2 de noviembre de 2017
Xi
Jingpin es el hombre más poderoso del planeta. No lidera el país más rico ni el
más fuerte. Pero sí el más poblado. Y, por encima de todo, el que dispone de la
clase dirigente más compacta. China camina con paso firme hacia el liderazgo
mundial con el horizonte de mitad del siglo. Es muy probable que ese sueño, ya
explícito, se consume. Pero nadie, ni siquiera sus principales actores pueden
anticipar la solidez de esa hegemonía. Inevitable, tal vez, pero quizás resulte
más efímera que las contempladas por el mundo hasta la fecha.
HACIA
EL SIGLO CHINO
El
decimonoveno congreso del Partido Comunista chino se ha cerrado sin grandes
sorpresas. Dos grandes designios con sus fechas límite: el primero, superar los
desequilibrios sociales mediante la reducción de la pobreza y la orientación
del crecimiento económico al servicio de la prosperidad general (2035); el
segundo, la confirmación del país como gran potencial global, con ambiciones
nacionales, pero también con responsabilidades para el conjunto de la humanidad,
como la preservación del planeta (2050).
Esta
dupla de dimensiones descomunales, envueltas en la retórica tradicional china,
puede resultar pretenciosa o una cuidada elaboración propagandística. Pero no
está privada de fundamento. A pesar de sus desequilibrios persistentes, el
crecimiento económico, aunque desigual, es sólido. El potencial militar aumenta
lenta, pero inexorablemente. En el lenguaje oficial, se trataría de hacer
posible el “sueño chino del rejuvenecimiento nacional”
El
Congreso, por tanto, no ha hecho más que codificar doctrinalmente una ambición
que alimenta cada día el empeño de la dirección y el ánimo de la gran mayoría
de la población.
LA
ELEVACIÓN SUPREMA DE XI
Tal
vez por eso, no ha sido el diseño o el anticipo del futuro lo que ha atraído el
interés de los observadores por el desarrollo y el resultado del Congreso. Como
casi siempre ocurre, el foco se ha puesto en las dinámicas de poder. China no
es una democracia. Pero tampoco, hasta ahora, una dictadura unipersonal. Hay
pocas potencias en la historia en las que el juego de poder se practique de
forma tan sutil, tan codificada.
Desde
la muerte de Mao, hace cuarenta años, el equilibrio del poder entre las élites
del sistema político ha respondido a reglas pactadas, respetadas y, por lo
general, cumplidas. Un propósito rector ha inspirado los mecanismos del poder
político: el equilibrio. Plasmado o expresado en un liderazgo colegiado, sin
menospreciar el valor ceremonial del primus
inter pares. El partido nunca ha renunciado al acuerdo entre facciones,
para evitar experiencias traumáticas como la Revolución Cultural. Fue Deng,
victima señalada de esta gran purga a muerte, quién estableció el consenso como
método para resolver las luchas de poder.
La
novedad del este 19º Congreso es que, de manera lenta, cautelosa y pactada
entre los herederos de quienes hasta ahora habían venido actuando de otra
manera, esas reglas han sido revisadas. La cita quinquenal del PCCH ha podido
consagrar, sin proclamarlo, una apuesta por un liderazgo más personal. No a
favor de una ambición particular, sino como instrumento más eficaz de un
proyecto compartido. Mao está de vuelta. No sus principios o ideas, sus
ensoñaciones o la idealización de su memoria. Es la recreación de su poder
máximo lo que emerge. No como fin en sí mismo. Más bien como modelo o
herramienta de los designios de una sociedad más fuerte, dentro y fuera. Más
rica, más próspera, más fuerte.
Discrepancias
menores aparte, casi todos los sinólogos, ya sean occidentales o chinos, coinciden
en resaltar la consagración de Xi Jinping como el dirigente más poderoso del
país desde la muerte del fundador de la China moderna. El actual líder ha
logrado lo que nunca otro había conseguido: que sus orientaciones, proyectos o
visiones sean reconocidos como “pensamiento”, es decir, como doctrina en una
próxima reforma de la Constitución. Ni siquiera el pequeño gran Deng Xiaoping, el ave
fénix que resurgió de las cenizas y modificó el rumbo del país tras la
muerte del fundador, pudo aspirar a tanto.
El
último gobernador de Hong-Kong, Chris Patten, ha visto en el triunfo de Xi la
coronación de un “nuevo emperador” (1). Más en línea con el lenguaje simbólico
chino, la analista Rebecca Liao lo ha definido como el “nuevo Gran Timonel”,
honor con que se coronó a Mao hace
más de medio siglo (2). Minxin Pei, uno de los principales politólogos chinos,
natural de Shanghai, también ve en lo ocurrido una vuelta al “gobierno del
hombre fuerte” (3). Un analista de riesgo que elabora informes para gobiernos y
empresas, como Andrew Gilholm, ha acuñado el término de “Xitocracia” para
definir la nueva realidad del poder en Pekín (4).
Estas
fórmulas semánticas resumen análisis bastante coincidentes sobre el estilo y la
metodología del nuevo y parece que indiscutible líder chino. A saber: 1) suprema
maestría en la eliminación no sólo de los potenciales rivales actuales, sino de
los presentidos como futuros; 2) lucha contra la corrupción como herramienta
ambivalente de limpieza y purga; 3) manipulación de las reglas de sucesión
pactadas desde hace cuatro décadas para legitimar su más que probable
continuidad en el poder más allá de los dos mandatos hasta ahora respetados; y
4) paciente conformación de una alianza con los cabecillas locales para hacer
efectiva la aplicación de las políticas decididas en la cúspide.
CONTRADICCIONES
Y PARADOJAS
Pero
los mismos analistas contrapesan los atributos exitosos del reforzado líder con
la persistencia de problemas estructurales que parecen escapar a su control. Lo
que Roach recuerda como la “contradicción principal” en el análisis marxista aplicado
a China: “la tensión entre un desequilibrado e inadecuado crecimiento y la creciente
necesidad de una vida mejor para el pueblo” (5). Asumida esta “contradicción”,
el resto parece preocupar menos. Xi y sus aliados del Comité Permanente (7
miembros) y del Politburó (25) no parecen tan interesados en el fortalecimiento del sector privado o en el
saneamiento de las empresas públicas. Hay confianza plena en el sistema, avalada
por los indicadores económicos oficiales.
Por
supuesto, hay que olvidarse de nociones ajenas a la cultura política china como
la democratización o la promoción de la sociedad civil. La proclama del gobierno mediante las leyes y no tanto
del gobierno de la ley anuncia un
control más estricto de la Asamblea Popular. La mano derecha de Xi en la
dirección se ocupará de asegurar una subordinación plena de este órgano legislativo
del sistema de poder chino.
Otra
incógnita es el comportamiento de la burocracia que Minxin Pei considera como
la única resistencia real al poder pleno de Xin. Sus métodos serán, asegura
este analista, los mismos que han practicado los oficiales mandarines durante
siglos: una pasiva obstaculización de las órdenes supremas.
En
definitiva, un gran país, un proyecto ambicioso y sin complejos, un líder
supremo y un poder sin fisuras, ante la paradójica persistencia de unas debilidades,
contradicciones o paradojas sin resolver.
NOTAS
(1) “China’s New Emperor”. CHRIS PATTEN. SYNDICATE PROYECT, 25 de octubre.
(2)
“China’s New Helmsman. Where Xi Jinping Will Take the Middle Kingdom Next”.
REBECCA LIAO. FOREIGN AFFAIRS, 30 de
octubre.
(3)
“China’s Return to Strongman Rule. The Meaning of Xi Jinping’s Power Grab”.
MINXIN PEI. FOREIGN AFFAIRS, 1 de
noviembre.
(4)
“China’s Xitocracy. Hoe It’s Undermining the Deng Consensus in Beijing”. ANDREW
GILHOLM. FOREIGN AFFAIRS, 11 de
agosto.
(5)
“China’s Contradictions”. STEPHEN S. ROACH. SYNDICATE
PROYECT, 23 de octubre.
(6) “The
Paradox of Xi’s Power”. MINXIN PEI. SYNDICATE
PROYECT, 27 de octubre.
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