TURQUÍA: EL PULSO PERMANENTE

25 DE FEBRERO DE 2010

La noticia de una intentona de golpe de Estado en un país europeo resulta bizarra, aunque se trate de Turquía, donde el poder militar sigue constituyendo un inquietantes factor de fuerza. Muchos dirigentes políticos y analistas europeos cuestionan la mayor: no puede considerarse a Turquía un país europeo, al menos enteramente.
Geográficamente, lo es sólo a medias, desdoblado a oriente y occidente por ese eje emblemático del Bósforo. Culturalmente, se trata de un crisol en permanente búsqueda de equilibrio. Políticamente, no termina de consolidar un sistema de garantías y mecanismos que alejen dudas y recelos externos y no pocos sobresaltos internos. Pero estratégicamente, la europeidad se resuelve en la “occidentalidad” (permítaseme el barbarismo): el ejército turco es el segundo en efectivos de la OTAN, sólo por detrás del norteamericano. Las guerras y crisis de cierta entidad en Oriente Medio han consolidado el papel de recurso imprescindible de las bases militares turcas en las últimas dos décadas.
Por eso, que se oiga ruido de sables en Turquía tiene un punto de extravagancia y extemporaneidad. Si no fuera, claro, porque el complot que ha salido la luz esta semana no será el último, si uno más de una larga serie. Cuatro veces han interrumpido los militares la vida democrática en Turquía, en el último medio siglo. La última vez, en 1980, tras una campaña desquiciada de atentados y desestabilización.
Es muy conocido que los militares turcos juegan un doble rol. Son garantes de los valores republicanos y laicos establecidos por Kemal Ataturk, el padre de la nación, y al mismo tiempo su amenaza más seria. En nombre de una supuesta “modernidad”, el ejército turco está permanente sometido a la tentación de recurrir a algo tan arcaico como el golpe militar, para corregir rumbos extraviados del sistema político, por mucho que la deriva haya sido respaldada de forma contundente por la mayoría de la ciudadanía.
Siempre ha sido así. En décadas pasadas la enfermedad a combatir era el terrorismo, la corrupción o la incapacidad manifiesta de los políticos profesionales para forjar consensos básicos. Pero fue precisamente la quiebra de ese sistema político de la guerra fría lo que propició el auge del fundamentalismo musulmán. Justo lo único que los militares desearan que ocurriera tras su periodo de corrección al frente de todo el aparato estatal.
Los militares abortaron sin contemplaciones el experimento islámico del veterano Erbakan, a quien le faltó ductilidad y le sobraron ademanes provocativos. Su discípulo más aventajado fue Recep Tayyip Erdogan. Desde su puesto como alcalde de la “occidental” Estambul supo construir una alternativa islámica más suave, conservadora y tragable. Le avalaba una gestión muy correcta y, sobre todo, honrada de los asuntos públicos. Pero los cuarteles no se dejaron seducir por sus requiebros tácticos y a los generales no les resultó demasiado difícil encontrar en sus discursos y proclamas pruebas irrefutables de su peligrosidad política. Su famoso poema en el que comparaba los minaretes de la mezquitas con las bayonetas que deberían abrir el camino de una republica islámica en Turquía -entre otras metáforas similares- terminó convirtiéndose en la “pistola humeante” que los militares necesitaban para golpear de nuevo al movimiento islámico. Erdogan fue inhabilitado, pero cuando se produjo la decisión, el alcalde ya se había convertido en jefe del gobierno, y su partido, el AKP (Justicia y Desarrollo), se había consolidado como la primera formación política del país. Erdogan dejó a su hombre de confianza, el entonces ministro de exteriores, Abdullah Gúl, al frente del gobierno, para que le cuidara el puesto. Lo hizo con tanta lealtad y prudencia que, cuando consiguió eludir el acoso militar, lo convirtió en candidato a la Jefatura del Estado, un puesto ceremonial, pero no carente de relevancia. Se estableció un nuevo pulso entre los nuevos islamistas y los militares, apoyados éstos por un importante sector de la judicatura. El AKP renovó y amplió su mayoría absoluta (46,7%) en julio 2007, lo que allanó el camino para que Güll se convirtiera en Presidente de la República, unas semanas después.
En este ambiente de permanente desafío, la desconfianza continúa siendo el lenguaje en el que se comunican el poder político y el militar-judicial. Pero las sucesivas victorias han permitido a Erdogan dotarse de un aparato policial y fiscal lo suficientemente fuerte y fiel como para plantar cara al Ejército. No sólo para defenderse con soltura, sino para pasar a la ofensiva. Después de un trabajoso proceso, ha conseguido recientemente que el Parlamento apruebe una ley que permitirá a los tribunales civiles juzgar a los militares.
En los últimos dos años se han desbaratado al menos tres intentonas golpistas, de distinto alcance y dimensión. La más sonada, en 2007, la operación Ergenekon (nombre del enclave fundacional de la nación). Las intentonas repiten más o menos un patrón fijo: campañas de atentados salvajes (voladura de mezquitas, asesinatos odiosos) y otras actividades desestabilizadoras poco originales. En diciembre, la policía detuvo a dos agentes frente al domicilio de Bülent Arinç, uno de los fundadores del AKP. La prensa afín sostuvo que se trataba de un intento de asesinato, pero otros medios más neutrales aseguraban que se trataba de operación de escuchas telefónicas. El jefe del Ejército, el general Ilker Basbug, recomendó a los sectores de la justicia que conducían las investigaciones que actuaran con “más prudencia y sensibilidad (…) para no crear enfrentamientos entre las instituciones”.
Lo que ha salido a la luz esta semana se trata de una conspiración ya lejana, alumbrada en 2003. Los supuestos cabecillas de la intentona son altos mandos retirados (muy altos, en efecto, pero ya pensionistas). Sólo siete de los oficiales inculpados se encuentran en activo. Según el supuesto cerebro de los supuestos conjurados, el exgeneral Cetin Dogan, el gobierno presenta como una conspiración lo que en realidad es una simulación, un juego de guerra, un simple ejercicio de estrategia. El Estado Mayor ha respaldado discretamente su versión. Una de las acciones previstas era el derribo de un avión griego sobre las aguas del Egeo, para forzar una crisis regional que justificara la toma del control por parte del ejército turco.
El principal dirigente de la oposición laica, Deniz Baykal (socialdemócrata) ha recurrido a la ironía para restar credibilidad a la iniciativa de la fiscalía: "los golpistas se han enterado de su detención mientras veían la televisión en pijama y zapatillas”. La oposición está convencida de que se trata de una “revancha” del APK por el acoso sufrido la década pasada. Este reproche no es nuevo: a los procesos judiciales contra intentonas anteriores también se le imputa falta de imparcialidad. No sólo se habría perseguido a militares o jueces conspiradores, sino a periodistas, universitarios, intelectuales o activistas incómodos para el Gobierno. En público, Erdogan ha sido exquisitamente prudente: “una institución entera no puede ser condenada por errores individuales”, se le ha oído decir reiteradamente.
Con motivo de ese penúltimo sobresalto, un reputado experto francés en los asuntos turcos, el sociólogo franco-turco Gülçin Lelandais, señalaba al diario LE MONDE que “le interesa al ejército calmar el juego, a fin de no aislar al país en la escena internacional y de organizaciones como la OTAN y la UE”. Después de todo, Turquía no es Honduras. Pero, de no encontrarse un terreno de acomodo, los militares pueden activar otra baza a la que Estados Unidos podría prestar oídos atentos: el acercamiento de Erdogan a Irán y su agrio alejamiento de Israel (ya explicado en un comentario anterior) resulta especialmente inoportuno para Washington en estos momentos de escalada con el régimen de los ayatollahs. Por muy fuerte y seguro que se sienta, Erdogan parece condenado a apaciguar a los cuarteles.