CACOFONÍA EUROPEA

8 de octubre de 2009

Irlanda ha cambiado de posición y ha aceptado ahora el Tratado de Lisboa. Casi todo el mundo se felicita, pero las abruptas dificultades en la gestión de la crisis económica han puesto sordina monumental a esta victoria europeísta conseguida con fórceps.
Los irlandeses han dicho si con más susto que entusiasmo. La crisis les ha destruido las certidumbres sobre su modelo económico y social. Ese espíritu anglosajón y neoliberal, a base de desregulación industrial y financiera, liberalización muy amplia del mercado laboral y baja presión fiscal para atraer inversión extranjera, funcionó durante unos años. Pero la crisis se lo ha llevado por delante. Irlanda sufre el descenso más fuerte del PIB en los últimos meses y el mayor incremento del desempleo en la Unión. Irlanda, en cuyo despegue y desarrollo tanto peso tuvieron las ayudas europeas, llegó a creerse que el crecimiento pasaba por alejarse del modelo social europeo. El desencanto ha favorecido este regreso forzado al redil común.
La ratificación del Tratado de Lisboa en el referéndum de Irlanda causó cierta euforia impostada en Bruselas y una desfallecida satisfacción en las capitales europeas que reman a favor del proyecto. Es evidente que otro No irlandés se hubiera llevado por delante años de esfuerzos y dificultosas negociaciones. Pero las encuestas ya predecían el triunfo del voto afirmativo, por efecto del desencanto y el deseo de protección comunitaria.
Obviamente, la ciclotimia europea habitual está mitigada y regulada por la difícil gestión de la crisis, que opera contra pulsiones demasiado optimistas. Aunque las previsiones apunten hacia la recuperación en los próximos meses, lo cierto es que la desconfianza se mantiene. Los gobiernos y los agentes sociales permanecen en guardia ante un un frenazo brusco, sin descartar incluso el empeoramiento.
En este contexto socio-económico de incertidumbre, el avance institucional europeísta se antoja arduo, pero sobre todo muy ajeno a las preocupaciones de los ciudadanos. Las tres sombras políticas que pesan sobre el despliegue del Tratado de Lisboa tienen un peso menor que los riesgos de involución económica, pero no son desdeñables.
EL SIMULACRO CHECO
La más inmediata se proyecta desde el castillo de Praga, sede oficial de la Jefatura del Estado. Adquiere tono intemperante y parece propio de otros tiempos en los que la vehemencia en torno al proyecto europeo ganaba la partida a la metodología más burocrática ahora imperante. El “thatcherismo” del presidente checo, Vaclav Klaus, convicto y confeso, tiene aires de melodrama político. Recuerda un poco al filibusterismo, esa cultura de maniobras legislativas destinadas a bloquear la aprobación de normas legales en el Congreso de los Estados Unidos. Que Klaus haya instruido a una treintena de senadores afectos para que el Tribunal Constitucional se pronuncie sobre la perturbación que el Tratado de Lisboa puede ocasionar en el ordenamiento jurídico checo resulta de una zafiedad política casi pueril.
Según leemos en el diario checo diario HOSPODARSKE NOVINY (NOTICIAS ECONÓMICAS), a Klaus y sus legiones euroescépticas (numerosas, aunque de combatividad variable, la mayoría menos aguerridas que el presidente), les preocupan, sobre todo, tres elementos del Tratado: la posibilidad de que los gobiernos puedan decidir nuevos dominios por mayoría simple (la famosa “cláusula pasarela” del artículo 48), la Carta de Derechos fundamentales (que abre la puerta a nuevos derechos sociales) y la política exterior común (que desprotege a los checos y otros centroeuropeos de un acercamiento europeo a Moscú).
Klaus es consciente de que no podrá abortar el Tratado y trata sólo de retrasar su firma para llamar la atención. Sobre todo después de que su colega polaco haya bajado los brazos ante la indisimulable presión procedente del Oeste.
EL OBSTÁCULO BRITÁNICO
La otra sombra es el previsible cambio de guardia política en Londres. El líder tory, David Cameron, está atrapado en la promesa del referéndum. El euroescepticismo británico tiene más capacidad de destrucción. No se trata de un fundamentalismo ideológico neoliberal. Eso se ha diluido en gran parte. El peligro reside en la imposibilidad del matrimonio entre las culturas política europea y británica. Los dirigentes políticos de Londres pueden hacer tragar exigencias propias de una pareja de hecho, pero cada vez que se quiere oficializar el vínculo, crujen las costuras. Durante el Congreso anual conservador, los euroescépticos han exigido que se celebre el referéndum, aunque el Tratado de Lisboa haya entrado en vigor. Cameron mantiene la ambigüedad sobre este punto, pero se declara contrario al Tratado y no parece dispuesto a asumir el desgaste que supondría resistir las presiones eurofóbicas.
LAS FALSAS ILUSIONES
Con un cierto aire de revancha, los tories tampoco están dispuestos a que Tony Blair se convierta en Presidente permanente de la Unión. Es una norma no escrita que sin el apoyo del país al que pertenece, un candidato tiene pocas posibilidades de ser designado para el cargo propuesto. Blair despierta recelos de sobra conocidos. Sometió su compromiso europeísta al mismo maltrato que sus convicciones laboristas. Pero las alternativas resultan poco atractivas. Sólo Felipe González iguala –más bien supera- la estatura de Blair. Pero con un portugués al frente de la Comisión, resulta casi imposible esa “iberización” completa del Ejecutivo. Si la elección recae en el holandés Balkenende, significará que la apuesta europea será endeble y la talla política del Presidente estable estará muy lejos de ese “George Washington europeo” que anhelaba Giscard durante la Convención que diseñó la malograda Constitución.
La tercera sombra es la debilidad del liderazgo político. El eje franco-alemán, que algunos quieren ver en fase de sólida reconstrucción, debe todavía demostrar su vitalidad. El gobierno de Gran Coalición podría tener muchos defectos en Alemania (y resultar una losa para la socialdemocracia), pero anclaba y reforzaba el compromiso europeo mucho más que esta alianza escorada a la derecha que ahora se está construyendo. Sobre Gran Bretaña ya se han dado pistas. De Italia, sólo llega descrédito y vacío. En Centroeuropa, reina la desconfianza y el desconcierto. Los nórdicos aportan sensatez, pero también frialdad. Y en el sur, donde se camina a contracorriente política, la brutalidad de la crisis ha apagado los bríos europeístas.
Las divergencias europeas en Pittsburgh han sido apreciables, produciendo un cierto efecto de cacofonía en los analistas más atentos. En las próximas los nombramientos acapararán la atención principal. Pero no habrá que hacerse ilusiones sobre la solidez de las convicciones y la profundidad de las decisiones para enderezar el rumbo de Europa.

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