CRIA CUERVOS


31 de octubre de 2018

El fantasma de la violencia ultraderechista asoma de nuevo en las sociedades occidentales, cada vez con mayor presencia y tonos más amenazadoras. Los sucesos de este verano en Alemania, algunos incidentes con población inmigrante en Italia, episodios inquietantes en Brasil, a lomos de una campaña virulentamente envalentonada del exitoso militar filo golpista Bolsonaro; y, ahora, los últimos actos de violencia y terrorismo en Estados Unidos así lo indican.

TRUMP, O EL ODIO COMO RECURSO

Empecemos por el último caso. La matanza de feligreses judíos en una sinagoga de Pittsburgh remató una oleada de envíos de bombas artesanales a políticos, medios y otras personas de notoriedad social, críticos con Trump.
           
El inquilino de la Casa Blanca se ha mostrado, como es habitual, inconsistente en sus comentarios y condenas. Acompaña palabras de compasión y aparente firmeza contra la violencia con tuits que alientan, incitan o justifican todo lo contrario. Y peor que eso, anuncia decisiones plagadas de intolerancia, prejuicios y racismo.

Algunos expertos consultados por el corresponsal del diario británico THE GUARDIAN, denuncia que Trump ha alentado esta violencia esta violencia racista con sus proclamas irresponsables (1). De poco importa que su yerno sea judío (y su hija, por voluntad de consorte), porque discrimina a los miembros de esa comunidad por la simpatía que demuestran hacia él.

En parecidos términos se han expresado los editorialistas de los principales diarios norteamericanos (2). Casi todos ellos resaltan la hipocresía de la presencia de Trump en Pittsburgh para homenajear a las victimas del supremacista blanco autor del odio atentado en la sinagoga. Se ha recordado profusamente estos días cómo el lenguaraz presidente igualó a manifestantes antirracistas y violentos militantes supremacistas tras los luctuosos incidentes del pasado año en Carolina del Norte.

Y mientras se desata la verborrea presidencial, sigue creciendo la violencia racista, que se ha cobrado en Estados Unidos un numero similar de victimas (alrededor del centenar) al de los extremistas islámicos desde el 11 de septiembre. De ahí que proceda hablar de terrorismo de ultraderecha (3)

Más ultrajante ha sido su decisión de enviar a más de cinco mil soldados a la frontera con México ante la eventual llegada de la caravana de migrantes procedentes de los países centroamericanos. Esta medida, a todas luces desproporcionada y carente de la mínima lógica en términos de seguridad, refuerza el relato trumpiano de que la caravana ha sido infiltrada por supuestos individuos naturales de Oriente Medio, agentes del yihadismo, que tendrían la intención de atentar en el país (4).

Trump completó la semana el cuadro anunciando una orden ejecutiva que modificaría el derecho automático a la ciudadanía norteamericana que asiste a cualquier persona que nazca en territorio nacional. Lo que equivaldría, según algunos expertos jurídicos, a una vulneración de la decimocuarta enmienda de la Constitución (5).

Estos disparates políticos y legales abonarían la tesis de que Trump no está capacitado para ejercer la primera responsabilidad ejecutiva del país, si no fuera porque, en realidad, sus decisiones, declaraciones y conductas responden, según ciertas estimaciones, a un plan político meditado, por perverso que resulte.

EL IMPULSO DE LA VANIDAD

Con Trump casi nada está claro. Es evidente que él no es un estratega de la extrema derecha nacionalista, pero sus proclamas tipo America first resultan gratas y convenientes a esos grupos. Algunos asesores del inarticulado presidente acreditan un historial poco dudoso, como Stephen Miller, autor de discursos e inspirador de mensajes presidenciales, tras la despedida no suficiente explicada de Steve Bannon.

Pero no conviene confundirse. No es la nebulosa extremista quien mece la cuna del irresponsable comportamiento presidencial. No pocos dirigentes del Partido Republicano alientan a Trump a comportarse de esta manera, con la intención velada, pero transparente a su pesar, de influir en las legislativas de la semana próxima (midterm electrions), en las que se augura un triunfo bastante contundente de los demócratas, e incluso una presencia inusitada de representantes de ala izquierda del partido en la Cámara de Representantes.

También esta versión esta sujeta a cuestionamiento. Hace unos días, el NEW YORK TIMES, crítico habitual con esta Casa Blanca, apuntaba una aparente colaboración entre el jefe del ejecutivo y los demócratas para sacar adelante ciertas propuestas electorales de Trump, en particular el programa de infraestructuras (6). No sería necesariamente maquiavélico este escenario. Trump ha demostrado no tener espíritu partidario alguno, pero no porque combata el sectarismo, sino porque no le importa otra cosa que sus intereses y su imagen. No es por ideología, sino por vanidad.

Por tanto, no es descartable una exhibición errática de Trump, tras el 6 de noviembre, gobernando, o más bien alardeando, a derecha e izquierda, en función exclusivamente de sus cálculos electorales de 2020.

En esa labor a Trump no le importa criar cuervos, o porque cree que pueden ser controlables, o por pura irresponsabilidad. El advenedizo político cree sintonizar con un espíritu intolerante arraigado en numerosos sectores de la población americana donde todavía no se han cerrado las heridas de la guerra de secesión y con otras más recientes de odio y violencia que afloraron en los sesenta del siglo pasado.

EPÓNIMOS POR DOQUIER

Estos peligros de aliento instrumental de la extrema derecha cobran dimensión de alarma en Brasil con la victoria de Jair Bolsonaro, que ha hecho del oportunismo el mejor aliado de su fanatismo cultural e ideológico. La fórmula de mano dura contra la violencia en favelas y calles, la persecución de chivos expiatorios y la agresión a las mayorías pobres y/o empobrecidas desconcertadas o debilitadas ha obtenido el apoyo de la mitad holgada de la población. En fin, un programa de gobierno divisivo y desequilibrado, que podría generar tumultos sociales, en cuanto se empiecen a manifiestar las consecuencias reales y no sólo retóricas o engañosas de su discurso.

También ha criado cuervos la derecha institucional alemana, inconforme con el discurso compasivo de Angela Merkel. Los últimos reveses electorales en Baviera y Hesse han obligado a la canciller a arrojar la toalla con retardo. Ella misma se ha posicionado como “pato cojo” de la política alemana y europea, cansada o quizás irritada por la “traición” de sus propios correligionarios, que han cuestionado su liderazgo desde aquel “verano de los refugiados”, en 2015. Ya nada será igual en Alemania, contaminada por el virus nacional-populista, siempre expuestos a los peores fantasma de la historia autóctona. La socialdemocracia se diluye en una creciente irrelevancia y la derecha nacionalista corre el riesgo también de criar cuervos con su discurso xenófobo. En fin, no estamos en los años treinta del siglo XX, pero se entiende que la preocupación vaya en aumento.


NOTAS

(1)   “Donald Trump’s rhetoric has stoked antisemitism and hatred, experts warn”. DAVID SMITH. THE GUARDIAN, 30 de octubre.

(2)   Trump embraces ‘wag the dog’ politics”. ADAM TAYLOR. THE WASHINGTON POST, 31 de octubre.

(3)   Tesis defendida por dos especialistas en terrorismo islámico: PETER BERGER, en “The real terrorist threat in America. It’s no longer jihadist groups”. FOREIGN AFFAIRS, 30 de octubre; y por  DANIEL BYMAN, en “When to call a terrorist a terrorist”, en FOREIGN POLICY, 29 de octubre.

(4)   “How Trump-fed conspiracy theories about migrant caravan intersect with deadly hatred. JEREMY W, PETERS. THE NEW YORK TIMES, 29 de octubre.

(5)   “The fourteenth amendment can be revoked by executive order”. GARRET EPPS. THE ATLANTIC, 31 de octubre.

(6)   “How a democratic House can work with Trump”. THE NEW YORK TIMES, 26 de octubre.

ARABIA SAUDÍ: TODAS LAS VÍCTIMAS DEL PRÍNCIPE DE LAS TINIEBLAS

24 de octubre de 2018
                

El caso Khashoggi se ha convertido en el caso MBS (el acrónimo del príncipe heredero saudí Mohammed Bin Salman). Después de dos semanas de mentiras, versiones insostenibles, disimulos, hipocresía, desconcierto y cinismo, parece claro que el asesinato del periodista crítico Jamal Khashoggi fue perpetrado por oficiales saudíes, con el conocimiento, consentimiento o mandato de altos mandos del reino. Quienes, está por dilucidar (1).
                
El cerco se estrecha cada vez más sobre el hombre fuerte del país, el hijo del Rey Salman (bin Salman), heredero del trono por designación de su padre, apartando a otros miembros de la familia que le predecían en el escalafón (2). El príncipe ha trabajado tenazmente con gobiernos, empresas y medios occidentales para ganarse el dudoso apelativo de “renovador” o “reformador”, por sus planes de liberalización económica (Visión 2030), que pretenden superar el monocultivo petrolero para convertir al Reino en una potencia regional de largo alcance.  En los terrenos  social y cultural, ha querido ofrecer una tímida y cosmética apertura, permitiendo conducir a las mujeres y abriendo centros de esparcimiento.
                
Pero mientras se empeñaba en amplificar esos modestos avances, MBS se entregaba a una purga sin precedentes de opositores, rivales y presentidos enemigos, y se enzarzaba en aventuras internacionales calamitosas (Yemen) o riñas torpes con Qatar y Canadá (3). Ahora, la más que probable responsabilidad, directa o indirecta, en el asesinato del periodista renegado confirma su condición de auténtico “príncipe de las tinieblas”.
                
Khashoggi era un hombre cercano a palacio que se alejó del régimen por distintas razones, se afincó en Estados Unidos y sermoneaba a sus antiguos patrones con artículos sobre libertad de expresión y derechos humanos, como colaborador del Washington Post. El periodista fue brutalmente asesinado por un equipo de unas 15 funcionarios enviados a Estambul desde territorio saudí (algunos cercanos a MBS) con la intención deliberada de acabar con su vida, según ha asegurado el presidente turco, Erdogan. Son conocidos los detalles sobre sus últimas horas. Visitó el consulado saudí para recoger unos papeles que habilitaran su segundo matrimonio  y nunca salió de vivo de allí. Su cadáver habría sido despedazado y sacado del edificio diplomático, en una secuencia digna de película gore.
                
Las autoridades saudíes, presionadas por Estados Unidos y la coalición de poderes económicos a los que el caso ha picado como la sarna, trataron, consecutivamente, de negar, esconder, esquivar, maquillar y blanquear los hechos. La sucesión de versión circuló, en resumen, así: K. dejó el consulado y no sabemos dónde se encuentra; K. pudo tener algún problema, pero desconocemos cuál; K. fue interrogado y por motivos que aún no sabemos la operación se complicó y pudo resultar muerto; K. murió como consecuencia de la acción particular, no oficial, de sus asesinos.  Después de una sucesión tan sospechosa de versiones, nadie se cree el relato oficial. Ni Donald Trump, que pasó de proteger a sus amigos y socios a poner en duda sus informaciones y, finalmente, a admitir su probable responsabilidad.
                
El periodista ha conseguido más con su muerte que con las denuncias de sus últimos años: desacreditar el sistema político de su país, blindado por los intereses económicos, militares y estratégicos de Occidente y sus protegidos regímenes de Oriente Medio (sin olvidar a Rusia y China, formalmente no aliados de la Corona saudí, pero socios interesados, al cabo).
                
El disidente es la última de las víctimas de un aparato de seguridad oscuro, inescrutable. Arabia Saudí es un país represivo sin matices. Así es la  naturaleza del régimen: familiar, absoluta, feudal y nacional-religiosa. Como algunos analistas señalaban estos días, resulta significativo el interés de la opinión publicada por el caso Khashoggi haya sido mayor que el mostrado por la suerte de miles de ciudadanos saudíes cuyos derechos y libertades son continua y sistemáticamente cercenadas, por no hablar de los millones de yemeníes condenados al hambre, el cólera o la desesperación, debido a la guerra concebida e impulsada por el príncipe de las tinieblas saudí (4). De nuevo estamos ante la información selectiva, la personalización del relato. O, como se ha recordado recientemente, la máxima de Stalin: un muerto es una tragedia; muchos son mera estadística (5).
                
Pero hay otras víctimas que sangrarán menos o sufrirán de manera más funcional por este acontecimiento. Son aquellas que se derivan de la consideración del caso Khashoggi como algo más grave que un crimen, un irreparable error, según la máxima de Tayllerand.
                
En primer lugar, el propio régimen saudí, cuestionado con teóricas consideraciones éticas, pero blindado por un campo de petróleo y un gruesa capa de dólares, acciones e inversiones. Uno de los historiadores árabes del Reino, Madawi Al-Rasheed, afirma que “el Rey Salman tiene que reemplazar a MBS para preservar su reputación y evitar convertirse en un estado paria” (6). Simon Henderson, uno de los más reputados conocedores occidentales del país, predice que “la estabilidad que supuestamente iba a aportar al Trono el joven MBS parece ahora prematura” y recorre el escalafón del Reino para presentar alternativas (7). Aún es pronto, no obstante, para valorar el daño que este escabroso escándalo causará en un sistema tan hermético y aparentemente inmune como el de la Casa Saud. 
                
Otra víctima potencial puede ser, de alguna manera, Estados Unidos, el principal protector/cliente de Arabia. En Washington no se esconde la inquietud, y no sólo en la Casa Blanca. Sin duda, el presidente-hotelero ha sido el personaje más acogedor del régimen saudí en los últimos tiempos. Inolvidable fue su viaje a Arabia Saudí, el primero de su mandato, con gran aparato escénico y proclama de venta multimillonaria de armas norteamericanas que en su mayor parte aún no se ha ejecutado. Trump ha hecho todo lo posible para que el caso Khashoggi se diluyera en un incómodo pero pronto olvido. Al final, cogido en la trampa, se ha hecho el sorprendido o el indignado. Ha tratado de proteger su imagen y su discurso cómplice. Y no menos a su yerno, Jared Kushner, una especie de confidente del príncipe heredero (8).
                
Los analistas de la política exterior norteamericana en Oriente Medio se han mostrado, por lo general, severos sobre las consecuencias de este caso. David Aaron Miller, investigador del Wilson Center, y Richard Sokolsky, del Carnegie Endowment, estiman  que las relaciones bilaterales están “fuera de control” y creen que consideraciones de fuerza mayor (la hostilidad hacia Irán y otras razones estratégicas regionales) mantendrán mal que bien esta alianza (9). Los principales diarios exigen una rectificación clara de la actual Casa Blanca e incluso alguno  de sus analistas reclaman que se inicie o favorezca un proceso judicial contra el protegido de Riad (10). Los líderes políticos críticos con los saudíes desde el 11-S también reclaman cambio de timón, aunque algunos sectores conservadores parezcan dispuestos a secundar una posible deriva del avestruz de su combativo presidente.
                
En todo caso, las relaciones diplomáticas o estratégicas estarán condicionadas por los intereses económicos. Contrariamente a percepciones erradas o caducadas, la cláusula de seguridad económica-energética que protegía al reino saudí del escrutinio exterior hace tiempo que se debilitó, como sostiene la especialista Ellen Wald, para quien Arabia es dependiente de Estados Unidos y no al revés (11). En parecidos términos se expresan otros expertos. Estados Unidos exporta hoy 800.000 barriles de petróleo saudí, 600.000 menos que hace una década atrás, lo que representa tan sólo el 5% de las compras de crudo (12).
                
No obstante, esto puede que sea cierto es el caso de la energía, pero no en el otros sectores. El Fondo de inversiones soberano saudí se eleva a 250.000 millones de dólares en títulos muy entreverados en la economía norteamericana. El siempre exquisito Silicon Valley es un ejemplo. QUARTZ detalla las inversiones saudíes en empresas puntocom de Eldorado tecnológico digital californiano, superiores a los 6 mil millones de dólares (13).
                
En Europa, sólo Alemania ha dado un paso al frente, cancelando la venta de armas a Arabia Saudí. El gobierno español se resiste a comprometer los seis mil empleos navales en la Bahía de Cádiz, si Riad retira su pedido de cinco corbetas. La UE defiende una investigación internacional; es decir, se demora la respuesta.
                
Por de pronto, muchas de las empresas han cancelado, por imagen sobre todo, su participación en el Davos del desierto, el gran encuentro económico-financiero a ejemplo del suizo, que MBS instituyó para canalizar dinero y fortalecer la vinculación entre el gran capital internacional y la economía saudí. Sus planes de modernizar el país pueden haber sufrido un duro golpe. Quizás. Pero conociendo cómo funciona el mundo, lo más probable es que el caso Khashoggi sea pronto historia, como tantos otros, mucho más graves y costosos en vidas humanas. Es decir, cuando el periodista tornado disidente se convierta en un número más de la estadística y haya dejado de ser expresión de una tragedia.

NOTAS

(1) “9 key questions Saudi Arabia hasn’t answered about the killing of Jamal Khasshoggi”. ADAM TAYLOR. THE WASHINGTON POST, 20 de octubre.

(2) “Not his father’s Saudi Arabia. The Khassoghi affair reveals the releckness of MBS”. DANIEL BENJAMIN. FOREIGN AFFAIRS, 19 de octubre.

(3) “The myth of modernizing dictator”. ROBERT KAGAN. THE WASHINGTON POST, 21 de octubre.

(4) “How a journalist’s dead provoked a backlash that thousand of dead in Yemen did not”. MAX FISHER. THE NEW YORK TIMES, 17 de octubre.

(5) “Why one man’s disappearance capture the outrage and media attention that wat has not”. PAUL FARHI. THE WASHINGTON POST, 18 de octubre.

(6) “Why King Salman must replace M.B.S.”. MADAWI AL´RASHEED. THE WASHINGTON POST, 18 de octubre.

(7) “Why does Khashoggi’s murder tell us about Saudi power structure”. SIMON HENDERSON. THE WASHINGTON INSTITUTE ON THE NEAR EAST POLICY, 22 de octubre.

(8) “The Saudis are killing America’s Middle East policy”. STEVE COOK. FOREIGN POLICY, 22 de octubre.

(9) “The US-Saudi relationship is out of control”. DAVID AARON MILLER y RICHARD SOKOLSKI. FOREIGN POLICY, 12 de octubre.

(10) “Here’s how the Saudi crown prince could face international justice”. JOSH ROGIN. THE WASHINGTON POST, 22 de octubre.

(11) “Saudi Arabia has no leverage”. ELLEN R. WALD. THE WASHINGTON POST, 18 de octubre.

(12) “Saudi issues dire warnings against U.S. sanctions. But how much leverage do they have? CLIFFORD KRAUSS y RICK GLADSTONE. THE NEW YORK TIMES, 16 de octubre.

(13) “Silicon Valley is awash with Saudi Arabian money. Here’s what they’re investing in”. MICHAEL J. COHEN. QUARTZ, 22 de octubre.


BAVIERA COMO SÍNTOMA: ¿EL FINAL DEL MODELO ALEMÁN?

18 de octubre de 2018

                
Pocas regiones en Europa pueden acreditar una estabilidad política como este länder meridional, el más rico y poblado de Alemania. Tradicional a machamartillo, orgulloso de sus costumbres, pero sin riesgo alguno de desacoplamiento del hogar común alemán.
                
Las elecciones regionales del 14 de octubre han arrojado un resultado que no por esperado deja de ser significativo. La CSU ha bajado baja al 37% (lejos de las otrora indiscutibles mayorías absolutas), tras su abierta disputa con la CDU, tras década de maridaje estratégico. Los líderes social-cristianos bávaros desafíaron el liderazgo de Merkel desde la ciudadela del Ministerio del Interior, le hicieron desplantes otrora inimaginables y trataron de apoderarse del discurso xenófobo de la AfD para frenar un presentido descenso electoral.
                
Antes de llegar a término, los líderes conservadores bávaros se percataron de lo arriesgado de su apuesta y trataron de moderar su discurso. Pero ya era tarde. Buena parte de su electorado se ha fugado a una formación de conservadores independientes (11%) y al nacional-populismo de la AfD, que se queda por debajo de las previsiones más triunfalistas (supera 10%, por debajo del 12,5% a nivel federal), añade presencia en un parlamento regional más, y sólo le queda uno, el de Hesse, donde se celebran elecciones a final de este mes (1).
                
El SPD, siempre subalterno en Baviera, ha sufrido una nueva sangría, la más humillante de su historia local (no llega al 10%, por debajo de la ultraderecha), en beneficio de un ecologismo de nuevo cuño (17%), que combina preceptos clásicos con el amor por el terruño. Se apunta a un gobierno verdinegro (CDU y ecologistas) como mal menor (2).
                
El semanario DER SPIEGEL va más allá y considera estos resultados como precursores de una nueva realidad política. No sólo el final de un ciclo concreto, el del merkelismo, sino todo un seísmo que alterará el equilibrio que ha caracterizado a la RFA desde hace décadas (3).
                
SIETE DÉCADAS DE ESTABILIDAD.
                
Uno de los exponentes políticos más significativos de la peculiaridad bávara es que la Unión Cristiano-Demócrata, el principal partido de centro-derecha concebido por Konrad Adenauer durante el milagroso período de la posguerra, delegara su proyecto, marca y liderazgo en una formación regional propia, anclada más a la derecha, forjada en el imaginario local, pero fiel al destino común de una Alemania compasiva pero ferozmente conservadora.
                En un escenario de guerra fría, este desdoblamiento del proyecto de raíces cristianas nunca se percibió como una debilidad. La distención de los años sesenta, tras la liquidación relativa del estalinismo (el muro fue la expresión de que en Alemania nunca desapareció hasta los momentos finales) favoreció el modelo alemán de consenso centrista, con dos fórmulas alternativas: gobiernos de coalición de centro-derecha/centro izquierda, con la CDU-CSU y el SPD como anclas y los liberales del FPD como pivote; o la gross koalition entre los dos partidos hegemónicos, suprema expresión de la estabilidad y el consenso.
                
En los setenta, el fenómeno del terrorismo de ultraizquierda (la Fracción del Ejército Rojo o Banda Baader-Meinhoff) nunca representó un serio riesgo para el sistema. Ni era producto de la conspiración exterior (Berlín Este o Moscú), ni tuvo un anclaje social real. Por el otro extremo, la emergencia nacionalista era residual, ínfima, irrelevante.  Ni siquiera en los ochenta, cuando aparecieron los primeros síntomas de agotamiento del modelo social y del envejecimiento de las fórmulas social-demócratas o la eclosión del movimiento ecologista/pacifista, se tuvo la sensación de que el modelo hubiera entrado en crisis.
                
La marea neoliberal de finales de los ochenta no sólo dio la puntilla al socialismo moderado, integrado, pactista y resultadista. También modificó las bases ideológicas y programáticas del cristianismo social. La compasión fue sustituida por la eficacia economicista. Y no sólo eso. En las contradicciones flagrantes de la unificación anidaron los problemas actuales. La proyección hacia el exterior de una fortaleza económica imparable y, por ende, de una confianza casi arrogante se expresaba con asertividad en los foros europeos y mundiales. Lo que contrastaba con los desequilibrios internos. La amplia brecha entre los länder occidentales y orientales provocaron el recelo de los primeros hacia los segundos por la factura de la unificación y el resentimiento de los segundos hacia los primeros por la sensación de inferioridad, de desprecio, de abandono.
                
La pretendida aceleración del proyecto de integración europea no sirvió para aplacar esas tensiones. Al contrario, se profundizaron las diferencias. De poco sirvió aquella fórmula bifronte de la Alemania europea (antídoto del peligro histórico del nacionalismo germano) y la Europa alemana (diseño de la unidad continental bajo el prisma de la austera estabilidad teutona). Los socialdemócratas se allanaron ante unas recetas que renegaban de muchos de sus postulados básicos (véase la agenda 2000 de Schröeder) y asumieron implícitamente el discurso rigorista de una CDU cada vez menos cristiano-social y más liberal.
                
EL EFECTO DE LA GRAN DEPRESIÓN
                
La crisis financiera de 2008 afectó teóricamente menos a Alemania que al resto de Europa o del conjunto occidental. La inmune Alemania, con Merkel a la cabeza y su fiel ministro Schäuble en la sala de máquinas, se arrogó la misión de enderezar Europa bajo sus condiciones. El SPD, débil, desconcertado y parcialmente abandonado por su base social, no pudo, quiso o supo que la Alemania más unipolar desde 1945 se anclara en la ensoñación de poseer el secreto de la prosperidad, la estabilidad, el liderazgo no declarado, o incluso escondido, del continente.
                
Todo resultó una ensoñación. La austeridad como emblema de un proyecto arrogante, engañoso e injusto se resquebrajó. Aparecieron las primeras grietas serias en el consenso alemán. La acumulación de agravios y la falsa percepción de que Alemania pagaba facturas ajenas, las de una Europa que no funcionaba (sin duda, la meridional, pero también la del patio trasero, la oriental) se convirtieron en el fertilizante de las corrientes nacionalistas hasta entonces reducidas a la marginación social y la irrelevancia política.
                
A mediados de esta década, la acumulación de guerras periféricas generadas por el fracaso anunciado de la primavera árabe y las consecuencias de la Gran Depresión en las siempre endebles estructuras del mundo externo a la fortaleza europea provocaron la mal llamada crisis migratoria. La canciller Merkel aprovechó la ocasión para dulcificar sus devastadoras políticas de austeridad con la recuperación del discurso humanista y compasivo de la democracia cristiana alemana. No hace falta detallar el resultado de este gambito político, por demasiado conocido. Las fuerzas desafiantes que habían permanecido bajo un razonable control durante los años álgidos de la crisis se desataron por el impulso de la confusa, oportunista y resultona proclama del nacionalismo, de la protección de la identidad, de la ofuscación, del orgullo y del miedo.
                
Merkel abdicó pronto de su discurso compasivo, liberal, confiado. Se lo reclamaron, o más bien se lo exigieron, los líderes de su propio partido. Se mostraron tímidos o indecisos los social-demócratas. Le ayudaron poco sus desconcertados socios europeos más cercanos. Y le laceraron sus antiguos admiradores del este continental. Trump con su venenoso “America first” anticipó su epitafio político.
                
El temido ciclo electoral de 2017 en el corazón de Europa (Holanda, Francia, Alemania) se contempló como una derrota o al menos un freno del nacional-populismo, triunfante más allá del Elba o el Danubio. Lo cierto, sin embargo, es que esos partidos nunca tuvieron la posibilidad real de hacerse con el poder en el núcleo europeo, pero ya habían cosechado un triunfo parcial al inocular en el centro derecha buena parte de sus recetas xenófobas.
                
Macron, la gran esperanza del renacimiento centrista, supuestamente superador de la alternativa izquierda-derecha con la manida fórmula del reformismo, ha resultado, como algunos siempre temimos, un espejismo. No ha convencido al electorado de centro-izquierda con su sospechosa política económica y social, ha infundido nuevo vigor a la izquierda radical y ha dinamitado a un partido socialista que se desangra en un infierno de escisiones, huidas y agrias disputas palaciegas. La derecha social, política y económica, a la que ha intentado debilitar y de la que ha tomado ciertas figuras encajables en su discurso, no lo acepta como portavoz de sus intereses.
                
Macron no sólo se ha convertido en un eslabón más del pesimismo francés. Además, ha fracasado en su ambición de liderar el renacimiento europeo. Su proyecto de integración reforzada no ha encontrado el eco que él esperaba en Alemania. Se ha topado con una canciller debilitada, prisionera de su desconfianza hacia la indisciplina europea y ahora rehén del nacional-populismo que ha contaminado su propio partido.
                
EL DECLIVE
                
Las elecciones federales del año pasado ya anticiparon el futuro de Merkel, según los análisis más críticos. La caída electoral de la CDU en beneficio de los xenófobos de AfD habría sellado su destino. Se llegó a decir que la canciller tiraría la toalla. A punto estuvo. Al final, el SPD más frágil de las últimos setenta años le arrojó un salvavidas quebradizo. Pero esta última gross koalition ha ofrecido muy pocas soluciones y ha agrandado la percepción del problema.
                
Y así hemos llegado a Baviera como expresión del renacido malestar alemán. En definitiva, debilitamiento de los partidos hegemónicos, resquemores persistentes entre socios históricos, niveles destacables de los partidos subalternos, consolidación del desafío nacional-populista y reforzamiento del pesimismo, del malestar. Alemania ha dejado de ser estable, predecible y fiable. ¿Anticipo de un nuevo tiempo?
               
NOTAS

(1) “Élections en Bavière: débâcle historique de la CDU”.Revista de prensa alemana. COURRIER INTERNATIONAL, 15 de octubre.

(2) “La vieille Allemagne est entrée dans le histoire”. JOCHEN ARTNZ. BERLINER ZEITUNG, 14 de octubre.

 (3) “Berlin coalition emerges even weaker”. CHRISTIAN TEEVS. DER SPIEGEL (versión inglesa), 15 de octubre.