30 de octubre de 2024
Toca
a su fin la larga e insustancial campaña electoral norteamericana y estamos
donde estábamos antes de la forzada renuncia de Biden: Trump, pese a todo,
parece conservar sus posibilidades de éxito. El show de la política
estadounidense sigue girando en torno a él: por lo que instiga, por las réplicas
de sus adversarios, por la pasividad o escepticismo de los neutros y por la
adicción masoquista de los medios.
Ciertamente,
Trump es un personaje detestable en la más amplia consideración del término. No
por sus principios (que nos lo tiene), sino por su personalidad (narcisista ad
nauseam) y comportamientos (delincuente, arbitrario, falaz, hipócrita, etc,
etc).
Todo
esto es demasiado conocido para abundar en ello. Pero eso es precisamente lo
que ha hecho la candidata demócrata. Su estrategia ha consistido, desde el
verano hasta aquí, en interpretar el papel de su anterior vida profesional
(fiscal) y oponerlo al de su delincuente rival. Un versión de tele-realidad
muy acorde conla política norteamericana.
LA
AMBIGÜEDAD CALCULADA DE KAMALA
Hollywood
exige en cualquiera de sus historias llamadas al éxito comercial que se
distingan el bueno y el malo. Y Harris, californiana al fin y al cabo y,
a la sazón, perteneciente a una generación todavía conformada mentalmente por
el cine, ha actuado conforme a esa pauta binaria, maniquea y simplista: la
agente de la ley que persigue, atrapa y encierra a los tramposos y a los
criminales.
A
quienes pedimos a la política algo más que un subproducto del espectáculo, nos
ha faltado la explicación detallada de un programa de gobierno, de un proyecto
de país, de visión internacional en un momento de crisis global. Kamala apenas
ha formulado compromisos concretos y
posicionamientos claros (excepto en algunos cuestiones de género). Se ha mostrado
contradictoria ante el cambio climático,
no muy alejada de los republicanos moderados en inmigración, convencional frente
al coste de la vida y poco ambiciosa en la redistribución fiscal de la riqueza.
En política internacional, poco más que continuista ante las grandes crisis
internacionales. Su tibieza ante la tragedia palestina ha causado mucho
malestar entre los musulmanes de Michigan y otros estados. En fin, se ha
limitado a tocar una música que agrada a sus partidarios más incondicionales y
no molesta en demasía a los republicanos incómodos con la demagogia extremista que
ha capturado a su partido.
El
personaje Kamala es deliberadamente blando: una sonrisa permanente (con
frecuencia derivando a carcajadas excesivas, poco motivadas), un lenguaje buenista
y un liderazgo precipitado y no contrastado. En tres meses de precipitada
carrera ha obtenido mucho dinero (clave esencial de la política
norteamericana), un respaldo a todas luces orquestado y un respaldo forzado por
las urgencias. Más que una candidata demócrata, Kamala Harris no ha pasado de
ser la única opción disponible que aceptaba jugar el papel de buena frente al
malo. Una candidata anti-Trump.
Así
que Trump, de nuevo en el centro de la trama. El expresidente hotelero ha
creado nuevos habitáculos para albergar a toda esa amalgama reaccionaria de la
sociedad norteamericana: desde los multimillonarios, cuyo único propósito es
ganar dinero y evadírselo al fisco, engañar al Estado y seducir a sus clientes;
a las fanáticas masas de cristianos desprovistos de cualquier racionalidad
básica o del mínimo sentimiento de piedad teóricamente asociado a sus creencias;
a millones de trabajadores manuales o funcionales, de todo oficio y condición,
a los que se les ha quebrado el sueño americano en sucesivos ajustes sociales,
tecnológicos y financieros.
La
clase media, ésa a la que se dirigen los demócratas desde hace decenios,
halagada y seducida con estímulos fiscales, cachivaches consumistas y relatos
ficcionales sin descanso, es hoy territorio dividido entre los que todavía
confían en el Gobierno (allí no se utiliza apenas el término Estado) y los que
ya no ven otra opción que hacerlo añicos, en una actitud de suicidio aparentemente
incomprensible.
A
tenor del empate técnico que dibujan los sondeos (estados clave incluidos), el
hechizo veraniego de Kamala Harris se ha disuelto en la corrosiva dinámica del
otoño electoral. De poco le ha valido a la Vicepresidenta haber puesto en
evidencia las mentiras, inconsistencias y barbaridades de su rival. La sonrisa
irónica de la candidata demócrata ante el exhibicionismo lamentable de un
personaje de serie B ha sido insuficiente. No hemos sabido mucho más de lo que
Harris haría con su país y con el mundo en el que Estados Unidos domina amplia
pero no absolutamente.
El
riesgo a un ridículo mayor obligó a Trump a eludir ulteriores cuerpo a cuerpo,
para refugiarse en sus baños de masas, estrictamente vigilados tras los
sobresaltos. El demagogo en jefe se ha dejado deslizar sin freno por una
pendiente de insultos, mentiras y amenazas (contra sus rivales, contra
migrantes, contra funcionarios díscolos, contra cualquiera que se le oponga).
El tono ha resultado alarmante, incluso
para los estándares del personaje. No es del todo extraño que se le haya
comparado con Hitler, pese a la improcedencia de la analogía.
EL
PELIGRO FASCISTA
El
“peligro fascista” ha sido el penúltimo giro en el guion de los estrategas de
la campaña de Harris. Del ”tipo raro” que repitió machaconamente la simpática
pareja demócrata (Harris-Walz) en sus primeras apariciones como candidatos se
ha pasado al “fascista tipo” de estos últimos días. Los demócratas anclan su
valoración en idéntica aseveración realizada por exgeneral Kelly, uno de sus
numerosos jefes de Gabinete. Otros que salieron escaldados de tan tóxica
relación, como el exsecretario de Estado Tillerson o el exsecretario de Defensa
Mattis le regalaron en su día epítetos tan poco amables como “imbécil” o
“abusón”, entre otras lindezas. El neocon Bolton, que también sucumbió a
la atracción fatal del populismo supremacista y le sirvió en el puesto clave
de Consejero de Seguridad para orquestar
golpes de Estado que no cuajaron, terminó calificándolo de “ignorante”. No hay
espacio para detallar otras descalificaciones y reproches.
Por
eso, las gruesas acusaciones demócratas llueven sobre mojado. Al hombre que
dijo, en el arranque de su carrera presidencial en 2016, que “podría disparar a
cualquiera en plena Quinta Avenida de Nueva York y no perder votos”, las
imputaciones de fascismo, de autoritarismo, de amenaza para la democracia le
hacen poco daño, porque cuenta con la lealtad ciega pero estridente de millones
de ciudadanos irritados, frustrados o simplemente molestos con unas vidas que
ya son lo que les prometían.
Se
dice, con impropia contundencia, que Trump es un político antisistema, por sus
posiciones antiliberales, aislacionistas, xenófobas, etc. Pero, en realidad, Trump
es un producto inevitable del sistema norteamericano. No aspira a
destruirlo sino a demoler los controles, frenos y rectificaciones tibias y
engañosas para mitigar los tremendos desequilibrios sociales. Trump no es un
conservador como Reagan, ni es un neocon como la pandilla de Bush Jr. Ni
siquiera es un tramposo oportunista como Nixon. Es el resultado denigrante de
todos ellos: un simple demagogo capaz de haber sobrevivido a la vergozante
exhibición de sus torpezas, incompetencias, disparates y delitos. Incluso los
magnates que se han hecho con el control de medios liberales emblemáticos, como
el Washington Post o Los Angeles Times han eludido apoyar
expresamente a su oponente demócrata: temen -o simplemente creen- que puede
ganar y que habrá que vivir con él.
Frente
a esa marea repulsiva que no deja de fluir, los demócratas no han encontrado el
discurso capaz de reconducirla al vertedero de la historia. No han ofrecido un
proyecto claro para millones de norteamericanos que ni siquiera se plantean
votar, que no creen en el sistema, sino que tratan de sobrevivir a sus abusos,
agresiones y falsedades. La campaña de Harris ha pivotado sobre el anti-Trump,
en un envoltorio de apelaciones abstractas y grandilocuentes a la democracia, a
la libertad, a la esperanza, al futuro. Ideas solemnes grandes, escasas
soluciones.
Aún
en el caso de que Kamala Harris gane la semana próxima, Trump se resistirá a
desaparecer de una escena a la que se ha aficionado con malsana adicción. Cuestionará
los resultados, volverá a convocar esquinadamente a los descontentos, azuzará
las más bajas pasiones pseudopolíticas. En definitiva, su presencia no dejará
de atormentar a la nación como una mala digestión.