IRÁN: CUATRO DÉCADAS DE UNA REVOLUCIÓN MALOGRADA

13 de febrero de 2019

                
La teocracia iraní ha celebrado el cuadragésimo aniversario de la Revolución Islámica con el mismo enfoque y tono monocorde que imprime a su discurso público desde los tiempos fundacionales. Sin apenas sombra de autocrítica, refugiándose en el enemigo exterior como causa casi única de los males de la República (la disidencia interior es presentada como subsidiaria del todopoderoso foráneo), agarrada a los eslóganes, ajena a la realidad (1).
               
UN ENTORNO DISTINTO PERO NO DEMASIADO
                
Hoy el mundo es algo distinto de aquellos finales de la década de los setenta (pero no tanto como algunos analistas proclaman). Formalmente, concluyó la polarización Este-Oeste, aunque se ha recreado con otros supuestos ideológicos pero similares tensiones estratégicas. En el plano regional, la Revolución Islámica pretendió abrirse paso al margen de aquella rivalidad sistémica, generar su propio camino. Recuérdese que Jomeini denominaba Gran Satán a Estados Unidos, pero a la Unión Soviética le reservaba el apelativo de Pequeño Satán. Para una república esencialmente religiosa, el ateísmo comunista era completamente inaceptable. Pero el demonio norteamericano era el que había alentado, armado y protegido al tirano impío interior, era la amenaza más próxima, más peligrosa, el enemigo principal.
                
Esa lógica perdura hoy, que la URSS ha desaparecido y Estados Unidos impera como la única superpotencia. Irán se encuentra más a gusto con el autoritarismo neonacionalista en Moscú, llega a algunos acuerdos pragmáticos con el Kremlin, no exentos de desconfianza y prevención, pero aprovecha la utilidad de esa relación interesada para defenderse de la sempiterna amenaza. Los actores regionales también han experimentado cambios, por supuesto, pero  tampoco demasiado. Ese mundo árabe que se extiende al oeste es mayoritariamente sunní, la corriente islámica opuesta, irreconciliable.
                
Para la revolución resulto existencial la terrible guerra que, meses después de su triunfo, tuvo que librar con el vecino Irak. La suerte de la República Islámica se libró en las marismas del estuario de Shatt-el-Arab y zonas colindantes. Irán se desangró, ante la mirada complaciente de Estados Unidos y de otras potencias occidentales.
                
Es cierto que aquel ha desaparecido aquel Irak gobernado con mano de hierro por una minoría militar sunní, pese a que la mayoría de la población fue siempre fielmente chií. La aniquilación del régimen baasista en Bagdad y la consolidación de un nuevo poder afín confesionalmente debía ser un motivo de alivio en Teherán. Irónicamente, el nuevo sistema de poder central en Irak fue propulsado por Washington. Pero, ciertamente, los actuales dirigentes iraquíes en absoluto obedecen el dictado norteamericano. Se mueven entre la afinidad religiosa con Irán y la dependencia norteamericana, en una tensión contradictoria lejos de pronta resolución.
                
Un poco más lejos, otra potencia regional ha tomado el relevo de la hostilidad sunní. Es el reino de la Casa Saud, menos vocinglero o atrevido que el arrogante Saddam, pero mucho más peligroso porque atesora una alianza estratégica con el Gran Satán, ahora más sólida que nunca, pese al destrozo ocasionado por el caso Khassoghi. Irán y Arabia Saudí lideran una renacida dinámica de bloques irreconciliables en Oriente Medio, con guerra interpuestas, áreas de influencia, regímenes dependientes o directamente vasallos. Esta rivalidad está lastrando sus economías, pero la iraní es la más perjudicada por el acoso norteamericano, debido, aunque sólo en parte, al explosivo asunto nuclear.
                
EL ACUERDO NUCLEAR, CLAVE DEL FUTURO
                
El futuro en Irán pivota sobre la resolución de este dossier. El acuerdo que regía el desarrollo nuclear del país abrió grandes expectativas al régimen. Se esperaba con avidez el fin efectivo de las sanciones y los dividendos subsiguientes Trump ha hecho añicos el pacto pergeñado por Obama y Kerry.
               
Algunos analistas sostienen que los duros del régimen nunca quisieron ese acuerdo, porque estaban atrincherados en su discurso confrontacional y consideraban preferible la vía norcoreana, es decir, acceder al arma atómica como suprema garantía de supervivencia.  Pese a las reticencias del sucesor de Jomeini en la suprema magistratura, se firmó el acuerdo y, lo que es más importante, se ha mantenido pese a la ruptura de Trump. Irán esta respetando las provisiones del pacto, según todas las fuentes, incluyendo la inteligencia norteamericana, en abierta disputa con la propia Casa Blanca.
                
El resto de signatarios se atienen a ese compromiso y no han seguido el diktat de Trump. Europa ha desafiado a su gran aliado al crear un mecanismo de cambio que elude la red sancionadora de Washington (2). Pero es indudable que la economía iraní se ha resentido. La recuperación está congelada. Las promesas de los aperturistas sobre la bondad del acuerdo se han visto defraudadas. El Gran Satán resulta más amenazador que nunca, e incluso los moderados afilan su lenguaje, comprensiblemente. La Revolución encara una nueva década bajo el signo de la incertidumbre.
                
El aldabonazo de las protestas de finales de 2017 en el interior del país (menos sonoras en Teherán) constituyó un fuerte aviso de un innegable malestar social. Cuando una revolución fía su supervivencia a la represión del descontento es que ha fracasado. Algunos analistas consideran que el factor generacional puede ser definitivo en la suerte del sistema. No está tan claro. También el fanatismo se nutre de savia nueva, como ilustra un interesante trabajo sobre los mecanismos de propaganda del régimen (3).
                
La percepción de la amenaza exterior ha sido un elemento de cohesión en todos los movimientos revolucionarios de la era moderna (Estados Unidos, Francia, Unión Soviética, Cuba, etc.) Por supuesto, es un factor que termina agotándose, encerrado en las falsedades o unilateralidades de su discurso. Es necesario, pero no suficiente para consolidar el sistema de poder y termina resultando una justificación de las élites. Al cabo, como apunta el primer presidente de la República Islámica, Abolhassan Bani Sadr desde su exilio en París, en una entrevista con LA VANGUARDIA, “Estados Unidos no quiere un cambio de régimen en Teherán, porque saca provecho de él”. El expresidente exhibe cierta ingenuidad al hablar de Jomeini, de su duplicidad, de su oculto designio dictatorial, pero su análisis de la situación actual es bastante certera (4).
                
Con la moneda nacional derrumbada, el desempleo creciente y la pobreza en expansión, Irán vive horas sombrías. De la trágica sangría de los ochenta se ha pasado a la asfixia lenta. La influencia reforzada en el cercano exterior (Siria, Yemen o Líbano), las alianzas de conveniencia con Moscú, Pekín o Ankara y ese liderazgo moral entre los chíies de todo el mundo no dan de comer al pueblo iraní. El gobierno del moderado Rohani, elegido por una mayoría que quiere cambios reales dentro del sistema, está acogotado por el poder religioso (el supremo) y sus palancas instrumentales (militar, policial y judicial), garantes del inmovilismo. La respuesta debe proceder del interior, de los sectores más dinámicos de la sociedad. Pero la derrotada revuelta verde de 1999 (en el vigésimo aniversario) propició un repliegue del régimen. La ruptura está descartada. Sólo una reforma gradual parecería viable.

NOTAS

(1) Uno de los dossiers más extensos sobre las distintas dimensiones del 40 aniversario de la Revolución Islámica lo ha ofrecido la BROOKINGS INSTITUTION: https://www.brookings.edu/series/irans-revolution-forty-years-on/


(3) “Iran’s other generation gap, 40 years on”. NARGES BAJOGHLI. FOREIGN AFFAIRS, 11 de febrero.

(4) Entrevista con Abolhassan Bani Sadr. GEMMA SAURA. LA VANGUARDIA, 11 de febrero. https://www.lavanguardia.com/internacional/20190211/46366564367/bani-sadr-trump-iran-cambio-regimen.html