15 de Junio de 2016
El
terrorismo tiene una lógica simple: ante la imposibilidad de vencer a un
enemigo más fuerte, hay que intentar que éste se derrote a sí mismo mediante la
generación masiva de miedo colectivo, de renuncia a sus principios, de negación
de sus valores.
Este
diagnóstico no es original ni novedoso. Pero se detecta cabalmente casi siempre
que asistimos a un episodio terrorista. Si, además, responsables políticos o
líderes de opinión se dejan arrastrar, no resisten la intimidación o tratan de
aprovecharse de los acontecimientos, el daño social y moral está garantizado.
El
espantoso atentado de Orlando ha vuelto a poner en evidencia estas
fragilidades. Un crimen cuya motivación aún no parece clarificada (¿homofobia?,
¿terrorismo islamista?, ¿pura frustración individual?) ha sido apresuradamente
utilizado como una herramienta política por extremos opuestos de la narrativa
política: el engendro terrorista islamista y el engendro político Donald Trump.
El
DAESH no reclamó la autoría del atentado pero se felicitó que el autor invocara
su franquicia, no importa con qué fiabilidad, momentos antes de desencadenar la
tragedia. Donald Trump se precipitó a hacer una lectura oportunista, demagógica
y falsaria del crimen. A partir de ese momento, un delito común, por horrible
que sea, se convertía en una (falsa) disputa política.
Esta
impostura es doblemente dañina, porque esconde, margina o evita, una vez más,
el gran debate pendiente sobre sociedad y violencia en Estados Unidos: el
control de las armas de uso individual. Un factor sine qua nom la
tragedia de Orlando no se hubiera producido, o hubiera tenido una dimensión
muchísimo menor. Con escandalosa celeridad, este aspecto de la promiscuidad
armada ha sido relegado del interés mediático y social, salvo en círculos minoritarios,
más decentes o comprometidos con una sociedad más responsable.
La
sarta de barbaridades en la que el candidato republicano ha incurrido tras el
crimen masivo de Orlando demuestra que el personaje es irrecuperable, por mucho
que sus colegas del GOP intenten construir una imagen presentable de él. Solo
algunos notables han resistido la marea de ganar a toda costa y mantienen un
honesto rechazo de lo que este engendro político puede representar para el país
y para el mundo.
El
Presidente Obama ha acertado una vez más al no otorgar, por el cauce del
silencio, que el discurso neofascista de Trump suene como una voz atronadora en
el panorama político y mediático. Que al criticar sus afirmaciones no lo
nombrara, no debe interpretarse como un acto de corrección o de cobardía, si se
quiere; por el contrario, bien podría reflejar el ninguneo que merece.
Lo
más peligroso del estilo Trump, no es la inaceptable combinación de xenofobia
inclemente, patriotismo primate, sexismo vergonzante, nacionalismo ignorante y
agresividad trivializada. Debe preocupar ante todo su capacidad para engañar,
para seducir, para confundir, para arrastrar. Si no contara con ello, todo lo
demás hubiera sido pura anécdota, o una molestia pasajera. Trump reproduce y amplifica, con instrumentos
de persuasión más numerosos y modernos, los perniciosos reflejos primarios
alentados por el nazismo. Importa poco la ideología que diga defender, que, por
otra parte, es inidentificable, por el momento.
El
terrorismo es un factor favorable para la narrativa de Trump. Como lo es para
las distintas corrientes del nacionalismo europeo y de otras latitudes. Nada
mejor que la amenaza de la violencia externa para justificar la interna. Ante
el terrorismo, el autoterrorismo: que no mata personas, pero sí
principios, valores, derechos.
De
la misma manera que Estados Unidos se niega a afrontar el control de las armas
del uso individual, por desproporcionadas que sean para el supuesto fin que se
invoca, la defensa personal, en Europa se forja un discurso tramposo contra la
inmigración o el peligro exagerado del islamismo extremista. Se descuidan o se
minimizan otros riesgos mayores, no tanto por su potencia de fuego, por así
decirlo, sino por su capacidad de destrucción y perversión del tejido social. Veamos
los últimos ejemplos.
Francia
está sometida a la angustia de un macro atentado terrorista islamista por la
celebración de la Eurocopa de fútbol. Las fuerzas de seguridad e inteligencia
están abrumadas por el control y la vigilancia de centenares de potenciales
terroristas. Uno de ellos ha matado ya, a un policía y a su compañera, y sembró
el terror al amenazar, durante horas, con ejecutar al hijo de las víctimas, un
niño de 3 años, y pronosticar que la Eurocopa "será un cementerio".
Días
antes, hinchas rusos e ingleses arrasaron Marsella en una orgía de violencia de
la que puede decirse cualquier cosa menos que fue inesperada. Esa especie de
terrorismo vulgar, al que se entregan esos fanáticos no se esconde, no
conspira: es exhibicionista, retador. Pero deja una sensación de impunidad
intolerable.
La
posibilidad de un atentado en Francia estas semanas debe tomarse en serio, muy
en serio. Pero esa violencia callejera, ebria y bípeda también es un fenómeno
cierto, que se repite de forma invariable, en cada acontecimiento deportivo de
cierta relevancia. Se dirá que no es terrorismo porque no está organizado para
crear terror, pero es una afirmación discutible. La confusa violencia de los
hinchas invoca un nacionalismo más primario, salvaje, ciego. Es el apéndice
suelto de un sentimiento de intolerancia creciente. Pero muy peligroso.
Peligroso,
porque los medios tienden a olvidarlo rápido, en cuanto se levanta el polvo y
rueda el balón. Y, sobre todo, porque la sociedad lo trivializa o lo reduce a
un asunto de delincuencia común. No se trata de exagerar, pero tal conducta
contribuye involuntariamente a su pervivencia, su expansión, su nocividad.
Hace
muchos años que las camadas de hinchas son nidos de extremismo, de violencia,
de crimen. Se han creado unidades de investigación especializadas, se han
dispuestos fuerzas de seguridad adaptadas a la amenaza puntual que representan,
se han adoptado medidas administrativas y cautelas de acceso a estadios. Pero
el fenómeno no remite, como se acaba de comprobar. Y no lo hace, no porque esos
individuos sean muy hábiles, sino porque se aprovechan, sin que ellos mismos lo
adviertan, de un caldo de cultivo favorable, no siempre identificado, casi
nunca descifrado. Es el mismo caldo de cultivo que ha generado la derrota auto
infligida. El autoterrorismo.
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