TRUMP, APRENDIZ DE BRUJO

7 de agosto de 2019

                
Las matanzas de estos últimos días en las ciudades norteamericanas de El Paso (Texas) y Dayton (Ohio), con el resultado de 30 muertos, son las últimas en una larga cadena. En lo que va de año, se ha registrado más de un tiroteo masivo diario en los Estados Unidos (1).
                
Estos actos de violencia gozan de una incomprensible negligencia. El poder legislativo renuncia deliberadamente a todo intento, incluso parcial y limitado, de controlar la venta y posesión de armamentos de uso privado, alegando una obsoleta segunda enmienda constitucional que garantiza el derecho a la autodefensa armada. Las matanzas generan reacciones de conmoción, duelo y rabia, que se disipan al poco tiempo. No así la  voluntad política y social de mantener inatacable una de las causas principales del problema.
                
Durante mucho tiempo se ha sostenido que se trataba de actuaciones individuales provocadas por el desequilibrio mental, temporal o duradero, de sus autores. Pero es una concepción discutible (2). De un tiempo a esta parte, han crecido las motivaciones ideológicas. Lo que permite hablar de actos terroristas.
                
EL AUGE DEL TERRORISMO BLANCO
                
Según el FBI, el 40% de los 850 casos de terrorismo interior están inspirados por personas o grupos con planteamientos ideológicos o raciales extremistas y violentos; y de éstos, la gran mayoría han sido cometidos por personas relacionadas con el supremacismo blanco (3). De ahí que numerosos líderes sociales hablen de terrorismo racista blanco, denominación que han empezado a emplear ya también algunos dirigentes políticos más críticos, como la precandidata presidencial demócrata Elisabeth Warren.
                
Expertos en terrorismo internacional con Will McCants o John Berger ven similitudes entre el yihadismo del Daesh y este terrorismo racista blanco: la lucha de civilizaciones, la visión apocalíptica, la teatralidad de las acciones violentas, el reclutamiento a través de las redes sociales, la sacralización de las acciones heroicas de combatientes solitarios, etc. (4).
                
El riesgo mayor para la seguridad nacional norteamericana no son los yihadistas que querrían volar tantas torres gemelas como pudieran. Tampoco los cohetes intercontinentales con carga nuclear de Kim Jong-un. Mucho menos la falsa ambición iraní de controlar Oriente Medio. No desde luego la supuesta pretensión rusa de romper la Alianza Atlántica o interferir en los procesos electorales  occidentales. Ni siquiera el designio chino de convertirse en la potencia económica dominante en el siglo XXI y eternizar el modelo político autoritario de un Partido Comunista reconvertido en una formación nacionalista.
                
En realidad, la mayor amenaza a la seguridad de los ciudadanos norteamericanos es esta “violencia pistolera” (gun violence), como ha dicho alguien tan poco sospechoso de izquierdista como el exgeneral John Allen, jefe en su día de las fuerzas militares en Afganistán y hoy presidente del think tank Brookings (5).
                
En medios sociales y políticos hay una creciente preocupación por el discurso presidencial de afinidad con el  grupo más activo en la ejecución de los delitos violentos: la ultraderecha blanca. Desde el comienzo de su mandato, Donald Trump ha pregonado ruidosamente su pretensiones de levantar muros para impedir la llegada de inmigrantes, obstaculizar el derecho al refugio o asilo, separar a niños migrantes de sus padres, prohibir u obstaculizar la visita de extranjeros o criminalizar a las personas por su raza, color o cultura.
                
En las últimas semanas, desde que el presidente hotelero se ha convertido en presidente candidato a la relección (incumbent), su discurso xenófobo se ha reforzado y ampliado hasta convertirse en abiertamente racista. Al desprecio por los extranjeros se ha unido la injuria, el hostigamiento verbal y la ridiculización de los propios nacionales que no responden al patrón blanco aún dominante.
                
En su absurda y peligrosa deriva, el ocupante de la Casa Blanca ha llegado a defender la expulsión de cuatro congresistas demócratas cuyo origen étnico o religioso no es el de la mayoría blanca. Ayanna Presley (afroamericana de Massachussets), Ilham Omar (de origen somalí, elegida en Saint Paul, Minnesota), Rashida Tlalib (hija de palestinos, diputada por Michigan) y Alexandria Ocasio-Cortez (puertorriqueña de origen, estrella emergente de la izquierda demócrata y representante por el cuarto distrito de Nueva York) constituyen el denominado squad (equipo) progresista. Son la punta de lanza del sector más izquierdista de los demócratas, frente al liderazgo tradicional, vetusto y contemporizador del Partido.
                
En el “otro lado del pasillo”, los republicanos vacilan. A muchos les repugna esta utilización oportunista del nacionalismo blanco que ejerce su teórico líder político. Pero pocos se atreven a denunciarlo en voz alta. El Great Old Party está secuestrado moral y políticamente por Trump, como antes lo estuvo por el tea party.
               
UNA COMPLICIDAD IRRESPONSABLE
                
Desde sectores más críticos han arreciado los comentarios que atribuyen a Trump una clara responsabilidad por justificar y alentar a los propagadores de los mensajes de odio racial y rechazo al inmigrante, refugiado, extranjero o ciudadano norteamericano perteneciente a alguna de las minorías. La matanza de El Paso ha sido ejecutada por un joven que se declara portador de la misión blanca de defender a Estados Unidos de la invasión migratoria. Mantra preferente del presidente-candidato. A falta de soluciones reales para esos sectores sociales frustrados por la globalización, la creciente desigualdad y otras debilidades estructurales del sistema, Trump recurre al chivo expiatorio étnico, racial y religioso.
                
Hay una conexión alarmante entre los tweets y mítines del presidente-candidato y las proclamas nazi-fascistas de los años treinta. Presionado por la alarma social generada estos últimos días, Trump atribuyó las matanzas a la insania mental de sus autores y condenó el supremacismo racista y el fanatismo que sirven de sustento a estas aberraciones. Pero omitió la necesidad de imponer controles al uso individual de armamento y, por supuesto, eludió su responsabilidad, al intentar desmarcarse de una corriente que él ha contribuido a cultivar.
                
Este comportamiento revela la personalidad política del presidente-hotelero. No actúa motivado por ideas políticas propias y sólidas, sino por oportunismo. Se apunta a lo que intuye que le da votos y, sobre todo, popularidad y notoriedad. Como la vanidad es el motor de sus actuaciones, no puede ser un líder discreto o adecuado a las exigencias de su cargo. Asume un “orden de batalla”, una actitud beligerante y explosiva, y emplea sin mesura ni responsabilidad los numerosos y poderosos instrumentos que tiene a su alcance para hacer ver que sólo él puede hacer realidad esos extravíos sectarios y racistas del ultranacionalismo blanco. Después de erigirse en pirómano mayor, pretende ahora oficiar de bombero en jefe. En definitiva, se ha convertido en un aprendiz de brujo.


NOTAS

(1) “Gun violence in 2019, There have been 251 mass shootings in the U.S. in 216 days”. SLATE, 5 de agosto.

(2) “Are video games or mental illness causing America’s mass shootings? No, research shows”. THE WASHINGTON POST, 5 de agosto.

(3) “FBI faces skepticism over its efforts against domestic terrorism”. THE WASHINGTON POST, 5 de agosto.

(4) “White terrorism shows ‘stunning’ parallels to Islamic State’s rise. MAX FISHER. THE NEW YORK TIMES, 5 de agosto; “How does online racism spawns mass shooters”. JAMES PALMER. FOREIGN POLICY, 4 de agosto.

(5) “Gun violence in America: a true national security threat”. JOHN R. ALLEN. BROOKINGS INSTITUTION, 5 de agosto.

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