21 de octubre de 2016
La
última tormenta político-electoral desatada por Donald Trump en Estados Unidos
(en Washington, no tanto en el resto del país) ha sido su negativa a reconocer
de antemano los resultados del 8 de noviembre.
En
el tercer y último debate electoral, el nominado republicano se puso misterioso
al decir al moderador que "mantendría el suspense" ante la pregunta
sobre su aceptación del veredicto de las urnas.
Hillary
respondió con la contenida indignación que caracterizó su actuación en este
último gran espectáculo televisado previo a las elecciones. La nominada
demócrata hizo algunas referencias a la limpieza del sistema electoral
norteamericano más que discutibles.
Es
un hecho que las elecciones norteamericanos no son un modelo de democracia,
contrariamente a lo que creen muchos en Europa. El sistema está plagado de
trampas, obstáculos y trucos que privan del voto a numerosos ciudadanos. La
exigencia de carnets de identificación, que en Estados Unidos no son moneda
común y corriente como aquí, impide que sectores significativos de la población
más desfavorecida vote. Estar identificado cuesta dinero, más del que muchos
pobres se pueden permitir. Por no hablar de la población ex-carcelaria
(demasiado numerosa en aquel país) y otros condicionamientos, algunos de ellos
tan absurdos que resultarían escandalosos en Europa.
Muchas
organizaciones de derechos cívicos trabajan para que la gente se registre, condición
previa para votar (de nuevo, otra exigencia que no existe en Europa), o para
ayudar a los ciudadanos a eliminar los obstáculos para registrarse. Esas ong's
y algunos medios contestatarios, e incluso otros acomodados en el sistema,
llevan décadas denunciando esta debilidad del sistema electoral norteamericano.
El ex-presidente Carter dijo en una ocasión que las elecciones norteamericanas
deberían contar con observadores internacionales.
Recientemente,
el Tribunal Supremo ha adoptado algunas medidas que protegen a los ciudadanos
de las maniobras de algunos estados, principalmente los dominados por la
derecha republicana, para limitar el derecho de voto. Pero hay mucho por hacer y el riesgo de
retroceso está siempre presente.
Al
poner en duda el resultado legítimo de las elecciones, Donald Trump no
denuncia, y mucho menos afronta, las brechas en la legitimidad electoral. No era
esa su intención. Ni un sistema más justo y democrático, su objetivo.
Lo
que Trump pretende es justificar su presentida derrota. El anti-candidato del
Partido Republicano ha hecho una campaña desastrosa. A la fatiga que la
incontinencia de estupideces y falsedades ha generado, se han sumado las
injurias a mujeres, grupos sociales o raciales, a medios menos complacientes, o
a su propia rival directa.
Trump
se empeora a sí mismo (un ejercicio verdaderamente sobresaliente por la
dificultad que comporta), cuando intentó luego hacerse el gracioso y aseverar
que sólo reconocería los resultados si él resultaba ganador.
Después
de todo, el sistema político-mediático norteamericano se "merece" a
un tipo como Donald Trump. Sin la atención casi obsesiva, más o menos
involuntaria, hipócrita, que ha recibido de casi todos los medios, sin la
instrumentalización de su venenosa popularidad por parte de la errática y
vengativa derecha política, Trump no habría pasado de ser lo que es: un
oportunista aventurero con pocos escrúpulos, un sarta de tópicos demagógicos y
apenas unas cuentas ideas recurrentes del arsenal reaccionario estadounidense.
No
reconocer su presentida derrota y prolongar innecesariamente la duración de la
liturgia de la noche electoral al no comparecer públicamente para felicitar a
Hillary Clinton sería la última manifestación de lo único que sabe hacer:
concitar en él el foco de la atención mediática.
El
sistema electoral norteamericano necesita una revisión profunda. Pero Donald
Trump no es ni puede ser el profeta de su reforma, sino un farsante escandaloso.
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