EE.UU: EL GOBIERNO DE LAS TOGAS

 23 de septiembre de 2020

La muerte de Ruth Bader Ginsburg, una de los nueve jueces del Tribunal Supremo de Estados Unidos (SCOTUS), ha abierto un nuevo frente de agria confrontación en una ya muy enrarecida campaña electoral. A mes y medio de la decisión (al menos sobre el calendario oficial),  nunca han sido tantas las dudas sobre el funcionamiento normal de la provisiones electorales, legales e incluso constitucionales.

La democracia norteamericana, discutible desde su patricios orígenes, está siendo cuestionada incluso por los actores menos sospechosos de espíritu crítico. Más allá del corrosivo “efecto Trump”, al sistema se le están abriendo las costuras. Las fallas estructurales quedan en evidencia, el liderazgo se debilita o se presenta caduco o inmaduro, se atribuye a una inevitable polarización la ausencia de soluciones prácticas y se escamotean las razones profundas de la crisis general. La nación vive una crisis de confianza más profunda aún que la experimentada a finales de los sesenta, durante el clímax del trauma vietnamita.

UN EQUILIBRIO DE DEPENDENCIAS

En Estados Unidos se denomina “Gobierno” al conjunto de los tres poderes del sistema liberal: ejecutivo, legislativo y judicial. En Europa utilizamos “Estado” para referirnos a ese entramado institucional. Tiene sentido práctico esa distinción nominal. El sistema de equilibrio de poderes (check and balance)  funciona de manera algo diferente en la democracia formal norteamericana. Cada rama del “gobierno” ejerce sus atribuciones con plena conciencia no sólo de su poder autónomo, sino de su capacidad para limitar, vigilar y condicionar a los otros dos, de forma diferenciada en cada caso. Y, sin embargo, en este mecanismo de compensación se genera una fuerte dependencia mutua.

El legislativo puede vetar una decisión presidencial y dejarla en suspenso. Pero el Jefe del ejecutivo tiene capacidad para neutralizar el veto del Congreso y hacer efectiva su decisión. Hay materias en las que el Presidente puede actuar sin control parlamentario (las órdenes ejecutivas), aunque el terreno de actuación es siempre polémico.  

El Tribunal Supremo, máximo expresión del poder judicial, constituye una suerte de gobierno paralelo, en el sentido de que sus sentencias condicionan la interpretación de las leyes producidas por el Congreso y validan o impugnan las decisiones de la administración. Y, sin embargo, el SCOTUS depende por completo de los otros dos poderes. El Presidente es el que elige a los aspirantes. Pero, para acceder a la magistratura, el seleccionado debe ser ratificado por el Congreso.

Una vez investido, el juez supremo lo es de por vida, y sólo puede ser recusado tras un complejo y complicado proceso en el que se demuestre delito o incompetencia para ejercer el cargo: una suerte de inviolabilidad, que excluye, al menos teóricamente, interferencia política alguna. Los togados más elevados atesoran un inmenso poder, prestigio social e institucional y no están sometidos al veredicto de las urnas ni a las presiones del juego político. Los nueve jueces del Supremo constituyen el sanedrín más exclusivo e imperturbable de la democracia norteamericana: se sobreponen a todos los frentes de la intensa e inagotable batalla política.

Por eso, la desaparición física, biológica de un juez supremo (jueza, ahora) supone un acontecimiento mayor, y más si acontece en plena campaña electoral. Y que haya sido en la de este año, precisamente, resulta el colmo. El país vive episodios  sublevación ciudadana contra el racismo policial (reflejo del institucional y el social), la desigualdad y la degradación vital.

PRINCIPIOS MARXIANOS

La greña es fácil de entender. Un presidente tan infradotado para el respeto de las normas y antítesis de la elegancia política como es Trump no deja que se le escape una oportunidad. Ginsburg era claramente progresista: feminista, defensora de la elección de la mujer en el aborto y de los fundamentos legales de la reforma sanitaria de Obama (1). Trump pretende sacar partido de su desaparición reforzando la actual mayoría conservadora con la selección de una aspirante (mujer reemplazará a mujer) cuya orientación conservadora esta fuera de dudas. La gran favorita, Amy Coney Barrett, es una ferviente y sólida católica, antiabortista (2) y otras que se manejan en el despacho oval no le van a la zaga.

Los legisladores republicanos están encantados de que así sea (3). Si el establishment GOP ha tolerado al presidente hotelero, a pesar del desprecio que le profesan, es porque se ha avenido a respaldar la agenda ultra del GOP. Se le admiten sus pecadillos de soberbia, incompetencia y pésimo gusto. Lo tratan como a un mal pasajero que deja, empero, un rédito aprovechable para sus intereses.

No les importa a los republicanos contradecirse a si mismos, ni violar intelectualmente los principios que tan ardorosamente proclamaron en 2016, cuando Obama propuso al liberal moderado Merrick Garland para ocupar la plaza vacante tras la muerte del ultraconservador Scalia. Los republicanos argumentaron que resultaba impropio que un presidente saliente (no había posibilidad de reelección porque Obama agotaba su segundo mandato) determinara el pulso futuro de la máxima interpretación legislativa. Amparados en la mecánica dilatoria del filibusterismo parlamentario consiguieron que se agotaran los plazos y Garland se quedó compuesto y sin plaza.  

Obama presentó la candidatura de Garland a ocho meses de las elecciones. Trump se dispone a hacerlo (este próximo fin de semana, dice) cuando falta sólo mes y medio para la decisión ciudadana. Pero a Mitch McConnell, que es el líder de la mayoría republicana en el Senado ahora y en 2016 se le han olvidado los principios. Como el partido de Obama siguió  adelante con su empeño entonces, que se atenga ahora a las consecuencias, ha insinuado. Aplicación práctica de los principios marxianos (de los geniales hermanos).

BIDEN ELUDE LA PELEA

Los demócratas están encendidos, pero no todos por igual. El ala izquierda clama pelea y movilización. Si se sigue adelante con la ignominia, reclaman que de lograrse la victoria en el ejecutivo y en el legislativo, se inicie el proceso para incrementar el número de jueces en el SCOTUS, para compensar la mayoría conservadora actual con el ingreso de nuevos togados liberales/progresistas (4). Observadores más templados reclaman un cambio de reglas (5).

El comedido Biden hace mutis por el foro. En sus comparecencias públicas de estos días elude el asunto: se centra en Trump, en su incompetencia para contener el COVID, en su estilo autoritario y divisor. Cree que el foco en el factor humano desacredita a su rival (6).  Una analista apreciada por los demócratas como Anne Applebaum avala esta estrategia (7).

Al cabo, Biden es coherente con su trayectoria. De un puro producto del sistema como él no cabe esperar otra cosa. Los pesos pesados de su partido que han resultado derrotados en unas primarias erráticas y paradójicas como pocas se han conjurado para apoyarlo, pero le demandan más energía, más determinación y riesgo. Biden se refugia en un discurso prudente y buenista, como si temiera cometer un error fatal (a lo que es muy proclive).

Las encuestas predicen que la estrategia puede resultar, aunque ya nadie se fía, después de lo ocurrido en 2016. Bien es verdad que la posición de Trump es más débil que hace cuatro años, incluso en sus feudos obreros y blancos de los llamados estados clave. Después de la experiencia abrasiva en la Casa Blanca, el gris y tenue Biden quiere oficiar de bálsamo de la nación. Unificador y pacificador: un healer (sanador). Así se presenta el candidato demócrata y así quiere que el electorado lo vea.

 

NOTAS

(1) “Justice Ginsburg’s judicial legacy of striking dissents”. THE NEW YORK TIMES, 20 de septiembre.

(2) “To conservatives, Barrett has a ‘perfect combination’ of attributes for Supreme Court”. THE NEW YORK TIMES, 20 de septiembre.

(3) “The Supreme Court may be about to take a hard-right turn”. THE ECONOMIST, 22 de septiembre.

(4) “A dangerous moment for the Court. And the country”. MARY ZIEGLER. THE ATLANTIC, 21 de septiembre,

(5) “Judicial term limits are the best way to avoid all-our war over the Supreme Court”. EDITORIAL. THE WASHINGTON POST, 21 de septiembre.

(6) “Biden’s moderation contrasts with Democrat rage as court fight looms”. THE WASHINGTON POST, 21 de septiembre.

(7) “If you care about the Court, don’t talk about It. Fixating on the open Supreme Court seat will provoke a culture war”. ANNE APPLEBAUM. THE ATLANTIC, 20 de septiembre.

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