16 de mayo de 2018
Década
y media después de la invasión norteamericana, dos guerras atroces y batallas
cotidianas sin descanso, Irak sigue sumido en el desconcierto y la inestabilidad,
aunque los años de sobresalto parezcan haber quedado atrás. Las elecciones
generales, relegadas por los medios occidentales a un plano secundario merecen
una atenta cuidadosa reflexión.
LA
SORPRESA AL-SADR
La
sorpresa ha propiciado la recuperación del interés mediático. La victoria del
otrora “enfant terrible” de la socio-política iraquí ha desconcertado a los analistas
y expertos. Nadie aventuró que Moqtada Al-Sadr pudiera resultar el vencedor de
los comicios. Sin embargo, su evolución en estos cinco lustros explica
razonable su éxito actual (1).
El
flamígero clérigo se convirtió en la principal pesadilla de las fuerzas
norteamericanas de ocupación después de la derrota y eliminación del aparato
baasista. Bush (W.) puso precio simbólico a su cabeza. “Un solo hombre no puede
comprometer la paz de un país entero”, dijo de el presidente que promovió la
guerra causante de cientos de miles de muertos.
Sadr
organizó a los millares de pobres de los barrios periféricos de Bagdad, Basora y
otras ciudades en una fuerza político-militar denominada Ejército del Mahdi (el
mesías shií por venir). Ante las masas seguidoras del culto al yerno
del Profeta, el joven clérigo se convirtió en heredero militante y abrasivo de la autoritas familiar (los ayatollahs Sadr), acuñada durante años
de lucha y martirio contra el laico y sunni Saddam Hussein. De ahí que su principal
feudo, el turbulento suburbio de Saddam City, fuera rebautizado como Sadr City,
en honor a la familia más venerada del shiismo
iraquí.
La
intervención norteamericana no privó a Sadr del discurso encendido, sino al
contrario. Para él y sus seguidores, no era aceptable derrotar una tiranía para
sustituirla por una ocupación extranjera. Mientras Washington se empeñaba en lubrificar
y pastorear a una clase política atenta a sus intereses, Moqtada el Sadr se
convertía en la piedra angular de una contestación radical y violenta.
La
presión norteamericana y el lento pero inexorable control de la seguridad por
las fuerzas regulares aminoró el vigor de las milicias del Mahdi. Luego, la insurgencia sunní, primero bajo la divisa de Al
Qaeda y luego con la renovada marca del ISIS oscureció la influencia de Al-Sadr.
El
joven clérigo maduró en esos años de relativo ostracismo. Poco a poco fue variando
su discurso y tomando distancias con Irán, centro de peregrinación permanente
en su etapa inicial de activismo. Sus milicias no participaron activamente en
la contraofensiva contra el Daesh,
protagonizada por el Ejército regular y, en los momentos más atroces, por las
milicias más claramente proiraníes agrupadas en las Fuerzas de Movilización
Popular.
En
los últimos años, el discurso de Al-Sadr había virado del sectarismo shií y la
lealtad al santuario iraní hacia posiciones más claramente nacionalistas, en
sintonía con el gran santón del chiismo iraquí, el ayatollah Alí Al-Sistani, que nunca ha aceptado el dominio de Iran
en cualquiera de los ámbitos del estado o la sociedad iraquíes. Esta evolución le
llevó a escuchar a los saudíes, a no oponerse a una presencia reglada de los
norteamericanos, a colaborar con los iraníes sin imposiciones, a entablar
cauces de diálogo con los líderes sunníes moderados y con los secesionistas
kurdos, a entenderse con no pocos empresarios y, no obstante, a pactar y coaligarse
con los comunistas. En definitiva, a instalarse en el pragmatismo (2).
PRAGMATISMO
PARA MANIPULADOR EL PODER
Moqtada
Al-Sadr ha transformado su disciplina formación militarista en una suerte de
movimiento ciudadano contra la corrupción, la carestía de la vida, el desabastecimiento,
la falta de trabajo y oportunidades, la codicia de la élite político-militar.
Más allá de sus iniciales credos sectarios, el astuto clérigo ha escuchado las tripas
de las masas y ha marginado el imaginario fanático.
Hace
dos años, Al-Sadr hizo una exhibición palpable de sus habilidades con las masas
al impulsar la irrupción de cientos de bagdadíes en el Parlamento y protagonizar
una sonora protesta contra la indolencia de la clase política. Apoyó el
programa de regeneración del primer ministro Abadi, frente a las maniobras obstruccionista
de su antecesor y compañero del partido Al-Dawa, Nuri Al-Maliki, que había roto
con Washington y se había acercado a Teherán.
Pero
Al-Sadr nunca juega a segundón. El respaldo a Abadi fue táctico. Él tenía su
propio el designio de convertirse en lo que ahora parece haber conseguido: el kingmaker (3). Es decir, el depositario
de la clave para formar gobierno y liderar el país. No será tarea fácil,
empero.
Las
elecciones han dejado un panorama endiablado, en eso no ha habido sorpresa
alguna. El shiismo se ha presentado dividido
en cinco grandes facciones: la coalición inter-confesional “Victoria”, de
mayoría shií y liderada por Abadi: las milicias proiraníes (MPF), cuyos líderes
se han reciclado políticamente en Al
Fatih (Conquista); los afines al exprimer ministro Maliki; la formación minoraría
“Sabiduria”, encabezada por otro líder religioso histórico, Al Hakim; y
finalmente, la coalición de Al-Sadr, denominada Saroon, que se podría traducir como “Marcha” o “Hacia adelante”, lo
que inevitablemente recuerda a la formación de Macron (4).
Saroon ha ganado en la mitad de las provincias
figura en primer lugar en el cómputo estatal, seguido de cerca por Al Fatih. Abadi sólo ha obtenido el
tercer puesto. El pulso para formar gobierno se antoja largo y complicado. Al Sadr
no es diputado y ni puede ni quiere ser el nuevo primer ministro. Puede apoyar
a Abadi, como ha hecho en el pasado, pero no desea enfrentarse a los proiraníes
más recalcitrantes. Al único que no traga es a Al-Maliki.
En
todo caso, este consumado manipulador querrá alejarse de enredos y politiqueos
excesivos. Le interesa más el prestigio que la púrpura. Uno de sus
colaboradores más cercanos ha reconocido que aspira al controlar el Ministerio
del Interior, o sea las fuerzas de seguridad. El objetivo es claro: garantizar la
seguridad de sus fuerzas, neutralizar a sus adversarios y, si es necesario,
intimidar a los enemigos (5).
Al-Sadr
no sólo tendrá que componer con sus rivales shíies,
sino convencer a los desbandados y maltrechos sunníes de que ha enterrado
definitivamente el sectarismo y a los kurdos de que puede ofrecerles estímulos
para abandonar o al menos aparcar su ambición secesionista.
Pero
el verdadero reto lo tiene en el exterior: alcanzar un modus vivendi con Teherán y con Washington, con ambos polos en agudizada
confrontación tras la ruptura del acuerdo nuclear (6).
Ya
no sería una sorpresa que el transformado clérigo fuera capaz de hacer virtud
de la necesidad y encontrara la fórmula para jugar al caliente y al frío con
estos dos gendarmes todopoderosos del equilibrio (o el desequilibrio) iraquí.
NOTAS
(1) “How
Moqtada al-Sadr went form anti-american outlaw to potential king-maker in Iraq”.
TAMER EL-GHOBASHY y KAREEM FAHIM. THE WASHINGTON POST, 14 de mayo.
(2) “Moqtada
Al-Sar has transformed himself-and could emerge as a kingmaker after elections”.
KRISNADEV CALAMUR. THE ATLANTIC, 11 de
mayo.
(3) “Sadr,
the Kingmaker”. OMAR AL-NIDAWI. FOREIGN
AFFAIRS, 4 de mayo de 2016.
(4) “Iraq elections:
fractured shia forces means an uncertain outcome”. IBRAHIM AL-MARASHI. MIDDLE EAST EYE, 1 de mayo.
(5) “Moqtada Al-Sar s’impose comme le faiseur de roi en Irak”.
HÉLÈNE SALLON. LE MONDE, 15 de mayo.
(6) “Iraq’s
elections: Red flags and opportunities for inclusion”. BILAL WAHAB. WASHINGTON INSTITUTE, 11 de mayo.
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