16 de marzo de 2017
El
avance nacional-populista en Europa parece desacelerarse, a tenor de los
resultados (aun provisionales) de las elecciones holandesa. Es comprensible que
el actual primer ministro, Mark Rutte, hable de “rechazo del populismo” o que su
afín alemana, la canciller Merkel, se exprese en términos casi idénticos, con
menos cautela de la que en ella es habitual. Pero el resultado merece un
análisis más cuidadoso y las conclusiones no deberían ser muy optimistas.
TRUMP COMO
VACUNA
Es cierto que
el llamado Partido de la Libertad, del bombástico Geert Wilders, no ha
experimentado el auge que se esperaba hace unos meses. Aun así, gana en votos y
sobre todo en escaños (tenía 15 y pasará a contar con 20). En realidad, en las
últimas dos semanas los sondeos ya anticipaban el frenazo de la euforia que
respiraban sus huestes tiempo atrás.
Wilders ya
había descontado lo insuficiente de su tirón. Entre los motivos que explican el
frenazo pueden citarse ciertos excesos verbales (mayores de los habituales), o su
errático fin de campaña, con ausencias dictadas por miedo a un atentado o por
guiños tácticos de difícil lectura. No
debe descartarse el efecto negativo que ha podido tener el desastroso inicio de
mandato de su inspirador, el imprevisible Trump. Las meteduras de pata del
Presidente norteamericano no han embellecido el espejo en el que Wilders se ha
proyectado a veces. Pero más que los errores propios o los de sus semejantes de
fuera, al nacional-populismo le ha contenido la exitosa estrategia de sus
rivales más próximos, los partidos tradicionales de la derecha holandesa.
EL GIRO
NACIONALISTA DE LOS CONSERVADORES
El partido
gobernante holandés, liberal-conservador, ha conseguido mantener un margen
suficiente para encabezar el futuro gobierno, de coalición, por supuesto. Pero
en la batalla electoral se ha dejado 8 o 9 escaños y, lo que resulta más
inquietante, se ha hipotecado a un discurso que, sin ser xenófobo, se acerca la
sensibilidad avivada por los populistas.
Rutte ha
asumido la fórmula sarkoziana de fagocitar
los mensajes del Frente Nacional para embellecerlos luego con retórica moderada,
liberal o republicana. De la misma
manera, el primer ministros holandés respaldó el giro de Merkel y la CDU en el
asunto de la inmigración y la política de acogida a los desplazados de países
devastados por la guerra.
Un sociólogo
de la Universidad de Utrecht lo ha definido con lucidez: algunos de los
partidos tradicionales se han movido en una dirección más nacionalista,
aprovechando del viento que impulsaba el auge populista”. Efectivamente, los
cristiano-demócratas, con un discurso también más nacionalista, han subido
apreciablemente (6 escaños), y otros euroescépticos menos estridentes que
Wilders suman 5 escaños.
Al cabo, muchos
partidos en el Parlamento: algo habitual y natural en Holanda. El sistema
proporcional favorece la fragmentación, pero no la explica por completo. El
electorado holandés reparte sus apoyos desde hace décadas y apuesta claramente
por gobiernos de coalición. La fuerte participación refleja el interés social
por estos comicios.
Especial atención
merece el derrumbamiento de los socialdemócratas del Partido laborista, socios
desventurados en el gobierno de Rutte y paganos estrepitosos de la política de
austeridad, que ellos han defendido abiertamente. Pierden 28 o 29 de los 38
escaños y quedarán reducidos a una condición casi marginal en el nuevo
Parlamento. Holanda es el último acto de la tragedia socialdemócrata europea,
que necesita asumir una autocrítica sincera y convincente, repensar programas y
elaborar estrategias coherentes y eficaces.
La sangría del
socialismo democrático ha aprovechado a los ecologistas, que, con el triple de
diputados que tenían ahora, se convierten en el quinto partido del país y ganan
bazas suficientes para entrar en el gobierno, si lo desean. Han encabezado el
discurso anti-populista y, juntos con los liberales progresistas del D-66, han
recogido los votos de los sectores más alarmador por el auge nacionalista (2).
LA OPORTUNA
CRISIS CON TURQUÍA
La mutación
discreta y calculada de los liberal-conservadores se ha reflejado en la
artificial e innecesaria, pero muy oportuna
crisis con Turquía de los últimos días, justo los inmediatos a la cita
electoral.
En tiempos de
confusión y crispación, nada mejor que la agitación de las pasiones nacionales
para pescar en río revuelto, aunque lo obtenido termine a la postre por
resultar de lo más indigesto.
La firmeza de
Rutte al enfrentar los propósitos demagógicos Erdogan en la campaña del referéndum
que debe confirmar el reforzamiento de sus poderes y el giro autoritario en
Turquía no responde a la defensa del llamado orden liberal. Rutte ha visto en la crisis una oportunidad para
presentarse como un candidato fuerte, sólido y firme frente a los aspectos
políticos más negativos de otras culturas, que casualmente vienen acompañadas
del peso excesivo de la religión, y más concretamente del credo musulmán.
Al populismo
autoritario e islamista conservador de Erdogan, Rutte parece haber optado por
oponer una intransigencia basada aparentemente en principios liberales, pero
orientada a afianzar otro tipo de nacionalismo, menos bronco, más presentable.
De otra forma no se entiende que se haya impedido a miembros del gobierno turco
participar en actos políticos destinados a sus emigrantes nacionales en
Holanda. También en esto Rutte sigue la estela alemana, aunque sus urgencias
electorales eran mayores y las circunstancias lo han colocado en vanguardia de
la crisis, mientras el gobierno de Merkel ha podido situarse en una posición relativamente
menos expuesta.
A Erdogan le ha
venido bien esta refriega, de ahí que haya avivado el fuego con todo tipo de
acusaciones e imprecaciones. La alusión a los nazis constituye una provocación
calculada, más que el efecto de la ofuscación producida por la humillación
infligida a los altos cargos turcos. Un analista y académico turco residente en
Europa, Cengiz Candar, coincide con el exembajador europeo en Ankara, Marco
Pierini, en que la política exterior turca es sólo un apéndice de la política
interna y en concreto de los planes y ambiciones del Presidente. Sin duda, es
así, pero no es algo exclusivo de Turquía. Hay motivos para pensar que ese
mismo reflejo ha operado en Holanda y se puede detectar en potencias europeas
de superior rango.
Lo más
probable es que, después de las elecciones, las aguas vuelvan a su cauce. La
bronca entre aliados no es nueva, pero suele resolverse de manera más
diplomática. Incluso la llaga greco-turca ha permanecido bajo control durante
décadas, con algunos episodios aislados de mayor virulencia. Por mucho que
Erdogan multiplique sus gestos amistosos e interesados con el Kremlin, Turquía
necesita a la OTAN, es decir a Estados Unidos, pero también a Europa
Occidental, si quiere que su proyecto político genere una hostilidad que no
pueda dominar.
NOTAS
(1) “Geert Wilders falls short as wary Dutch scatter their
votes”. NEW YORK TIMES, 15 de marzo.
(2) LE MONDE, 15 de
marzo (varios artículos).
(3) “Turkey’s domestically dirven foreign policy”. MARCO
PIERINI. CARNEGIE EUROPE, 27 de febrero.
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