31 de enero de 2018
Hay una suerte de axioma
en Oriente Medio que se repite invariablemente: el final de una guerra no
conduce a la paz sino al comienzo de otra guerra. O a la réplica de la misma
guerra con manifestaciones diferentes pero intercambiables.
Liquidada esa suerte de distopia de un Estado medieval y
fanático en una de las zonas geoestratégicas más sensibles del planeta, emergen
los conflictos enquistados, a los que no se ha sabido, no se ha querido o no se
ha podido encontrar solución.
No se quiere encontrar
solución al conflicto palestino cuando Trump plantea de manera tan torpe,
sesgada o ignorante la cuestión de Jerusalén.
No se puede encontrar una
solución al inestable equilibrio en Iraq, cuando en nombre de falsos peligros,
responsabilidades terroristas ficticias e hipócritas motivaciones, se destruye
un Estado odioso al que previamente se había fortalecido.
Y no se sabe resolver
ahora la guerra inacabada de Siria, donde lo único que parece importar es que Rusia
mantiene su única cabeza de puente regional o que Irán asegura un corredor de
influencia hasta el Mediterráneo.
La guerra contra el Daesh ha concluido con el fin lógico, más allá de unos pronósticos
errados o interesados, que inflaron el riesgo desestabilizador del Califato.
Después de una sucesión de desaguisados, se llega a la situación actual en
que ni las alianzas de medio siglo sirven, o no sirven para lo que han servido
todo este tiempo, es decir, para mantener un engañoso equilibrio.
Desde que en 2015 Putin decidió
apuntalar al régimen sirio, Occidente ha estado buscando la forma de organizar,
adiestrar, financiar, armar y respaldan en foros y despachos un conglomerado
incoherente y autodestructivo de fuerzas opositoras. Sin resultado
satisfactorio.
Cada cual busca sacar
tajada del caos sirio, sin un agente mayor capaz de poner orden, ni siquiera
aparente. Si Assad se mantiene en el poder no es sólo porque Moscú lo haya
propiciado, sino porque sus enemigos se han empeñado en destruirse entre ellos y
no forjar un futuro un poco más racional que acabe con el martirio de la gente.
LA CUADRATURA DEL CÍRCULO
La Turquía erdoganita
es un actor de especial importancia. Durante los tres o cuatro primeros años
del pandemónium sirio jugó un papel
ambiguo y contradictorio. No simpatizaba con el extremismo islámico, pero lo
consideró útil siempre que fuera controlable. Al cabo, los fanáticos
gangrenaban al régimen de Assad y dominaban la franja fronteriza, conjurando el
peligro de un fortalecimiento de los kurdos sirios, aliados de sus congéneres
turcos.
Erdogan sólo lanzó su
potencial militar contra el Daesh
cuando hubo un riesgo cierto de que la alianza anti-Assad liderada por los
kurdos y respaldada por Estados Unidos capitalizara la victoria contra los
extremistas. Lo que años antes parecía muy difícil empezó a tomar forma: un
corredor fronterizo entre Siria y Turquía, entre las regiones de Afrin (al
este) y Rojava (oeste), bajo hegemonía kurda. La peor pesadilla de cualquier
nacionalista turco, civil o militar, conservador o liberal.
La intervención turca del
verano de 2016 frenó ese proyecto autonomista kurdo, que Rusia y Assad no
consideraban el peor de sus problemas. Para ellos, como para Obama, lo primero
era derrotar al Daesh y luego ya
habría tiempo de repartir cartas de nuevo para jugar la siguiente baza.
El cambio de guardia en
Washington aportó lo que menos necesitaba la situación: desorden,
inconsistencia, caos. Durante el pasado año ha sido imposible saber qué planes
tiene la administración Trump en el conflicto sirio, si es que tiene alguno.
Después de elogiar la inteligencia de Putin, sólo para vituperar a su
antecesor, el peculiar presidente actual se ha entregado a la dinámica errática
en sus caprichos, mientras sus colaboradores se contradecían con asombrosa insistencia
(1).
Erdogan ha aprovechado el
desconcierto para resolver unilateralmente el “problema”. En las últimas
semanas ha desencadenado una operación denominada (no es ironía) “rama de
olivo”, con el objetivo de aniquilar militarmente a los kurdos, que llegaron a
controlar 600 de los 900 kilómetros de esa franja fronteriza (2)
Rusia ha dejado hacer a
los turcos. Después de todo, los kurdos no han dejado de ser una fuerza
instrumento, como para Estados Unidos. Serán sacrificados, si no hay más
remedio, si la narrativa de la guerra interminable lo exige. Hasta que vuelvan
a ser necesarios o simplemente útiles (3).
El Pentágono, apoyado por
ciertos think-tanks deudos del establishment, tratan de buscar la cuadratura del círculo
entre la decencia de no abandonar a sus aliados más solventes contra el Daesh (los kurdos) y la conveniencia de
satisfacer las legítimas preocupaciones
de ese aliado molesto, y por momento indeseable, en que se ha convertido esa
Turquía cada vez más nacionalista y autoritaria (4). Soner Cagaptay, un
investigador turco muy escuchado en Washington, afirma que “es hora de los
líderes de la OTAN tengan una franca conversación con Erdogan, a puerta cerrada”
(5).
No es el tiempo de los actores principales en
Oriente Medio. Obama lo vio claro, o lo intuyó, pese a las críticas de los
intervencionistas, a los que el profesor de Harvard, Stephen Walt denuncia con
meridiana lucidez. No hay intereses vitales de Estados Unidos –y, por
extensión, de Occidente- en estas guerras mediorientales.
Ahora que la película de Spielberg sobre los
papeles secretos el Pentágono nos recuerda las mentiras que justificaron la
guerra interminable de Vietnam y los esfuerzos para impedir que se supiera la
verdad, viene a cuento preguntarse si aquello no fue una enfermedad transitoria
que agarrotó a cuatro administraciones, sino la persistente y arraigada manifestación
de una lógica perversa.
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