EL ESTAMPIDO DE LOS BÚFALOS Y LA SONRISA DE LAS HIENAS

23 de noviembre de 2016
                
Después de Estados Unidos, Francia. El interés político, la curiosidad ciudadana y el morbo mediático harán la travesía atlántica en los próximos meses. Pero muy poco a poco. El foco seguirá puesto durante unas semanas más en América hasta comprobar si lo de Trump adquiere dimensiones de terremoto o se reduce a una farsa sin disfraces. El nuevo presidente de los Estados Unidos habrá agotado esos primeros cien días (tópicos más que míticos) para cuando se esclarezca si Francia confirma el triunfo del malestar como proyecto político o se impone la válvula de seguridad del sistema tradicional.
                
Estos días se libran en Estados Unidos las escaramuzas de los nombramientos, la reorientación de los planes y estrategias de gobierno y el equilibraje de discursos; mientras, en Francia se empiezan a decantar las batallas de las primarias, con algunas sorpresas, que por repetidas, cada vez lo son menos.
                
Estados Unidos y Francia, cada cual por razones propias y con pesos muy diferentes, son referencias políticas inesquivables, anclajes poderosos en la conformación de tendencias y en la generación de ánimo ciudadano y de narrativas públicas.
                
Después del triunfo de Trump, una victoria en Francia de la candidata del Frente Nacional, Marine Le Pen, multiplicaría el efecto de shock, profundizaría la sensación de crisis en el sistema liberal actual y desencadenaría una oleada de visiones catastrofistas.
                
Ya casi nadie se atreve a hacer pronósticos ni a mencionar encuestas como referente de autoridad. Se admite que Le Pen puede confirmarse como candidata más votada en la primera vuelta electoral, pero, como ocurriera hace diez años, el fantasma de la ultra derecha victoriosa se neutralizaría mediante un pacto entre derecha e izquierda convencionales.
                
Ese escenario es muy probable. El más probable, tal vez. Pero no se trata de una solución, o una salida, neutra. En ese pacto de las fuerzas convencionales, la izquierda va a resultar perdedora, casi con toda seguridad, porque a estas alturas del desarrollo político se antoja muy difícil que alguno de los varios candidatos visibles pueda obtener más votos en la primera vuelta que el vencedor de la disputa liberal-conservadora, ya sea Fillon o Juppé.
                
Estos dos políticos de la derecha francesa han acabado con Sarkozy con facilidad pasmosa. El expresidente, que hasta hace sólo unos meses se relamía públicamente con la inevitabilidad de su retorno, ha sido víctima de su inconsecuencia política y ha terminado intoxicándose con su propia propaganda. El coqueteo con algunos de los valores ensalzados por la extrema derecha para apropiarse de ellos y ofertarlos en su candidatura con mayor respetabilidad ha resultado una estrategia catastrófica para sus ambiciones de reentrée. Sarkozy se ha ganado a pulso un puesto en el panteón de cadáveres ilustres de Francia.
                
El principal beneficiario de la megalomanía sarkozita parecía que iba a ser Juppé, quien, sagaz y superviviente como pocos de su generación, construyó una narrativa centrista para refutar la estrategia del expresidente y enemigo declarado en la vieja y ya casi olvidada familia gaullista. Se las prometía muy felices con su discurso de barrera frente a la tentación Trump, como garante frente a la amenaza de oleada frentenacionalista. Ni su equipo ni la mayoría de los sondeos preveían hasta hace sólo unos días que su candidatura perdía fuelle irrremediablemente.  Pero, al cabo, ¿qué credibilidad tienen ya los sondeos políticos? ¿Por qué no se acometen las urgentes revisiones de su funcionamiento, los cambios de metodología o la imparcialidad de sus patrocinadores?
               
El vencedor del primer asalto en la contienda conservadora francesa, François Fillon, es el anti-Trump. No por sus credenciales progresistas: al contrario, es un conservador acreditado, un político que no esconde su adscripción a los valores sociales más tradicionales, apegado a un catolicismo sin complejos. Incluso se permite defender criterios neoliberales, a pesar del naufragio de esta corriente y de los millones de cadáveres sociales que ha dejado por toda Europa y el resto del mundo. Pero es un hombre serio, previsible, sensato y razonable. No es un fantasma, no es un payaso, no es un farsante. Es el exponente más tradicional de un estilo reconocible. Un político un poco a contracorriente. Primer ministro durante cinco años con Sarkozy, terminó hastiado y fatigado del estilo bombástico de su patrón. Primero se desmarcó de él, luego se separó con cierta claridad y, finalmente, se colocó enfrente de sus ambiciones de retorno. Todo ello, eso sí, con su proverbial discreción. Haciendo el ruido estrictamente necesario y conveniente.
                
No es seguro que Fillon confirme su espectacular remontada y mande a Juppé al mismo lugar donde ya Sarkozy entorna los ojos. El mejor escudero del expresidente Chirac cree todavía poder rescatar su mensaje centrista (o pseudo-centrista), que lima los aspectos más ásperos del neoliberalismo económico y del conservadurismo social de su rival. Juppé promete lo mismo, o casi lo mismo que Fillon, pero en dosis menos severas, más tragables -o eso pretende- por el electorado centrista, incluyendo la izquierda pálida, pragmática o resignada. Si Juppé suspira por el voto del electorado socialista en una eventual segunda vuelta contra Le Pen, es porque la derecha francesa da por descontado que el Partido Socialista consumará de nuevo lo que constituye su auténtica especialista en el panorama europeo: el suicidio político.
                
No es que los socialistas franceses no tengan candidato. Tienen al menos tres, de momento. Que deberían ser cuatro, si el presidente Hollande, de buena gana o forzado por la responsabilidad histórica, al aquelarre en marcha. Y eso, sin  contar al escapista Macron. El Marco Bruto del actual inquilino del Eliseo se presenta como convertido a una confusa cruzada de inventiva política que, de oler a algo, huele a liberalismo con rostro amable. Desde la izquierda, ecologistas, radicales, comunistas o neo-izquierdistas hacen aún más complicado acordar un cabeza de cartel unitario para disputarle a la derecha el orgullo de frenar al Frente Nacional. Es decir, de impugnar una conexión atlántica maldita Trump-Le Pen.
                
Cuando todos estos remolinos se resuelvan en la acometida final de mayo, el nuevo Presidente norteamericano puede haber cometido tantas barbaridades que Marine Le Pen haya tenido que escenificar renuncias expresas de su simpatía por el neófito rebelde contra el establishment. El influjo Trump podría tornarse en hipoteca o hándicap indeseable para los ultranacionalistas galos. Sería paradójico que lo que ahora se contempla con inquietud notable terminara convirtiéndose en un factor que contribuyera decisivamente a salvar a Francia del bochorno de una xenofobia triunfante.

                
Sin embargo, parece más probable que Trump se acomode a un curso derechista más convencional, menos conflictivo, con ciertos toques de extravagancia y mal gusto, pero diluibles en una previsibilidad política sin demasiadas líneas de fracturas en el sistema. Algo así podría capitalizarlo la derecha francesa como los límites del aventurismo populista. Después de todo, el equipo ultra de Trump que vamos conociendo se asemeja más a la sonrisa de las hienas que al estampido de los búfalos.              

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