11 de Mayo de 2016
Las
distintas manifestaciones del nacionalismo, desde las más conectadas con los
intereses populares hasta las más extremas e incluso agresivas, pasando por las
más clásicas o aparentemente neutras, se abren paso con energía en casi todos
los continentes.
LA
PLURALIDAD EUROPEA
En Gran
Bretaña, una fiebre nacionalista impregna el discurso de los dos bandos
enfrentados en el debate del Brexit.
Que sean más evidentes los argumentos nacionalistas de los euroescépticos que
colonizan el Partido Conservador o de los ultras xenófobos del UKIP que
encandilan a la población obrera blanca de Inglaterra, no quiere decir que
Cameron no se refugie en un nacionalismo de tono más amable para defender la
permanencia en la Unión. Después de todo, ¿no fue un argumentario nacionalista el utilizado por el primer ministro
británico para arrancar vergonzantes concesiones a sus debilitados socios
europeos?
Los
propios socialistas franceses sucumben a las sacudidas nacionalistas, como pone
de manifiesto la propuesta de privación de nacionalidad francesa a los
terroristas binacionales o las continuas y sistemáticas discriminaciones que
padece la población inmigrante, como acaba de denunciar en un inquietante
informe el Defensor de Derechos francés (1). Todo para frenar el irresistible
ascenso del nacionalismo populista, limado de sus aristas más extremas.
Esa
misma intimidación nacionalista hizo echarse atrás al canciller socialdemócrata
austríaco en la defensa de una acogida generosa a los refugiados, por temor a
que la ultraderecha terminara capitalizando el miedo al extranjero. Al final,
el candidato xenófobo se ha impuesto en la primera vuelta de las presidenciales
con un resultado humillante para la coalición de centro, y se encuentra en
condiciones casi imbatibles para confirmar su triunfo en los próximos días.
Algo
parecido ha ocurrido en Alemania, donde el auge de la xenofobia y el racismo en
las recientes elecciones regionales se ha apoyado en las contradicciones merkelianas. De pronto, se han avivado viejos fantasmas que
se creían enterrados, tras la traumática experiencia del nazismo.
Este
malestar germánico está azuzado también por la marejada en el Este europeo. El
nacionalismo exclusivista y victimista erosiona cada día un poco más derechos y
libertades en Hungría y en Polonia, y amenaza con contagiarse a los otros
países de pasado comunista reciente.
Y
qué decir de Rusia, donde el nacionalismo palaciego de Putin se ha convertido
en doctrina de Estado, para camuflar la grave crisis económica y social
provocada por la bajada de los precios del petróleo y las sanciones
occidentales. El líder ruso bebe tanto de la vieja Rusia zarista y ortodoxa
como del engendro del comunismo nacional estalinista.
El
nacionalismo europeo presenta también una transversalidad extraordinaria. En
Cataluña conviven el tradicional modelo victimista con una relectura
sedicentemente popular. Y en Escocia, ocupa el espacio progresista que los
laboristas han dilapidado en la deriva de la "tercera vía".
UN
AUGE PLANETARIO
Esta agitación
nacionalista no se limita a Europa. Donald Trump parece haberse asegurado la
nominación republicana en las elecciones norteamericanas con un mensaje facilón
de prioridad y egoísmos nacionales. Los eslóganes "América, primero"
o "América grande de nuevo" reflejan esa pulsión.
Ya estamos
oyendo discursos del mismo estilo en el sur del continente. Las amplias
posibilidades de Keiko Fujimori en Perú pueden confirmar el giro a la derecha
en América Latina, con una fuerte impronta nacionalista. El argentino Macri
puede verse obligado a disolver su propuesta liberal con una corrección
nacionalista que le permita atraerse al peronismo blando. En Brasil, el
'linchamiento” de Dilma Roussef obedece a unas agendas muy cortas de miras,
pero ya empiezan a distinguirse los disfraces nacionalistas con que trataran de
disimular un programa de defensa de los grandes intereses económicos.
Incluso
en Asia, esta vorágine nacionalista hace estragos. China está tratando de
enderezar la economía con unas recetas que privilegian la afirmación nacional
por encima de la colaboración internacional y un programa de rearme y
militarización basado en la defensa cerrada de supuestos derechos territoriales
de rancio nacionalismo expansionista.
A
los modernos mandarines pseudocomunistas no les van a la zaga sus
vecinos. Japón entra en su cuarta década de estancamiento económico y declive
social sin que sus líderes políticos y su élite intelectual encuentren otro
discurso movilizador que un nacionalismo clásico apenas barnizado de
modernidad. Corea se atasca también en las viejas cuitas nacionalistas frente a
Japón o China. Quizás la última y más
estridente manifestación de ese nacionalismo pernicioso la encontremos en
Filipinas, donde un defensor convicto y confeso del matonismo de los
"escuadrones de la muerte" está a punto de convertirse en Presidente
con un discurso nacionalista agresivo y delincuente.
En
Oriente Medio, el nacionalismo supera el reto cultural. Un régimen cada vez más
autoritario como el turco ha revestido el nacionalismo de un credo piadoso para
sortear el integrismo. El descaradamente dictatorial de Egipto utiliza la
retórica nacionalista para suprimir el islamismo militante, y de paso a cualquiera que
se le resista. Los kurdos invocan la
bandera nacional para desgajarse de la descomposición en Iraq o Siria. Las
viejas monarquías se aferran a símbolos nacionales insustanciales para seguir
perpetuando privilegios de familia o clan. Y en Israel, el proyecto originario
de socialismo igualitario se ha disuelto definitivamente en un nacionalismo
intolerante y connivente con una religiosidad cada vez más intransigente.
‘CONFUSIÓN
DE CIVILIZACIONES’
Este repaso
esquemático y apresurado de las distintas formas del nacionalismo sirve para
traer aquí uno de los debates actuales más interesantes en la comunidad
académica dedicada a las relaciones exteriores.
Kishore
Mahbubani y Larry Summers, dos defensores de la supuesta hegemonía de la
ideología y los valores liberales en el actual mundo globalizado, acaban de
publicar un ensayo (2) en el que dan por superada la tesis del choque de
civilizaciones, que defendiera hace un par de décadas Samuel Huntington, y
proponen en cambio que asistimos ya a una "fusión de civilizaciones".
Stephan Walt, un especialista en relaciones internacionales de la Escuela John
Kennedy (Harvard), ha refutado esta optimista afirmación, de manera elegante y
sugerente, señalando que, en realidad, estamos ante una "(con) fusión de
civilizaciones" (3).
No
hay tiempo aquí para diseccionar el contenido de ese debate. Pero Walt
sostiene, en la línea del presente comentario, que "el nacionalismo es la
ideología política más poderosa en el mundo", en la actualidad. Que las
distintas formas del nacionalismo constituyan una ideología coherente es algo
que podría discutirse. Pero que se ha convertido en el referente dominador de
agendas y discursos políticos es un hecho cada más evidente y preocupante.
Hubo
un tiempo en que se apelaba a las banderas desde las billeteras.
Es decir, que el nacionalismo servía para legitimar intereses de unos pocos
frente a las aspiraciones de la mayoría. Hoy, las banderas se han convertido en
instrumentos útiles para ganar las aceras, es decir, la calle, cada vez
más desorientada y asustada.
(1) LE MONDE, 9 de Mayo de 2016.
(2) FOREING AFFAIRS, 18 de Abril de 2016.
(3) FOREIGN POLICY, 4 de Mayo de 2016.
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