10 de agosto de 2016
La
visita oficial del presidente turco Erdogan a Moscú no ha sidouna sorpresa. El encuentro de Moscú no se trata de una cita precipitada o
improvisada, ni tiene que ver con el clima imperante en Turquía después de
fallido golpe. Se venía gestando desde finales de junio, es decir con
anterioridad a la intentona golpista de un sector del Ejército.
El
acercamiento ruso-turco ha despertado recelos en Occidente. Erdogan y Putin son
los dirigentes internacionales más incómodos para Occidente en estos momentos,
sólo por detrás del incorregible norcoreano Kim, inquietante por su dudoso
equilibrio de carácter tanto más que por su potencial nuclear. Que los
motejados como el zar y el sultán de esta época puedan llegar a constituir un tándem,
siquiera temporal o táctico, constituye un escenario de pesadilla, debido a la
volátil situación en Oriente Medio y en Ucrania y la inestabilidad generada por
la crisis de los refugiados.
UNA
ENEMISTAD INOPORTUNA
A
los actuales responsables de Turquía y Rusia les interesaba superar cuanto ante
el clima gélido en que se encontraban las relaciones bilaterales, después de
que el pasado mes de noviembre un avión turco derribara uno ruso, durante las
operaciones militares de la guerra de Siria. Aquel incidente generó un cruce de
acusaciones gruesas que se sustanciaron en la imposición de sanciones económicas
rusas contra Turquía en tres áreas de intereses: agricultura, construcción y
turismo. Sin olvidar la paralización de los dos grandes proyectos conjuntos: el
gasoducto conjunto que abastecería de gas ruso a Turquía y también a Europa sin
pasar por Ucrania y la central nuclear de Akkuyu.
El
momento del acercamiento es especialmente propicio. Erdogan mantiene una
escalada verbal con sus aliados occidentales, y en particular con Estados
Unidos, por entender que se han mostrado demasiado tibios en la condena del
golpe y muy insistentes en airear su preocupación por la detención y
persecución de decenas de miles de personas que estarían supuestamente
relacionadas con la intentona, frente a las dudas de organizaciones de derechos
humanos y de las propias cancillerías occidentales.
LOS
LÍMITES DE LA RECONCILIACIÓN
La
reconciliación ruso-turca, no obstante, parece poco sólida. Aunque Erdogan y
Putin encuentren tentador un mayor grado de colaboración, ambos Estados tienen
intereses contrapuestos en Oriente Medio y en el equilibrio internacional en
general.
El
escollo más evidente es Siria. Rusia y Turquía apoyan bandos opuestos en esa
guerra. Moscú, al presidente Assad; Ankara, a los rebeldes que pretenden su
derrocamiento y el final del régimen alauí. Es cierto que rusos y turcos dicen
combatir a un enemigo común: el Daesh, la franja más extremista de los
rebeldes islamistas.
Otro
contendiente en la guerra siria enfrenta a ambas potencias: los kurdos. Rusia
los tiene como aliados en la lucha contra el Estado Islámico, mientras para
Turquía son tan enemigos o más que los extremistas islámicos, ya que pretenden,
en alianza con los kurdos de Turquía, construir un Estado kurdo independiente
en la frontera sirio-turca. La complicación de la guerra siria con el conflicto
kurdo ha sido la clave del esfuerzo de Erdogan por superar la confrontación con
Rusia.
Algunos
gestos de buena voluntad no puede ser ignorados. La oficina que los kurdos
sirios del PYD, habían abierto en Moscú
se acaba de cerrar, oficialmente por la carestía del alquiler, aunque es
difícil no ver en ello un gesto de buena voluntad de Moscú. Anteriormente se había sabido que el piloto
turco que derribó el Mig ruso había sido detenido en el curso de las purgas
posteriores al intento de golpe de Estado.
Otro
motivo inmediato puede explicar las prisas de Erdogan para acudir a Moscú.
Estados Unidos y Rusia están ultimando la revisión del acuerdo de alto el fuego
en el frente de Alepo. La ofensiva gubernamental para aislar a los rebeldes en
el sector oriental de la ciudad no ha cuajado, debido a una contraofensiva de
los islamistas liderados por una rama local de Al Qaeda, que dice haberse
distanciado de su tutora, aunque persisten serias dudas sobre este extremo. El presidente
turco no quiere que un acuerdo entre los grandes le deje descolocado.
En
todo caso, para que un acuerdo ruso-turco sea productivo para ambas partes,
deberían satisfacerse ciertas exigencias de cada parte, que, en estos momentos,
resultan de especial importancia para ambas:
1)
Rusia puede impedir que los kurdos se aseguran el control de un corredor en el
norte de Siria, desde Afrin al río Tigris, junto a la frontera turca, que se
considera fundamental para el proyecto de embrión de estado kurdo independiente.
2)
Rusia puede presionar a los estados aliados de Asia Central para que dejan de
prestar refugio y apoyo a los seguidores del clérigo Fetullah Gulen, cuya
extradición ha solicitado Turquía a Estados Unidos, hasta el momento con
evidente frustración, por las cautelas de Washington, que exige tranquilidad y
respeto de los procedimientos jurídicos.
3)
Turquía puede poner un precio más alto a Occidente por su colaboración en la
lucha contra el Daesh y favorecer a Rusia en la persecución de los
extremistas, lo que elevaría el rol de Moscú en la dimensión propagandística de
la lucha internacional contra el terrorismo.
4)
Turquía es un mercado de especial interés para Moscú, sobre todo mientras sigan
vigentes las sanciones occidentales; al cabo, las medidas económicas de presión
ordenadas por el Kremlin contra Turquía perjudican tanto o más a los intereses
rusos que a los turcos. La normalización de relaciones debe reactivar los dos
macroproyectos (gasoducto y central nuclear), lo que supondría un balón de
oxígeno para dos de las grandes empresas estatales estratégicas rusas,
Gazprom y Rusatom.
En
definitiva, el tándem Putin-Erdogan, tan incómodo para Occidente, constituye
una alianza potencialmente inquietante, pero demasiado plagada de
contradicciones y limitaciones para que se disparen las alarmas. Quizás eso
explica la aparente tranquilidad con la que se ha reaccionado en Washington a
la cita del 9 de agosto en Moscú.
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