26 de marzo de 2025
Medios, académicos e intelectuales liberales están aireando desde hace unas semanas el riesgo de un eje Washington-Moscú, como base de un nuevo condominio mundial. La hipótesis -para algunos, de hecho ya una realidad- se basa en el entendimiento o la afinidad entre los líderes de ambos gobiernos: Donald Trump y Vladímir Putin. Otros defensores de esta teoría van más allá y aseguran que hay una conexión ideológica entre ambos dirigentes: una suerte de neonacionalismo supremacista y xenófobo, con la inspiración y la legitimación de un cristianismo reaccionario y la energía propulsora que siempre proporciona el miedo.
La dimensión más visible de
ese supuesto eje se manifiesta en las conversaciones bilaterales que se
celebran estos días en Riad sobre la guerra de Ucrania. El nuevo gobierno
norteamericano quiere una resolución rápida del conflicto, aunque sea a costa
de los intereses de Kiev, o del gobierno de Kiev, y a favor de Rusia, o del
régimen actual de Rusia. Aunque no hay transparencia alguna sobre el contenido
de las tratativas, los analistas dan por seguro que la parte norteamericana va
a aceptar ciertas condiciones del equipo ruso hasta ahora rechazadas por el
campo occidental; a saber: la consolidación de las conquistas territoriales
rusas en el este de Ucrania, el portazo definitivo a las aspiraciones
ucranianas de ingresar en la OTAN y el
rechazo a la presencia de fuerzas militares de aliadas en territorio ucraniano.
En definitiva, lo que Putin venía reclamando desde que la mal llamada
“revolución naranja” inclinó a Ucrania del lado occidental y la alejó de Moscú,
a mediados de la década pasada.
Las filtraciones han sido
sazonadas con algunas declaraciones públicas de los portavoces de Washington y
Moscú que invitan a pensar en una convergencia de ideas y planteamientos. Los
rusos han sido especialmente activos en transmitir esta orientación positiva de
las conversaciones. Los norteamericanos se han dedicado a mantener un optimismo
más difuso.
Pero más allá de esta
aproximación coyuntural, hay factores más profundos que inquietan tanto o más a
los analistas liberales. Las corrientes autoritarias que proponen una reacción
nacionalista o patriótica contemplan el entendimiento creciente entre la Casa
Blanca y el Kremlin como un factor decisivo de refuerzo de sus posiciones
ideológicas y políticas. “Una edad autoritaria irrumpe en el foco de atención
mundial”, venía a decir Ishaan Tharoor, un analista de los asuntos
internacionales del WASHINGTON POST que mantiene un enfoque liberal (1). Quizás
no dure demasiado en ese cometido, porque el dueño de esa publicación -que
alcanzó su prestigio nacional e internacional por su investigación del
Watergate, hace 50 años- dejará de ser un faro liberal, según ha ordenado su
propietario actual, Jeff Bezos, dueño de Amazon, la plataforma de venta en
línea más poderosa del mundo.
Ciertamente, Trump y Putin no
vivirían un romance solitario. Los acompañan otros dirigentes que llevan tanto
tiempo como ellos, o más, al frente de sus países, reforzando y endureciendo
sus proyectos autoritarios: el turco Erdogan, el israelí Netanyahu (ambos en
serios apuros internos estos días), el húngaro Orban, el serbio Vucic, el
eslovaco Fico, el georgiano Ivanishvili; o recién llegados al club: el
argentino Milei, el salvadoreño Bukele, el ecuatoriano Noboa; y así hasta
completar un cuadro flexible e inestable, con pertenencia fluida. No se puede
olvidar a quienes mantienen puentes con este conglomerado sin admitir que
forman parte de él, debido a motivos tácticos o vinculaciones geopolíticas: la italiana Meloni o el indio
Modi, entre otros.
A los anteriores, hay que
añadir el grupo de aspirantes, que hoy no controlan los aparatos de poder de
sus respectivos estados, pero aspiran a hacerlo: la francesa Le Pen, la alemana
Weidel, el holandés Wilders (éste ya forma parte del Gobierno) o el chileno
Kast; y otros menos conocidos, más discretos o en potencia menos influyentes, o quemados pero no
resignados (como el brasileño Bolsonaro).
En contraste, estas posiciones
nacionalistas dificultan cualquier iniciativa transnacional, aparte de
ocasionales convergencias. Por naturaleza, son excluyentes, incluso de aquellos
que pudieran parecerles afines. Entre vecinos, muchas veces se impone el
recelo.
Alineados o no en un
proyecto organizado, esta nebulosa ultra se extiende como una mancha de aceite,
según distintos tanques de pensamiento liberal. Recientemente, la
Freedom House publicaba su informe anual sobre la salud de la democracia
mundial y el estado de los derechos humanos, con una diagnóstico pesimista: la
Libertad arrastra dos décadas de declive (2).
Para volver a los supuestos
fundamentos no coyunturales del eje Washington-Moscú, resulta útil identificar
los agentes interesados en fomentar las conexiones. El semanario liberal
británico THE ECONOMIST ha publicado la pasada semana un corto ensayo con irónico
subtitulo (“A Rusia, con amor”, juego de palabras de una película del agente 007) y un título
inquietante (“Las derechas americana y rusa se están alineando”). La tesis consiste en detectar las líneas de
contacto entre el movimiento norteamericano MAGA (Make America Great Again:
Hacer América Grande de nuevo) y la corriente espiritualista, antiliberal y
religiosa (ortodoxa) inspirada por el reaccionario Alexander Dugin.
Los medios liberales
consideran a Dugin como el Rasputin de Putin (nótese la cacofonía rentable de
la construcción). Sufrió un atentado hace tres años en el que murió su hija.
Los servicios secretos ucranianos son los principales sospechosos de la autoría,
pero hasta la fecha no se ha podido demostrar.
Dugin ha recibido en los
últimos años la visita de notables representantes del Movimiento MAGA, que le han entrevistado (el
inefable Tucker Carlsson) o promovido su pensamiento a través de la red capilla
de institutos de la derecha militante. La plétora de viejos y nuevos ultraconservadores
americanos que se agrupan bajo el liderazgo de Trump admiran el discurso tradicionalista
y antiliberal de Dugin y su rechazo de las ideas nacidas de la Ilustración europea
que inspiró a la Revolución América y el consecuente nacimiento de los Estados
Unidos.
Sin embargo, el semanario
reconoce que hay diferencias “irreconciliables” entre la doctrina de Dugin y el
movimiento MAGA. El pensador ruso aboga por un modelo de sociedad autoritaria
basado en la convergencia entre el liderazgo moral de la Iglesia ortodoxa y el
poder de un Estado fuerte sostenido por una policía poderosa y sin reparos al
estilo de la oprichnina zarista. En América, la deriva autoritaria se
sustenta en un nacionalismo populista, con una inspiración religiosa creciente
(el cristianismo más integrista), pero contrario cuando no enemigo de un Estado
fuerte, salvo en lo que sea beneficioso para liquidar a sus adversarios.
El ensayo profundiza tanto
en los vínculos como en las contradicciones de las corrientes autoritarias
rusas y norteamericanas. Pero más allá de consideraciones intelectuales, lo que
energiza este nuevo eje internacional es el oportunismo de sus cúspides políticas.
Trump y Putin se parecen como un huevo a una castaña, por utilizar un dicho
popular. Por origen, por trayectoria, por arquitectura mental, si al
norteamericano se le puede atribuir tal condición (3).
La politóloga rusa Tatiana
Stanovaya (adscrita a la Fundación Carnegie, cercana al Partido Demócratas y,
como tal, liberal) ofrece una visión más prosaica, menos vaporosa del
entendimiento Trump-Putin. En su opinión, el dirigente ruso pretende atraer a
su colega estadounidense con aparentes concesiones sobre Ucrania con el
objetivo de consolidar un nuevo marco de relaciones bilaterales que beneficien
a largo plazo los intereses de Rusia. Esta visión se antoja mucho más creíble. Según
Stanovaya, Putin pretendería “neutralizar a Estados Unidos en términos
geopolíticos mediante la normalización de las relaciones bilaterales”. El foco
principal de este designio sería la cooperación económica (4).
En ese mismo sentido
circulan otros análisis de los que se ha hecho eco el corresponsal jefe del NEW
YORK TIMES en Moscú, Anton Troianovski, tras asistir a una Conferencia de
Seguridad en Nueva Delhi. Fuentes políticas y diplomáticas rusas encuadran el diálogo
actual con Washington en dos vías paralelas: una dedicada a resolver
diferencias sobre la resolución de la guerra de Ucrania y otra a diseñar el
futuro de las relaciones bilaterales, con preeminencia de ésta última. Los
rusos desean beneficios económicos e industriales de este cambio de rumbo y
para ello están dispuestos a conceder a Trump ciertos “regalos” con los que el
presidente regresado pueda engrandecer su figura internacional, al cabo lo que
más le importa (5).
Estas dos últimas visiones
de la pareja perturbadora cuestiona o disminuye el alcance de esa otra
interpretación, favorita de los doctrinarios liberales, que ven creen ver
afirmarse un eje autoritario planear sobre el amenazado orden mundial.
NOTAS
(1) “Under Trump, the authoritarian age comes into
focus”. ISHAAN THAROOR. THE WASHINGTON POST, 21 de marzo.
(2)https://freedomhouse.org/report/freedom-world/2025/uphill-battle-to-safeguard-rights
(3) “To Russia with Love. The American and Russian
right are aligning. MAGA men are warming about to anti-liberal ideas meaning
from Moscow”. THE ECONOMIST, 20 de marzo.
(4) “What’s the thinking behind Putin’s maneuvering
around Trump?”. TATIANA STANOVAYA. CARNEGIE POLITIK, 19 de marzo.
(5) “For Russia, Trump has a lot to offer, even
without an Ucranian deal”. ANTON TROIANOVSKI. THE NEW YORK TIMES, 24 de
marzo.