente pequeños, o al poco de iniciar sus
éxitos políticos o callejeros. Lo que genera una bola de nieve difícil cuyos
efectos resultan difícil de controlar.
Trump no
hubiera llegado hasta donde lo ha hecho sin que los medios (las televisiones,
en particular, o las redes sociales) no hubieran brindado una cobertura tan
exagerada a lo que, inicialmente, no eran más que bravuconadas, boutades o exabruptos. Y aunque los
medios más racionales hayan querido contrarrestar ese efecto enfermizo, lo
cierto es que han terminado contribuyendo involuntariamente a propagar el
fenómeno, porque han generado mayor interés y exposición
En Europa, los
medios serios se han mostrado más comedidos, más renuentes, pero el ambiente
general no les ha permitido mantener cordones sanitarios racionales, serenidad
o distancia. La fatal atracción por la novedad es condición intrínseca de la
naturaleza mediática. El distanciamiento de las páginas editoriales no compensa
el impacto de los titulares, los reportajes de contenido humanos o las
historias particularizadas que orillan la razón y apelan a los sentimientos.
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