4 de marzo de 2020
La
contestación interna demócrata por la Casa Blanca ha quedado despejada. Ni
siquiera hizo falta el Supermartes para depurar la abultada lista inicial de
candidatos. Cuando se abrieron las urnas en los 14 estados que reúnen una tercera
parte de los delegados, algunos aspirantes ya se habían retirado (Buttigieg,
Klobuchar, Steyer). La victoria, el sábado, del exvicepresidente Biden en Carolina
del Sur confirmó su arraigo en el votante afroamericano moderado, por el
influjo de Obama.
En
el Supermartes ha ocurrido más o menos lo esperado. Sanders se ha impuesto en el
estado con más delegados de la jornada (California) y también en Utah, Colorado
y en el suyo, Vermont. Biden obtiene el segundo estado, Texas, además de Virginia,
Minnesota, Massachussets y cinco estados sureños. Queda por decidir Maine. Un
duelo repartido, aunque el auge del exvice, favorecido por la retirada previa
de los centristas, le ofrece el impulso esperado. Con su victoria en
California, el candidato socialista conserva sus opciones.
La
mejor candidata, Elisabeth Warren, ha perdido incluso en el estado donde es
senadora (Massachussets), en beneficio
de Biden y es cuestión de horas su retirada. El mil millonario Bloomberg sólo
ha ganado en el mini enclave de Samoa, a pesar de los 500 millones que habían
invertido en su debut electoral: un fracaso sin paliativos preludio del fin.
El
duelo Biden-Sanders será una disputa por el alma del partido. Moderados contra
progresistas. Centro o izquierda. Establishment frente a bases. No será,
como en 2008, una lucha de egos (Obama/Hillary), sino más bien una versión
corregida y empeorada de 2016 (Hillary/Sanders). Empeorada, porque Biden tiene
una estatura y una competencia mucho menor que la única mujer candidata a la
presidencia, hasta la fecha.
MEDIOCRIDAD
VS RUPTURA
La
élite demócrata deposita sus esperanzas de triunfo en un candidato mediocre,
con reflejos políticos escasos, trayectoria gris aunque prolongada, vigor
dudoso y carisma mínimo. Su mayor activo consiste en haber sido el
vicepresidente de Obama, que no precisamente su hombre de su confianza. Más
allá del afecto del contacto, de las horas pasadas juntos, de difusa proximidad
ideológica, en Biden hay muy poco de Obama. Ni siquiera el recuerdo ( ).
En
Sanders se reúne el espíritu de rebeldía de las bases demócratas más combativas,
hartas de las componendas de la dirección, mientras la mayoría se empobrece cada
día. La obsesiva preocupación por ocupar el centro ha dejado sin respuestas a
millones de ciudadanos. La moderación y la templanza no le sirvieron a Obama
para avanzar sustancialmente en la defensa de los derechos y las
reivindicaciones sociales de la mayoritaria clase media baja o de las minorías.
En
2016, Sanders le discutió a Hillary el pulso del partido, movilizó a la
juventud, conectó con los sectores tradicionales de la clase trabajadora
blanca, pero no fue capaz de atraerse a latinos y afros. La poderosa atracción
de los Clinton en esas minorías ancló a los demócratas en ese centro inercial
que es, en realidad, una derecha civilizada, frente al radicalismo cada vez más
acusado de los republicanos.
El
fracaso de Hillary frente a Trump evidenció las limitaciones de la estrategia centrista
de la dirección demócrata. La derrota de la candidata en los estados
industriales en decadencia de los grandes lagos (Michigan, Wisconsin y Minnesota)
le costó la presidencia, pese a lograr tres millones más de votos en el total nacional.
COMBATE
POR EL ELECTORADO FRUSTRADO
Frente
a Trump, Sanders aparece ahora favorito claro en esos lugares claves, un año más,
en la conquista de la Casa Blanca, según los sondeos. El candidato de la
izquierda habla un lenguaje que entienden los perdedores del neoliberalismo de
las últimas décadas. Competirá en el mismo terreno que Trump, pero con un registro
muy diferente, en realidad opuesto, al de Trump. El discurso de la gente guapa
en despachos blindados se ha convertido en sospechoso. Es la hora de la
discusión en la mesa de la cocina.
Biden
juega con la maquinaria partidista a su favor y eso lo convierte, en cierto
modo, en favorito. Pero la lección de 2016 está fresca. La apuesta por lo que
parecía seguro resultó fallida. Los activistas de la izquierda están muy
vigilantes ante cualquiera de las maniobras que el aparato puede realizar para
favorecer al candidato del establishment. Biden tendrá que ser mucho más
convincente de lo que ha sido hasta ahora para despegar, para llegar a
Milwaukee en verano con los deberes hechos. No lo tiene asegurado.
Los
debates han desnudado al exVice. Salvo algunos destellos, no le ha visto
con ideas claras, con reflejos dispuestos. Continuas invocaciones al legado de
Obama. Eslóganes vacíos. Y poco más. El resto ha sido silencios, despistes,
frases hechas, torpes defensas de las invectivas de sus rivales. Biden es un
candidato apático escondido detrás de una sonrisa floja.
Pero
cuenta con el voto del miedo, de la precaución, de la inercia. Pueden acudir a
él todos aquellos que temen el discurso socialista de Sanders, su propuesta por
el cambio, por el crecimiento de los servicios públicos, por una política exterior
más atenta a las necesidades de las sociedades y menos por los intereses de las
élites serviles de Washington.
Sanders,
no lo olvidemos, ni siquiera es miembro del Partido Demócrata. Se une a los
senadores azules en comisiones y bancadas, pero va por libre. Es un
independiente: de carné y de espíritu. Resulta misterioso su predicamento en la
juventud a su edad avanzada. Su estado de salud puede resultar un baldón considerable.
Ha superado un reciente infarto, pero asegura encontrarse en condiciones de
luchar por el liderazgo de la nación. No todos le han creído.
La
ventaja que Sanders tiene sobre Biden en los feudos industriales se invierte en
los enclaves afroamericanos, un sector clave en cualquier victoria demócrata.
Es previsible que Obama, espantado con Sanders, le echa una mano a su antiguo
segundo en ese terreno. Debe pesar considerablemente su influencia, aunque
hasta la fecha el expresidente ha sido muy cauto, quizás por una falta no
confesable de fe en Biden.
La
contestación demócrata ha dejado otra amarga realidad social. No es exagerado
decir que Hillary Clinton y Elisabeth Warren -situadas en latitudes ideológicas
diferentes- han sufrido un sesgo negativo de género. Poco ha importado su
indudable calidad como candidatas frente al prejuicio de buena parte de la sociedad
norteamericana, mucho menos avanzada que la europea en este aspecto.
Como
en otras elecciones, la participación será decisiva. El hartazgo de Trump puede
empujar al electorado demócrata a implicarse este año y no repetir el inmenso
error de 2016. Todo dependerá de la marcha de la campaña, del contraste final
entre los dos aspirantes. La democracia norteamericana envejece aunque la sociedad
sea cada vez más joven y más plural. Una paradoja apasionante.
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