18 de octubre de 2018
Pocas
regiones en Europa pueden acreditar una estabilidad política como este länder meridional, el más rico y poblado
de Alemania. Tradicional a machamartillo, orgulloso de sus costumbres, pero sin
riesgo alguno de desacoplamiento del hogar común alemán.
Las
elecciones regionales del 14 de octubre han arrojado un resultado que no por esperado
deja de ser significativo. La CSU ha bajado baja al 37% (lejos de las otrora
indiscutibles mayorías absolutas), tras su abierta disputa con la CDU, tras
década de maridaje estratégico. Los líderes social-cristianos bávaros
desafíaron el liderazgo de Merkel desde la ciudadela del Ministerio del
Interior, le hicieron desplantes otrora inimaginables y trataron de apoderarse
del discurso xenófobo de la AfD para frenar un presentido descenso electoral.
Antes
de llegar a término, los líderes conservadores bávaros se percataron de lo
arriesgado de su apuesta y trataron de moderar su discurso. Pero ya era tarde. Buena
parte de su electorado se ha fugado a
una formación de conservadores independientes (11%) y al nacional-populismo de
la AfD, que se queda por debajo de las previsiones más triunfalistas (supera 10%,
por debajo del 12,5% a nivel federal), añade presencia en un parlamento
regional más, y sólo le queda uno, el de Hesse, donde se celebran elecciones a
final de este mes (1).
El
SPD, siempre subalterno en Baviera, ha sufrido una nueva sangría, la más
humillante de su historia local (no llega al 10%, por debajo de la
ultraderecha), en beneficio de un ecologismo de nuevo cuño (17%), que combina
preceptos clásicos con el amor por el terruño. Se apunta a un gobierno verdinegro (CDU y ecologistas) como mal
menor (2).
El
semanario DER SPIEGEL va más allá y considera estos resultados como precursores
de una nueva realidad política. No sólo el final de un ciclo concreto, el del merkelismo, sino todo un seísmo que
alterará el equilibrio que ha caracterizado a la RFA desde hace décadas (3).
SIETE
DÉCADAS DE ESTABILIDAD.
Uno
de los exponentes políticos más significativos de la peculiaridad bávara es que
la Unión Cristiano-Demócrata, el principal partido de centro-derecha concebido
por Konrad Adenauer durante el milagroso
período de la posguerra, delegara su proyecto, marca y liderazgo en una
formación regional propia, anclada más a la derecha, forjada en el imaginario
local, pero fiel al destino común de una Alemania compasiva pero ferozmente
conservadora.
En
un escenario de guerra fría, este desdoblamiento del proyecto de raíces
cristianas nunca se percibió como una debilidad. La distención de los años
sesenta, tras la liquidación relativa del estalinismo (el muro fue la expresión
de que en Alemania nunca desapareció hasta los momentos finales) favoreció el
modelo alemán de consenso centrista, con dos fórmulas alternativas: gobiernos
de coalición de centro-derecha/centro izquierda, con la CDU-CSU y el SPD como
anclas y los liberales del FPD como pivote; o la gross koalition entre los dos partidos hegemónicos, suprema
expresión de la estabilidad y el consenso.
En
los setenta, el fenómeno del terrorismo de ultraizquierda (la Fracción del
Ejército Rojo o Banda Baader-Meinhoff)
nunca representó un serio riesgo para el sistema. Ni era producto de la
conspiración exterior (Berlín Este o Moscú), ni tuvo un anclaje social real.
Por el otro extremo, la emergencia nacionalista era residual, ínfima,
irrelevante. Ni siquiera en los ochenta,
cuando aparecieron los primeros síntomas de agotamiento del modelo social y del
envejecimiento de las fórmulas social-demócratas o la eclosión del movimiento
ecologista/pacifista, se tuvo la sensación de que el modelo hubiera entrado en
crisis.
La
marea neoliberal de finales de los ochenta no sólo dio la puntilla al
socialismo moderado, integrado, pactista y resultadista. También modificó las
bases ideológicas y programáticas del cristianismo social. La compasión fue
sustituida por la eficacia economicista. Y no sólo eso. En las contradicciones
flagrantes de la unificación anidaron los problemas actuales. La proyección
hacia el exterior de una fortaleza económica imparable y, por ende, de una
confianza casi arrogante se expresaba con asertividad en los foros europeos y
mundiales. Lo que contrastaba con los desequilibrios internos. La amplia brecha
entre los länder occidentales y
orientales provocaron el recelo de los primeros hacia los segundos por la
factura de la unificación y el resentimiento de los segundos hacia los primeros
por la sensación de inferioridad, de desprecio, de abandono.
La
pretendida aceleración del proyecto de integración europea no sirvió para
aplacar esas tensiones. Al contrario, se profundizaron las diferencias. De poco
sirvió aquella fórmula bifronte de la Alemania
europea (antídoto del peligro histórico del nacionalismo germano) y la Europa alemana (diseño de la unidad
continental bajo el prisma de la austera estabilidad teutona). Los socialdemócratas
se allanaron ante unas recetas que renegaban de muchos de sus postulados
básicos (véase la agenda 2000 de Schröeder) y asumieron implícitamente el
discurso rigorista de una CDU cada vez menos cristiano-social y más liberal.
EL
EFECTO DE LA GRAN DEPRESIÓN
La
crisis financiera de 2008 afectó teóricamente menos a Alemania que al resto de
Europa o del conjunto occidental. La inmune
Alemania, con Merkel a la cabeza y su fiel ministro Schäuble en la sala de
máquinas, se arrogó la misión de enderezar Europa bajo sus condiciones. El SPD,
débil, desconcertado y parcialmente abandonado por su base social, no pudo,
quiso o supo que la Alemania más unipolar desde 1945 se anclara en la
ensoñación de poseer el secreto de la prosperidad, la estabilidad, el liderazgo
no declarado, o incluso escondido, del continente.
Todo
resultó una ensoñación. La austeridad como emblema de un proyecto arrogante,
engañoso e injusto se resquebrajó. Aparecieron las primeras grietas serias en
el consenso alemán. La acumulación de agravios y la falsa percepción de que Alemania
pagaba facturas ajenas, las de una Europa que no funcionaba (sin duda, la
meridional, pero también la del patio trasero, la oriental) se convirtieron en
el fertilizante de las corrientes nacionalistas hasta entonces reducidas a la
marginación social y la irrelevancia política.
A
mediados de esta década, la acumulación de guerras periféricas generadas por el
fracaso anunciado de la primavera árabe
y las consecuencias de la Gran Depresión en las siempre endebles estructuras del
mundo externo a la fortaleza europea provocaron la mal llamada crisis
migratoria. La canciller Merkel aprovechó la ocasión para dulcificar sus
devastadoras políticas de austeridad con la recuperación del discurso humanista
y compasivo de la democracia cristiana alemana. No hace falta detallar el
resultado de este gambito político, por demasiado conocido. Las fuerzas
desafiantes que habían permanecido bajo un razonable control durante los años
álgidos de la crisis se desataron por el impulso de la confusa, oportunista y
resultona proclama del nacionalismo, de la protección de la identidad, de la
ofuscación, del orgullo y del miedo.
Merkel
abdicó pronto de su discurso compasivo, liberal, confiado. Se lo reclamaron, o
más bien se lo exigieron, los líderes de su propio partido. Se mostraron
tímidos o indecisos los social-demócratas. Le ayudaron poco sus desconcertados socios
europeos más cercanos. Y le laceraron sus antiguos admiradores del este
continental. Trump con su venenoso “America first” anticipó su epitafio
político.
El
temido ciclo electoral de 2017 en el corazón de Europa (Holanda, Francia,
Alemania) se contempló como una derrota o al menos un freno del
nacional-populismo, triunfante más allá del Elba o el Danubio. Lo cierto, sin
embargo, es que esos partidos nunca tuvieron la posibilidad real de hacerse con
el poder en el núcleo europeo, pero ya habían cosechado un triunfo parcial al
inocular en el centro derecha buena parte de sus recetas xenófobas.
Macron,
la gran esperanza del renacimiento centrista, supuestamente superador de la
alternativa izquierda-derecha con la manida fórmula del reformismo, ha
resultado, como algunos siempre temimos, un espejismo. No ha convencido al
electorado de centro-izquierda con su sospechosa política económica y social,
ha infundido nuevo vigor a la izquierda radical y ha dinamitado a un partido
socialista que se desangra en un infierno de escisiones, huidas y agrias
disputas palaciegas. La derecha social, política y económica, a la que ha
intentado debilitar y de la que ha tomado ciertas figuras encajables en su
discurso, no lo acepta como portavoz de sus intereses.
Macron
no sólo se ha convertido en un eslabón más del pesimismo francés. Además, ha
fracasado en su ambición de liderar el renacimiento europeo. Su proyecto de
integración reforzada no ha encontrado el eco que él esperaba en Alemania. Se
ha topado con una canciller debilitada, prisionera de su desconfianza hacia la indisciplina
europea y ahora rehén del nacional-populismo que ha contaminado su propio
partido.
EL
DECLIVE
Las
elecciones federales del año pasado ya anticiparon el futuro de Merkel, según
los análisis más críticos. La caída electoral de la CDU en beneficio de los
xenófobos de AfD habría sellado su destino. Se llegó a decir que la canciller
tiraría la toalla. A punto estuvo. Al final, el SPD más frágil de las últimos
setenta años le arrojó un salvavidas quebradizo. Pero esta última gross koalition ha ofrecido muy pocas
soluciones y ha agrandado la percepción del problema.
Y
así hemos llegado a Baviera como expresión del renacido malestar alemán. En
definitiva, debilitamiento de los partidos hegemónicos, resquemores
persistentes entre socios históricos, niveles destacables de los partidos
subalternos, consolidación del desafío nacional-populista y reforzamiento del
pesimismo, del malestar. Alemania ha dejado de ser estable, predecible y fiable.
¿Anticipo de un nuevo tiempo?
NOTAS
(1) “Élections en Bavière: débâcle historique de la
CDU”.Revista de prensa alemana. COURRIER
INTERNATIONAL, 15 de octubre.
(2) “La vieille Allemagne est entrée dans le histoire”. JOCHEN ARTNZ. BERLINER ZEITUNG, 14 de octubre.
(3) “Berlin coalition emerges even weaker”.
CHRISTIAN TEEVS. DER SPIEGEL
(versión inglesa), 15 de octubre.
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