8 de Mayo de 2014
El
agravamiento de los actos de violencia en el sector oriental de Ucrania
recuerda en cierta medida al inicio de las guerras yugoslavas de los noventa,
aunque también se pueden identificarse factores diferenciadores.
LAS
SIMILITUDES
La invocación de los derechos de las nuevas
minorías. Tanto en su día en Bosnia, Croacia y finalmente Kosovo como ahora
en Ucrania, grupos étnicos o de población que se sentían protegidos e
identificados con el Estado del que eran ciudadanos (Yugoslavia o la URSS),
percibieron que la nueva realidad política en la que pasaron a vivir suponía
una amenaza para sus derechos, su lengua, su cultura o, en el caso yugoslavo,
su religión.
En
Ucrania, el factor que ha generado mayor combatividad ha sido la lengua. Es
cierto que (como ocurría en Yugoslavia), la propaganda ha generado mucha
confusión y contribuido notablemente al enfrentamiento. En la contienda
serbo-croata, el problema era el alfabeto (cirílico, el serbio; latino, el
croata), aunque el nacionalismo croata se empeñó en destacar supuestas
diferencia idiomáticas que no pocos intelectuales han refutado como una pura
invención o, en el mejor de los casos, como una manipulación grosera.
En Ucrania,
gran parte de la población es bilingüe. Pero la torpeza del nuevo gobierno de Kiev,
aboliendo el estatus del ruso como lengua oficial ha alimentado los
sentimientos de ultraje de los núcleos de población del este y sur que se
expresan preferentemente en ruso.
Contrariamente
a Yugoslavia, la religión no ha sido un factor de confrontación, aunque sí ha
estimulado el nuevo nacionalismo ruso que ha impulsado a Putin a poner en
marcha esta campaña de recuperación del prestigio de Rusia y la evocación de
los sueños de grandeza de la época dieciochesca de Catalina la Grande, resumida
en la divisa ‘Nueva Rusia’.
El uso abusivo de la propaganda. Otro
aspecto que nos permite encontrar en la crisis de Ucrania ciertos ecos
yugoslavos es la utilización de etiquetas descalificadoras vinculadas a dramas
del pasado, y en particular a la Segunda Guerra mundial.
En Yugoslavia,
para las poblaciones serbias rebeldes, los dirigentes del nuevo Estado croata
eran todos ‘ustachas’, es decir los
militantes de extrema derecha que colaboraron con la ocupación nazi y
establecieron una República títere de Hitler en Croacia, bajo la jefatura local
de Ante Pavelic. Por el contrario, las autoridades de Zagreb consideraban a los
rebeldes serbo-croatas o bien como comunistas y nostálgicos del Estado
moribundo fundado por Tito, o, más frecuentemente, como ‘chetniks’
(milicianos partidarios de la declinante monarquía serbia). Este último término
lo utilizaba el gobierno de Sarajevo para calificar a los rebeldes
serbo-bosnios, mientras éstos despreciaban al gobierno y el ejército bosnios
con el apelativo de ‘turcos’, en referencia a la potencia otomana ocupante de
suelo serbio durante siglos.
En Ucrania, los
rebeldes pro-rusos, engrasados por los medios próximos al Kremlin, califican
sistemáticamente de ‘fascista’ al
gobierno de Kiev, El peso adquirido por la ultraderecha ucraniana durante las
protestas de Maidán, en los confusos acontecimientos
que precipitaron la torpe huida de Yanukóvich y el cambio de régimen han
favorecido este discurso de mistificación y propaganda. Al contrario, las nuevas autoridades de Kiev
deslegitiman completamente el malestar de la población del este y del sur más
cercana sentimental y culturalmente a Rusia y considera a sus activistas sólo
como ‘marionetas del Kremlin’.
LAS
DIFERENCIAS
La secuencia temporal. En el caso
yugoslavo, la rebelión del grupo de población que se habían convertido en
minoría en el nuevo Estado se produjo en las primeros semanas
(Croacia) o meses (Bosnia) de la independencia. En Kosovo, el levantamiento armado de la población albanesa desencadenó la intervención militar y paramilitar serbia de forma inmediata.
Por el contrario, en Ucrania han pasado quince años desde la desintegración de la URSS y el nacimiento del país como Estado independiente, aunque la comunicación entre las dos partes del país (occidental y suroriental) no haya sido siempre fácil.
Por el contrario, en Ucrania han pasado quince años desde la desintegración de la URSS y el nacimiento del país como Estado independiente, aunque la comunicación entre las dos partes del país (occidental y suroriental) no haya sido siempre fácil.
El peso del apoyo exterior. En el caso
yugoslavo, las rebeliones de la población serbia en Croacia (en las regiones de
Krajina, Eslavonia y Srem occidental) o en Bosnia (en torno al núcleo
occidental de Banja Luka, el corredor septentrional de Posavina, casi toda la
franja oriental fronteriza con Serbia, partes de la meridional Herzegovina y la
propia Sarajevo) contaron inicialmente con el apoyo del Ejército Federal
Yugoslavo, cuya oficialidad era predominantemente serbia, y con la propia
República de Serbia, que mantuvo la ficción del Estado de Yugoslavia durante
algún tiempo, con la única colaboración de Montenegro. El aislamiento creciente,
primero de la cada vez más fantasmal Yugoslavia, y luego de la propia Serbia,
redujo el apoyo externo de los insurgentes hasta debilitar notablemente su
causa, aunque contara siempre con una defensa diplomática, irregular y poco
eficaz, de Moscú.
En
cambio, en el caso de las entidades que están surgiendo en el este de Ucrania,
es innegable no sólo el respaldo, sino el concurso efectivo de Rusia, ahora
mucho más fuerte y con más recursos económicos y políticos que en los noventa. Una
posible acción militar directa por parte de Moscú en defensa de la causa ‘pro-rusa’
no está garantizada, ni mucho menos, a corto plazo, a pesar de las señales
alarmistas de los sectores más belicistas en Kiev, Washington y los países de
Europa oriental que estuvieron bajo regímenes comunistas. Pero tampoco puede
descartarse completamente, contrariamente a lo que sostiene el Kremlin en todos
y cada uno de sus resortes diplomáticos y propagandísticos.
La dimensión estratégica. Sin restar
importancia a las consecuencias de las guerras yugoslavas, en particular para
el futura de la nueva Europa tras el final de la ‘guerra fría’, lo que se está ventilando en Ucrania tiene mayor
trascendencia estratégica. A Rusia le importaba mantener unos gobiernos amigos
en los Balcanes, entre otras cosas para limitar la influencia de Alemania en la
región. Pero el destino de Yugoslavia no tenía una importancia decisiva para el
porvenir de Rusia.
En Ucrania,
por el contrario, Rusia entiende que está en juego su propia viabilidad como
potencia regional de primer orden. Algunos incluso creen que detrás de las
acciones rusas se encuentra el oscuro designio del Kremlin de reconstruir,
sobre otras bases, el derrocado poder soviético. Automáticamente, esto obliga a
Washington y a Europa a una implicación intensa, aunque de momento es evidente
la falta de consenso sobre la respuesta más adecuada a Moscú, como se ha puesto
de manifiesto en la actitud sobre las sanciones.
Pero además,
que Rusia sea una potencia asiática confiere a la crisis una dimensión
planetaria y no sólo europea, como se explicaba en un artículo anterior. En
definitiva, Ucrania reproduce algunos mecanismos de las guerras yugoslavas, pero
aporta una dimensión estratégica mucho más amplia e inquietante.
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