4 de octubre de 2012
No
es que los debates electorales alumbren la conciencia de los ciudadanos, ni
aclaren, por lo general, demasiados interrogantes sobre las opciones políticas
a elegir en un momento dado. Con el tiempo, se ha reforzado su condición 'teatral',
los aspectos más emotivos y 'caracteriales' de los candidatos. Al menos
por eso, los debates electorales -y en particular el norteamericano- conservan
cierto grado de expectación e interés.
No
fue ése el caso del primer debate presidencial, el miércoles noche. Obama y Romney protagonizaron un
debate bastante plano, más confuso del habitual, enormemente desordenado por
momentos y más reiterativo de lo conveniente. Por no haber, no hubo ni siquiera
tensión. Empecemos por éste último aspecto, porque marcó el tono del debate.
APÁTICO
OBAMA, ESQUIVO ROMNEY
Las
confrontaciones fueron muy medidas, como si ambos temieran parecer demasiado
agresivos, conscientes sin duda de que la clase política atraviesa por muy
bajos niveles de estimación. El deseo de corrección les llevó a veces a
envolver las discrepancias en un reconocimiento de las buenas intenciones del
rival. Lo hizo más Obama que Romney,
quizás porque el republicano tenía muy bien aprendida la lección de no meter la
pata, de no dar la impresión de querer aprovecharse de la crisis o de los
problemas con ánimo oportunista.
El
Presidente ofreció una imagen apática, más de lo que ya por lo general se le
suele atribuir. Por momentos, incluso pareció desconectado. Quizás se debiera al
principio de quien va por delante no debe arriesgar o exponer, debe mantener un
perfil bajo y esperar a que rival ataque para responder con una defensa eficaz
y sin riesgos. Como Romney no atacó en demasía y templó mucho sus críticas,
Obama permaneció agazapado y más tímido de lo conveniente en la defensa de su
gestión.
ECONOMIA
Y SANIDAD, EJES
La
economía dominó el debate. En realidad, la polémica fiscal. Pero rivalizó con
ello, en tiempo y en énfasis, la sanidad, el modelo de atención a la salud. Sobre
los impuestos, ambos candidatos se presentaron como defensores de la clase
media. Obama defendió su política de reducir la carga fiscal a este segmento
mediano de la ciudadanía y de forma muy liviana puso de manifiesto la intención
de su rival de beneficiar a los ricos. Romney se mostró muy esquivo e impreciso
en sus proclamas de estimular la economía mediante la reducción de impuestos.
Incurrió en contradicciones y se refugió en una confusión prolongada durante
toda su argumentación. Obama se mostró demasiado correcto, poco acerado. En
unas ocasión le reprochó la mentira histórica del 'tricledown' (los
grandes beneficios de los ricos terminan filtrándose a los de abajo). Y, sólo
muy cerca del final, le reprochó que no revelará sus planes concretos.
"¿No lo hace porque son demasiado buenos?", dijo Obama en una de sus
pocas licencias irónicas de la noche.
Romney
acudió mucho a su gestión al frente del estado de Massachussets para preludiar
lo que haría en la Casa Blanca. Lo hizo para destacar sus presuntas cualidades
como negociador, como forjador de consenso; pero, sobre todo, para destacar su
programa sanitario. En un despliegue de
cierto cinismo político, presentó su gestión como contrapunto del llamado 'Obamacare',
la reforma sanitaria de la Casa Blanca. En realidad, en la 'Romneycare', pueden
encontrarse muchas similitudes con la visión aplicada por Obama, y así intentó
hacerlo ver el candidato-presidente. Pero le faltó energía para defender mejor
este aspecto característico de su adversario: decir una cosa y la contraria o
relacionar dos asuntos sin coherencia sin desprenderse de su sonrisa
satisfecha.
Romney
hizo mucha espuma con la libertad de elegir (médico, seguro, asistencia, tratamiento,
fármacos, etc.) o la supuesta mayor eficacia del mercado privado en la
provisión de servicios. Como era de esperar, ignoró realidades palmarias como
el exorbitante beneficio de las aseguradoras, las enormes limitaciones a los
tratamientos en caso de enfermedades crónicas o los gastos administrativos
excesivos de las compañías privadas. Obama lo señaló, pero, una vez más, se mostró
demasiado condescendiente con la hipocresía de su rival.
Lo
mismo ocurrió con el asunto siguiente: el papel del Gobierno. Obama citó la
famosa máxima de Lincoln ("Hay cosas que hacemos mejor juntos") y centró
la responsabilidad del poder público en garantizar la libertad de
oportunidades. Pero Romney se mostró más apasionado en rescatar los viejos
ideales de los fundadores. Muy cómodo con esta retórica, combinó mensajes 'buenistas'
(como la felicidad, el cumplimiento de los sueños), con otros menos inocentes
como el fortalecimiento del aparato militar y el desplazamiento de la justicia
social por un asistencialismo desfasado. Mostró con claridad su concepción de
la sociedad cuando dijo que "el papel del Gobierno no es decidir quién
gana y quien pierde". Curiosamente, fue aquí cuando Obama le reprochó no
haberse plantado frente a los extremistas de su partido o simpatizantes, como
si se le hubiera olvidado hacerlo mucho antes, en momentos más pertinentes con
la marcha del debate.
LLAMADA
DE ATENCIÓN
En
las conclusiones finales, Romney estuvo mejor que Obama. El Presidente empezó
adoptando un tono emocional, que no es su fuerte, luego insistió en esa letanía
de humildad que implica recordar que nunca pretendió ni pretende ser perfecto y
culminó con una advocación demasiado previsible de "luchar cada día"
por mejorar la vida de los ciudadanos. El candidato republicano resultó más
eficaz, codificando lo que pasaría en el país si él ganaba y si ganaba su
adversario. En apenas dos minutos, condensó una oferta electoral: doce millones
de empleos, revocación de la reforma sanitaria, eliminación de los recortes del
programa de asistencia médica (Medicare) y más dinero para el Pentágono.
Es
muy posible que este mejor desempeño de Romney en el tramo final explique su percibida
victoria en el debate. No es menos cierto que se esperaba peor actuación del
aspirante y mejor del titular o 'incumbent'. No perder ya hubiera
supuesto un triunfo para Romney. La impresión es que Obama se derrotó a sí
mismo. No acertó con el tono y el clima. Incluso tuvo unos segundos de tensión
con el moderador, el veterano y reverenciado Jim Lehrer, de la televisión
pública, que ha sido criticado en algunos medios por no impedir la confusión y
mostrarse demasiado complaciente con la indisciplina de los participantes.
No
es previsible un cambio de tendencia. Obama conservará su ventaja. Pero debe
mostrarse más atento a estas ocasiones, porque, con frecuencia en política, el
diablo aparece en los detalles.
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