2 de noviembre de 2016
Las anómalas elecciones
presidenciales norteamericanas de este año no se resolverán por cuestiones
políticas, ideológicas o programáticas. O por las percepciones más o menos
reales, oportunistas o presentidas de seguridad nacional, interna o externa.
Será el factor humano, todo lo indica ya con bastante claridad a estas alturas,
lo que parece haber decidido hace ya tiempo el resultado. Siempre importa, por
supuesto, pero pocas veces tanto como en esta ocasión.
Lo singular de estas elecciones
no es que un candidato supere a otro en idoneidad, en simpatía (o empatía), en
credibilidad. En definitiva, en eso que en el lenguaje político norteamericano
se denomina “elegibilidad”; es decir la capacidad para ser elegido, el juego favorable
de sumas y restas que cualquier candidato tiene que soportar en el largo
escrutinio previo a alcanzar la Casa Blanca
La paradoja de 2016 es que el
carácter, la personalidad, el factor humano, en definitiva, la elegibilidad, no
debería haber arrojado duda alguna. Sólo hay un candidato real, con capacidad
para el puesto. Incluso se puede decir más: con extraordinaria capacidad para
el puesto, gusten más o menos sus posiciones políticas o su manera de gestionar
los asuntos políticos, su estilo. Esa candidata es Hillary Clinton. Sus méritos
políticos, medidos en conocimiento, experiencia, visión, apoyos relevantes,
capacidad de trabajo, etc. no es que excedan a su rival: lo anulan.
Pero la política, con ser todo
eso, también es, y cada vez más, otra cosa, menos contrastable, menos objetiva,
más arbitraria, más imprevisible. Tiene que ver con la confianza, por supuesto,
pero no la que puede alcanzarse con la valoración objetiva y racional de los
méritos y con la capacidad para conseguir lo que se dice querer conseguir (o al
menos parte notable de ello). Es otra dimensión de la confianza. Menos medible
con criterios racionales y objetivos y más relacionada con elementos
perceptivos, con apariencias, con creencias, reales o falsas. Y en ese terreno,
Hillary Clinton no ha conseguido desvanecer los fantasmas que la persiguen, que
han lastrado su campaña, como antes cuestionaron o hipotecaron su candidatura y
su carrera política ynque, a buen seguro, en caso de su más que probable
victoria, planearan sobre su presidencia.
MALDITOS CORREOS
Esta larga consideración inicial
explica la última sorpresa de octubre, es decir, esos elementos que inciden o
tienen la apariencia de sacudir las campañas, modificar la tendencia que se
afirmaba hasta ese momento e incidir notablemente en el resultado de las
elecciones.
La última entrega del culebrón de
los e-mails se ha colado en la campaña cuando el asunto parecía agotado. No por
descuido o por un cierre en falso del asunto, sino por una ramificación
inesperada. En realidad, no se trata de e-mails de la candidata que no hubieran
estado sometidos al escrutinio investigador. Son del exmarido de una de las
principales operadoras políticas de Hillary, Huma Abedin.
El aludido, Anthony
Weiner, no estaba siendo investigado por el supuesto uso irregular de esa
herramienta de comunicación por parte de la exsecretaria de Estado, sino por
una cuestión particular, una supuesta conducta sexual inapropiada
(exhibicionismo, et.) con chicas menores de edad. En los correos de este personaje, un ex miembro
de la Cámara de representantes que se vió obligado a dimitir cuando se conoció
el escándalo, se han detectaron correos de Hillary Clinton en sus años al
frente de la diplomacia norteamericana.
El factor que ha desencadenado la
polémica ha sido la decisión del director del FBI, James Comey, de reabrir la
investigación, pero sobre todo de hacerlo público, solicitando autorización al
efecto a las instancias pertinente del legislativo, en plena campaña.
El equipo de Hillary Clinton y no
pocos observadores independientes cuestionan la oportunidad de la actuación del
jefe del FBI, por considerar que, sin saberse en absoluto si hay algo en los
correos de Weiner que incriminara de alguna forma a la candidata, se está
proyectando una imagen negativa, que refuerza la impresión de conducta
inapropiada en relación con su manejo del correo electrónico oficial, haya sido
ese su propósito o no.
OBLIGADA NEUTRALIDAD
Lo que se le reprocha a Comey es
que no haya respetado unas normas, codificadas en la Ley Hatch, que obliga al
FBI a extremar su cuidado para que las investigaciones en curso no influyan o
condicionen el resultado de unas elecciones. El responsable de Ética en la
administración Bush (W), Richard Painter, profesor de Derecho y republicano de
inspiración, se preguntaba estos días, como muchas otras figuras
independientes, si el director del FBI habría incurrido en abuso de poder (1).
Comey es un republicano que Obama
puso al frente del principal órgano de investigación policial interna en
Estados Unidos. Una institución tan respetada como temida, plagada de historias
y leyendas negras. Se trata de una figura controvertida, por su perfil no
necesariamente polémico, pero si proclive a adoptar posiciones personales. Los
republicanos lo criticaron por no haber sido suficientemente duro en la
investigación de los correos de la candidata. Los demócratas no entendieron su
aparente pasividad a la hora de afrontar las sospechas de hackeo del Partido en las vísperas de la Convención de Filadelfia
por parte de supuestos agentes rusos.
Desde
el pasado fin de semana, no se habla casi de otra cosa en el carrusel de la
campaña presidencial. Trump se había hundido en las encuestas y visto
desaparecer su ya de por si alejadas perspectivas de éxito al no remontar en
esa decena de estados que necesita para sumar los votos necesarios (los
llamados swing states o estados
cambiantes, que son los que terminan decidiendo las elecciones). En las últimas
semanas de campaña se había resquebrajado la ficción de su candidatura, no
tanto por la inconsistencia de sus propuestas, más que evidentes, cuanto por
esas cuestiones de personalidad antes aludidas: comentarios sexuales machistas,
en particular, pero también su desastroso desempeño en los debates.
Era de
esperar, por tanto, que Trump se agarrara, como ha hecho, al culebrón de los
correos (aunque pueda ser humo y sólo humo, o ruido y sólo ruido) para
engancharse de nuevo a la campaña e intentar desesperadamente que la última
sorpresa de octubre se convierta en su chaleco salvavidas. Que el NEW YORK
TIMES, inclinado tradicionalmente hacia los demócratas, haya publicado una
nueva entrega en la que se evidencia las maniobras del Trump empresario para
evadir impuestos (una conducta persistente) ha tenido un efecto menor. El foco
de la sospecha se ha girado de nuevo hacia Hillary y las encuestas han
reflejado un estrechamiento de las diferencias, aunque no lo suficiente en lo
que importa, es decir, en la modificación del mapa electoral en los estados
decisorios. No al menos de momento.
Como
estaba determinado desde un principio, la gran batalla de Hillary no es contra
su rival ni contra las circunstancias previsibles o imprevisibles, sino contra
sí misma. O, lo que equivale a lo mismo en política, contra la percepción real
o interesadamente manipulada que se tiene de ella: política hábil, pero
maniobrera; experimentada, pero insincera y escurridiza; fiable por su capacidad,
pero sospechosa por su estilo.
(1) NEW YORK TIMES, 30
de octubre
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