EL AÑO DEL MIEDO

4 de enero de 2017
                
El año que recién comienza se presenta bajo el signo del miedo. A los procesos inquietantes que arrastramos, a lo que prevemos como altamente preocupante a priori y a todo lo que pudiera desencadenarse como consecuencia de lo anterior.
                
Los principales objetos del temor son varios. Sin despreciar la consolidación de la extrema derecha, que trataremos en un comentario posterior, nos centraremos hoy en dos: Donald Trump y el terrorismo islamista. Por antagónicos que sean, la combinación de ambos puede representar un cóctel explosivo y provocar grandes amenazas a la seguridad internacional.
               
EL DAESH DESPUÉS DE ALEPO Y MOSUL
                
El terrorismo del autoproclamado Estado Islámico persistirá, adopte la forma que adopte, con intensidad variable, dependiente de las circunstancias concretas, de la solidez de sus actuales dirigentes o de quienes le sucedan al frente de la actual organización o de la que venga a sustituirla, se llame como se llame y asuma la retórica que le convenga. También será más o menos frecuente, en función de la capacidad de prevención, control y respuesta de los países en los que quiera o pueda actuar.

La fortaleza del Califato, como muchos temíamos, ha sido exagerada por responsables políticos y pretendidos expertos en materia de seguridad. Su derrota no es, ni puede ser, el final de nada, sino la continuidad de la misma frustración, el mismo empeño, la narrativa martiriológica y mesiánica de siempre.

En Siria, y salvo sorpresa mayúscula, continuará el retroceso del Daesh hasta su práctica extinción, después de que el régimen de Assad haya recuperado la iniciativa militar, con el imprescindible soporte de Rusia, Irán y las brigadas chiíes de Irán y Líbano. El feudo de Raqqa puede ser asaltado antes de primavera, si los cálculos militares se cumplen.

En Irak, la batalla de Mosul se ha convertido en una sangría mayor incluso de lo que se había anunciado, pero parece imposible que el resultado sea otro que la derrota de los combatientes embravecidos y desesperados del califato, a un precio alto de sangre y resentimiento.

La desaparición de las dos capitales califales sellará esta etapa de sedicente violencia islamista y pondrá fin a la ilusión de una aparente arquitectura institucional/estatal de una resistencia con claro perfil de terrorismo nihilista.

Esos expertos que suelen equivocarse tanto como aciertan no se ponen de acuerdo en lo que vendrá después del Daesh o en la mutación que el Califato, en caso de resistir las consecuencias de su derrota, pueda adoptar. Pero antes de que esto ocurra, habrá que asegurar su derrota, darle la puntilla. Y ahí en ese último pliegue del peligro es donde emerge la otra amenaza, el otro motivo del miedo.

LAS PISTOLAS CALIENTES DE TRUMP

El Presidente electo norteamericano sigue ofreciendo guiños inquietantes de gatillo fácil, aunque la tosquedad de su lenguaje se haya diluido en la banalidad de sus trinos electrónicos (tweets), tanto como en la proximidad de la responsabilidad institucional.

Dos son las variables sobre las que gravitará la respuesta de Donald Trump: las recomendaciones de su equipo de seguridad, muy cargado de figuras militares de maneras fuertes, y el presunto y atrevido gambito de la colaboración con Rusia en la liquidación de la amenaza terrorista islamista.

La tentación de aplastar a un enemigo en retirada será muy fuerte, aunque solo sea para colgarse medallas oportunistas en los cálidos primeros momentos del estreno presidencial. Al Daesh lo ha derrotado la paciente contundencia de Obama, con la ayuda de sus socios europeos y del resto de aliados, por mucho que el miedo haya prendido en la conciencia de los ciudadanos. Pero será Trump quien asista a una capitulación no declarada y sin ceremonias. Y lo hará a golpes de trompetas y timbales, a buen seguro.

Trump puede cumplir con sus confusos propósitos de otorgarle a Putin carta blanca en Siria, para que siga con la limpieza, mientras su administración se afana en hacer lo propio en el vecino Irak, terminando la faena sangrienta en Mosul. Pero el estado mayor republicano, atrincherado en el Congreso, le presionará sin contemplaciones para limitar el alcance de esta incómoda cooperación con su respetado patrón del Kremlin, tanto por razones de equilibrio de poder global como de geoestrategia regional en Oriente Medio

La estabilización del régimen de Assad, primera consecuencia de la derrota jihadista, será motivo de preocupación en los aliados tradicionales de Estados Unidos en la región. En Arabia Saudí, las monarquías conservadoras de la zona o el atribulado Egipto, por la consolidación del frente chií. En Israel, paradójicamente, pueden hacer virtud de la necesidad, ya que, después de todo, la vuelta al estatus quo anterior a la primavera árabe es un escenario preferible a la agitación del último lustro, sobre todo con un amigo inequívoco en el despacho Oval dispuesto a borrar todas las secuelas de la pesadilla Obama.

El nuevo presidente y su equipo de militares duros puede sentir la presión antes de tomarle la medida a sus despachos. El Trumputismo puede revelarse un constructo político, diplomático y militar ilusorio, imposible, como han señalado ya varios analistas, inquietos ante una revisión demasiado precipitada e impredecible de los fundamentos clásicos de la política exterior norteamericana.

Más allá de las indeseables alianzas del nuevo inquilino de la Casa Blanca en su retórica guerra antiterrorista, el miedo a Trump tiene fundamentos más prosaicos: riesgo a una guerra comercial con China, desenganche de responsabilidades compartidas en Europa y Asia o militarización western-style en escenarios potenciales de crisis seleccionados en base a criterios de restringido interés nacional y desatención a las inquietudes de los aliados tradicionales.

No obstante, este miedo que el año 2017 ha traído prendido en sus pañales es muy diferente del que se experimentó en los años más grises de la guerra fría. Responde a discursos y circunstancias más fluidas y confusas.

La paradoja de Trump es que, habiéndose situado apoyado en los segmentos más conservadores del país, no responde a intereses internacionalistas/militares, sino a impulsos aislacionistas que pueden, o no, acudir a recursos militares potenciales o reales para hacer efectivo su programa. Al cabo, el riesgo para la seguridad global es el mismo, pero los mecanismos que pueden desencadenar la desestabilización son mucho más imprevisibles y peligrosos.