11 de julio de 2018
Que
no haya sorprendido a cualquiera mínimamente informado no impide que la tronada
de Donald Trump contra sus aliados atlánticos en Bruselas deje de ser asunto de
interés máximo en Europa. La OTAN soporta fuego interno, del principal socio,
en un momento especialmente inoportuno, si es que alguno pueda ser oportuno en
una alianza político-militar. Trump regaña a los amigos y éstos temen que se entregue
a los abrazos con Putin en Helsinki, capital evocadora de las más célebres ambigüedades
durante la guerra fría.
La
OTAN atravesó momentos de incertidumbre tras el derrumbamiento de la URSS, ante
las dudas razonables sobre la necesidad de su mantenimiento, desaparecido el
enemigo que había justificado su creación en 1949. La amalgama de intereses
políticos, económicos, empresariales y militares que sostienen la organización
encontraron la manera de justificar su viabilidad por los desafíos que los
nuevos escenarios posguerra fría planteaban.
Se
realizaron interpretaciones libres o dudosas del Tratado de Washington, se formuló
un nuevo concepto estratégico muy
dinámico (adaptado a una coyuntura muy variable) y se convino en definir un “nuevo
orden internacional” que transformaba la naturaleza misma de la Alianza. En
efecto, en lugar de un pacto contra alguien (la URSS), una especie de gran
compañía de seguridad para amigos y exenemigos: una nueva arquitectura de
seguridad continental, ahora euroasiática. Con este planteamiento se inició el
crecimiento de la OTAN, como efecto ineludible esa nueva visión optimista (no
necesariamente realista).
Pero
esa oferta de brazos abiertos no fue una barra libre. A los países satélites se
les recibía con entusiasmo (más aún: se les invitaba a entrar), pero para la
heredera de la URSS se orquestó un procedimiento más alambicado (un Consejo de Cooperación). Entre otras
cosas, porque la nueva Rusia nunca se sintió cómoda como un “aliado externo”,
cuando había sido uno de los polos del poder militar en Europa durante medio siglo.
Tampoco
Moscú tragó de buena gana que sus antiguos satélites se convirtieran en entusiastas
conversos de los antiguos enemigos. A medida que las ilusiones del proclamado
por Bush Sr. como “nuevo orden internacional” se convertía en creciente
desorden y en Rusia se imponía el nacionalismo como confusa referencia
ideológica, la nueva Pax europea se
agrió.
Superado
el shock económico, político y social
de finales de los noventa, la flamante Federación Rusa comenzó a resurgir, engrasada
por las retribuciones de sus materias primas en los nuevos mercados y alimentada
por el sentimiento de orgullo patrio inducido desde el Kremlin. La alianza
entre los viejos aparatchiks de
seguridad y los nuevos ricos (oligarcas) que surgieron de la delincuente privatización
y otros procesos de “transición a la economía de mercado” fue la base de la
nueva Rusia de Putin, un personaje de segunda fila convertido en el ‘cirujano
de hierro’ que numerosos sectores de la torturada
sociedad rusa anhelaban.
La
crisis chechena fue la oportunidad que el proyecto encabezado por Putin
necesitaba para iniciar el camino de regreso a los esplendores de antaño. Años
después, la intervención en Georgia (sesgadamente contada en los medios
occidentales), acabó definitivamente con el nuevo orden. Empezó a hablarse del regreso
a la “guerra fría”, o de otra “guerra fría”, distinta de la anterior, pero
igualmente inquietante. La evolución de este enfriamiento en Europa es conocida
y tiene en Crimea su punto de referencia fundamental, definitorio. La visión
que en Occidente se ha venido construyendo sobre la actual política exterior de
Rusia (ambiciosa, asertiva, sin complejos) ha colocado el debate sobre la
seguridad europea (y global) bajo la perspectiva de la confrontación. De
Gorbachov a Putin: treinta años de un recorrido en círculo.
... Y EN ESO LLEGÓ TRUMP
El
actual presidente norteamericano tiene la insólita virtud de destrozar casi todo lo que toca (e incluso lo que no
toca). Y uno de los estropicios más sonoros ha sido el manotazo al mecano de la
seguridad europea, que era, hasta ahora, uno de los elementos más sólidos del
llamado “orden liberal internacional”.
Con
su simplista fórmula del America First,
Trump ha atentado contra la noción misma de alianza. El presidente-hotelero no
es capaz de ver más allá de la relación cliente-proveedor, ni tiene otra
referencia que el contrato o la factura. No puede apreciar las ventajas para EE.UU.
de una Europa segura o confiada si no le cuadran las cuentas, es decir, si los clientes
no pagan lo que consumen. Lo decía antes de ganar la mayoría de los votos del
Colegio electoral y lo ha seguido machaconamente recordando en sus tuits y otros conductos de sus regañinas
(1) .
El
mensaje de Trump a sus socios europeos es simple: Ustedes disfrutan del producto
militar, Estados Unidos paga el coste y, en señal de “agradecimiento”, nos devuelven
una estructura comercial que nos hace soportar un déficit de miles de millones
de dólares. Poco importa que el singular empresario sea poco riguroso con las
cifras o que haga lecturas tramposas de las balanzas comerciales. Se mantiene
en sus trece, pese a todos los intentos de sus colegas por encauzarle hacia una
discusión más racional (2).
EL
DEBATE SOBRE EL ESFUERZO EUROPEO EN DEFENSA
Estrategas
y cabezas de huevo de la seguridad
occidental admiten que algo de razón lleva Trump en sus reproches. Sus
antecesores en la casa Blanca no han dejado de reclamar un reparto más equitativo
de la factura. Pero lo han hecho con diplomacia, con tiento, sin poner en
peligro la solidez de la alianza. A Trump no le van esos modales. Habla para
los americanos que no gozan de las virtudes de la finura, que no gustan de
entretenerse en los detalles.
Algunos
especialistas llevan años planteando modificar el sentido del debate. El
verdadero problema de la OTAN, argumentan, no es que los aliados europeos gasten
poco o menos de lo que deberían en defensa, sino que gastan mal. Lo peor de la
presión de Trump sería que esos países aumentaran sus gastos militares, pero lo
hicieran en lo que no deben (3).
Hubo
un tiempo en que las iniciativas europeas de defensa, casi siempre impulsadas
por París, suscitaban recelos no sólo en Washington o en Londres, si no en Berlín
(o Bonn, en su día), porque se contemplaban como rivales. Ya no. Y Trump ha
ayudado a desvanecer esos temores. Merkel no lo pudo decir más claro tras
visitar la Casa Blanca el año pasado: los europeos tenemos que empezar a garantizar
nuestra propia seguridad (4).
En
los últimos años se ha avanzado en una iniciativa de defensa europea autónoma
basada en la integración de las fuerzas armadas nacionales, la compatibilidad
de armamento, recursos, dispositivos y estructuras
de mandos (5). Ese esfuerzo se ha hecho sin ignorar a la OTAN. Al contrario, la
Alianza ha reforzado sus capacidades lo más cerca posible de la frontera rusa. Ha
crecido y se ha hecho más flexible la fuerza de intervención rápida, con un ojo
puesto en los débiles estados bálticos, se está planificando un dispositivo
similar para Polonia y ya se plantea un esfuerzo de parecido alcance para las
regiones del Mar Negro y los Balcanes (6). Se van a crear dos nuevos mandos
para la defensa adelantada y a reforzar la ciberseguridad para las amenazas
informáticas, la guerra futura (presente, en realidad. No en vano, se avanza en
el cumplimiento del compromiso de Gales (2004) de aumentar las inversiones
militares de los países miembros hasta llegar al 2% de PIB en 2024. Ocho
aliados ya han alcanzado ese umbral.
Alemania,
principal objetivo de los ataques de Trump, ha hecho un esfuerzo notable. Después
de un lustro de incrementos ininterrumpidos, el presupuesto militar se ha
elevado a 38,5 mil millones de euros, todavía medio punto por debajo del objetivo
fijado en Gales. Los socialdemócratas han opuesto resistencia, porque sus líderes,
militantes y mayoría de votantes no terminan de entender esta necesidad, cuando
hay desafíos sociales más apremiantes, pero casi la mitad de los alemanes,
quizás contagiados de la fiebre nacionalista, parece ver con buenos ojos estas “atenciones”
hacia sus fuerzas armadas, aunque consideren al señor Trump como el mayor
peligro actual para la paz mundial (7).
Pero
a Trump no le van los proyectos a largo plazo. No piensa estratégicamente. No
se lo permite su visión populista y egomaníaca.
Trabaja en corto y quizás no se vea mucho tiempo como Presidente. Esa es, tal
vez, la mejor noticia para la Alianza Atlántica: que la tormenta perfecta del
fuego amigo sea efímera.
NOTAS
(1) “Why NATO matters (Editorial)”. THE NEW YORK
TIMES, 8 de julio.
(2) “Worried NATO partners wonder if Atlantic allies
can survive Trump”. JULIAN BORGER. Editor-Jefe de Internacional. THE GUARDIAN,
8 de julio.
(3) “Trump’s meaningless debate on NATO spending
debate”. JEREMY SHAPIRO (Director de Investigación del Consejo Europeo
de Relaciones Internacionales), 9 de julio.
(4) “NATO allies prepare to push back at Trump
(but not too much)”. STEVEN ERLANGER. Corresponsal diplomático en
Europa. THE NEW YORK TIMES, 9 de julio.
(5) “Letting
Europe go on its own way. The case for strategic autonomy”. SVEN
BISCOP (Director del departamento de Europa del Instituto Egmont de Relaciones
Internacionales de Bruselas). 6 de julio.
(6) “NATO in the age of Trump”. JULIANNE SMITH
Y YIM TOWNSEND. FOREIGN AFFAIRS, 9 de julio.
(7) “Spare a thought for the Bundeswehr”. ELISABETH
BRAW (Centro para el análisis de la política europea). FOREIGN POLICY, 9 de julio.
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