EL DESAFÍO DE CAMERON: EXCEPCIONALIDAD BRITÁNICA Y DEBILIDAD EUROPEA

19 de Febrero de 2016
                
La vinculación de Gran Bretaña al proyecto de Unión Europea ha sido siempre, o casi siempre, un dolor de cabeza. Para las dos partes. En el mejor de los casos, se ha vivido como un  matrimonio de conveniencia. Nadie está del todo a gusto, pero ambas partes han evitado el paso definitivo de la ruptura. Cada primer ministro británico se encuentra con ese dossier ardiente en su despacho cuando entra en el 10 de Downing Street y lo deja en un similar estado de combustión cuando recoge sus papeles para marcharse. A su vez, los líderes europeos, del centro-derecha al centro izquierda, se ven obligados a ejercicios cotidianos de paciencia, comprensión y pragmatismo frente la incomodidad de sus socios insulares.
                
Cameron, por lo tanto, no es original, ni ha planteado nada que sus antecesores no hubieran evocado al menos desde Thatcher. Lo singular, en su caso, es que ha dado el paso del referéndum, "para clarificar y definir de una vez por todas" el asunto, según él mismo gusta de explicar. Sin exagerar. No pasará una generación antes de que, sea cual sea el resultado de la consulta, el "asunto" vuelva a plantearse en los mismos términos hamletianos: "ser o no ser" socios europeos, o, por el contrario, "volver o no volver a ser".
                
Por mucha literatura tramposa que circule o mucha gramática parda que se emplee en el debate, la cuestión de la pertenencia a la Unión Europea es una cuestión práctica. Pero, para ser justos, esa misma actitud prevalece en países en los que la mayoría de sus ciudadanos, con ímpetu retórico, se declaran  "europeístas".
                
Y si no, analicemos las condiciones de Cameron para erigirse en Lancelot europeo frente a los recalcitrantes aislacionistas de su partido o de la facción escindida y/o reunida en la versión británica de la corriente xenófoba emergente en toda Europa (UKIP). Las demandas del primer ministro a sus pares de la UE no plantean grandes cuestiones de principio. Ni siquiera la aparentemente más elevada de la protección de la soberanía o la salvaguarda frente a una integración cada vez más estrecha.
                
Como Thatcher, Cameron pide dinero, pero de otra forma. La "dama de hierro" quería que, mediante cheque compensatorio, a Londres se le devolviera parte de lo que pagaban los británicos para sostener lo que contemplaban como "tinglado europeo". Los tiempos han cambiado, las normas (aunque los ciudadanos no lo adviertan) se han modificado, hay una moneda común  (que no única) en Europa, los mercados financieros están más integrados, y lo que Gran Bretaña reclama ahora tiene un lenguaje menos pedestre. Pero el fondo es lo mismo.
                
Cameron, como la inmensa mayoría de los políticos, empresarios, banqueros y ciudadanos británicos no quieren que la libra sea la libra o que la libra se convierta en el euro. Pero no quieren que la suerte del euro condicione más allá de lo inevitable el rumbo de la libra, es decir que las decisiones de los países del euro terminen influyendo demasiado en  negocio financiero de la plaza dorada del Reino Unido que es la City londinense. Así que, sin estar en la eurozona, Londres quiere tener derecho de influencia (no dice veto) en ese miniclub del Club. El cheque de Thatcher se convierte en la acción de oro de Cameron.
                
El cuarto y último asunto es el más irritante para las fuerzas progresistas europeas. Gran Bretaña se ha opuesto siempre a una integración política plena. De forma contundente, por supuesto, los conservadores. Los pseudo laboristas de la tercera vía blairista, también, aunque con una retórica más pálida. Cuando la socialdemocracia europea consiguió en Maastricht que la Unión económica y monetaria y el desarrollo del mercado único se equilibrara con la formulación de una ambigua y débil Europa social, el líder tory del momento, el oscuro y transitorio John Mayor, logró que sus pares le otorgaran el opt-out, el derecho a que no se aplicar a los británicos las normas generales. Europa tragó: eso o el divorcio.
                
Andando el tiempo, el intrincado laberinto de la integración europea succionó a Gran Bretaña mucho más dentro de las reglamentaciones sociales de lo que sus líderes políticos o económicos hubieran deseado, pero  ese proceso nunca ha sido cómodo y el malestar se ha ido acumulando. Paradójicamente, ha sido una de las tradicionales exigencias políticas británicas lo que ha terminado por desatar la crisis.
                
Durante años, sucesivos gobiernos (y Parlamentos) británicos defendían la prioridad de la ampliación sobre la integración. No por generosidad, sino por interés. Cuanto más grande Europa, menos Unida: menos potente el conjunto frente a la particularidad.  Además, los candidatos a entrar compartían con los británicos el recelo frente a los macropoderes, porque la mayoría eran estados  que habían estado sometidos a la hegemonía soviética. El renacido nacionalismo centroeuropeo era contemplado con simpatía complaciente en Londres. Pero como la historia tiene estos giros inesperados, a la libertad de movimiento de capitales (el mercado libre) le siguió un proceso de libertad de movimiento de personas (migración), por aquello del juego europeo de equilibrios con balanza en el centro. Son ciudadanos del sur, pero también y sobre todo orientales los que ahora presionan la caja pública. No dice Cameron, sin embargo, que la mayoría de los inmigrantes proceden de la Commonwealth, no de la UE, y que todos, unos y otros, contribuyen a engrosas las arcas fiscales.
                
El desplazamiento de población de los últimos años ha hecho que Gran Bretaña tenga que asumir, como otros países, aunque quizás en mayor cuantía, el pago de beneficios sociales a ciudadanos europeos de origen no británico. Cameron quiere que Europa le exima de esa obligación como Thatcher quería dejar de pagar la factura de las políticas comunes. Pero ni uno ni otro querían entender los beneficios de otro orden que la Unión ha reportado y sigue reportando a Gran Bretaña.
                
Llegados a este punto, la gran pregunta es por qué hay que seguir aceptando los órdagos británicos. El Brexit no perjudica a Europa más que al Reino Unido. Por mucho que Gran Bretaña sea el país europeo con mayor proyección ultramarina (overseas),  hay mucho de mito o falsa creencia. Que se lo digan a los chinos, que consideran el desacoplamiento británico de Europa como malo para los negocios. Los industriales británicos (especialmente los del automóvil) quieren el anclaje en Europa, pero en mejores condiciones. Los financieros, ídem de ídem. Estos intereses son a los que representa Lancelot Cameron. El aislacionismo de sus correligionarios y de otros sectores más agrios es el resultado de una colección de espejos deformantes, que tienen tanto de autóctono como de foráneo: la xenofobia y la intransigencia.

                
Sin compartir la retórica hueca en que a veces se deshilacha el discurso europeo, no hay motivos para seguir sucumbiendo a ese chantaje. No hace falta erigirse en euroentusiastas  para rechazar a los euroescépticos, ni para acomodarse ahora a estos euroresignados o euro-pragmáticos cameronianos. Basta con sostener principios de justicia social y visión compartida. 

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