TRES EN RAYA: ESTADOS UNIDOS ANTE LOS DESAFÍOS DE CHINA Y RUSIA

24 de Septiembre de 2015       
                
El presidente chino, Xi Jinping, realiza su primera visita a Estados Unidos desde que accedió al cargo, quizás en su momento de mayor debilidad debido al frenazo del crecimiento económico, el desplome de los mercados bursátiles y la debilidad de su divisa internacional. En contraste, o quizás alentado por ello, el discurso exterior de Pekín se hace cada día más asertivo y sus proyectos militares son cada año más ambiciosos, para alarma de sus vecinos. Y de Washington. El Pentágono se está planteando alguna medida simbólica para dejar claro que no EE.UU. no va a aceptar los hechos consumados, como las exclusiones de navegación y vuelo en el Mar meridional de China.
                
Paralelamente, el Kremlin intenta procurarse un respiro, tras el agobio al que se ha visto sometida Rusia por las sanciones occidentales impuestas tras la captura de Crimea y, más aún, por el derrumbamiento del precio de los productos energéticos. Con su alarde militar y su iniciativa diplomática en Siria, no pocos atribuyen a Putin el intento de recuperar en Oriente Medio lo perdido en Europa. El presidente ruso ambiciona contar con el respaldo de Pekín.
                
He aquí que, como en otros momentos de la segunda mitad del siglo pasado, Estados Unidos se ve abocado a combinar sus políticas rusa y china para prevenir alineamientos sin arriesgar demasiado una confrontación.
                
MEDIO SIGLO DE EQUILIBRIO

Desde el final de la segunda guerra mundial Estados Unidos ha intentado equilibrar sus relaciones con Rusia (antes URSS) y China con el objetivo estratégico de contener su influencia, evitar una guerra y fortalecer los intereses occidentales en el mundo entero.
                
Este juego equilibrista ha pasado por distintas fases. A finales de los años cuarenta, el comunismo parecía inevitablemente en auge. En la URSS se consolidaba y en China se erigía como sistema victorioso. Los estrategas norteamericanos se prepararon para afrontar un doble desafío en el vasto espacio euroasiático. La mitad de Europa caía bajo hegemonía soviética y en Asia la amenaza cobraba un alcance similar, con especial virulencia en Corea e Indochina.
                
Surgió entonces lo más favorable para Occidente: la disputa chino-soviética. Mao no aceptó el liderazgo internacional de Stalin en la orientación de un comunismo internacional unido y monolítico. Desde comienzos de los cincuenta, cada uno de estos colosos aplicaría su propia política exterior y su visión de la revolución mundial a su manera y bajo el prisma de sus intereses exclusivos. Ahí comenzó la derrota del comunismo real como ideología de futuro, aunque eso tardaría décadas en comprobarse.
                
A finales de los sesenta, un astuto profesor de origen judío, el Doctor Kissinger, se ganó la confianza del Presidente norteamericano más pragmático y oportunista de los últimos cien años, Richard Nixon. Kissinger fue el primero en comprender que este cisma comunista propiciaba irresistibles oportunidades para los intereses estadounidenses en el mundo y consiguió convencer a su jefe de que aplicara una política consecuente y consistente.
                
La apertura a China, tras heterodoxos ‘jugueteos diplomáticos’ (el torneo de ping-pong), resulto un éxito total. Washington logró alarmar a Moscú con este acercamiento. Después de la muerte de Stalin (1953), la URSS había aplacado su discurso y suavizado sus pretensiones, pero no aflojó cuando creyó amenazado el control que ejercía sobre sus satélites (Hungría, Checoslovaquia, etc.). El régimen soviético parecía aún firme en el interior, pero su expansión se había detenido. Más que nunca, la revolución se limitaba a “un solo país”.
                
No obstante, el Kremlin conservaba una baza decisiva: el crecimiento de su arsenal nuclear. Por tanto, el peligro del aislamiento de la URSS mediante el acercamiento a China engendraba el peligro de una percepción de acoso por parte de Moscú. El tándem Nixon-Kissinger completó entonces la apertura a China con varias iniciativas de control de armas con la Unión Soviética: Tratado de prohibición de armas antimisiles (ABM) e iniciación de un diálogo para controlar las armas nucleares de largo alcance o estratégicas, que culminaría en el SALT-I.  Washington establecía una política de equilibrio que tranquilizaba a Moscú sin perjudicar a Pekín y garantizaba una cierta neutralización de ambas potencias comunistas.
                
Esa política, “realista” para los elegantes diplomáticos y académicos que la respaldaron con entusiasmo, estaba dominada por el cinismo de su ejecutor. Nixon aseguraba una especie de paz entre Jefes, mientras cada cual alentaba a sus peones a  continuar batiéndose ferozmente en la periferia mundial: Indochina, África y América Latina.
               
Pero el sistema funcionó. La distensión enterró casi definitivamente la guerra fría. El equilibrio del terror parecía consolidarse como elemento decisivo de la estabilidad internacional. Hasta que, a finales de los setenta, la muerte de Mao y el inicio de un nuevo rumbo de China coincidieron con la esclerosis terminal del sistema soviético.

LA QUIEBRA DEL ORDEN MUNDIAL

Lo que vino después es fácil de recordar por reciente. China se embarcó en un proceso aún incierto de vía autoritaria hacia una economía de mercado, en pos de una hegemonía mundial plagada de contradicciones y peligros. La URSS se desintegró bajo el peso de su envejecimiento y su fracaso absoluto. Contrariamente a China, en Rusia no permaneció una institución central capaz de controlar el cambio sistémico.
                
Durante estos años de transición en China y (ahora) Rusia, Estados Unidos ha intentado mantener ese espíritu de equilibrio, preservando la seguridad e intentando neutralizar una conjunción de estrategias entre Pekín y Moscú para prevenir que pudieran cernirse serias amenazas sobre sus intereses geoestratégicos.
                
Al comunismo obliterado (por completo en Rusia y de forma práctica en China, aunque persista el Partido en el poder), le ha sucedido un tipo de nacionalismo más beligerante, al menos en el discurso y en las proyecciones ideológicas. La revolución mundial ya no es el factor desestabilizador.  Los elementos movilizadores en Moscú y Pekín son ahora los “intereses nacionales”. Washington contiene unos y otros con intensidad variable y con cautela calculada para no crear un problema donde no lo hay. Dicho más claramente: China y Rusia no parecen dispuestas a formar una alianza contra Estados Unidos, por mucho que se sientan a disgusto por las políticas norteamericanas de acción y contención.
                La colaboración en materia energética, o militar, o diplomática, o política no resulta desdeñable, pero presenta numerosas contradicciones y está sometida o subordinada a los intereses de cada cual más que a una estrategia conjunta y a una visión compartida. Así pues, el margen de actuación de Estados Unidos se mantiene casi intacto y puede desplegar sus estrategias de forma flexible y explotar las contradicciones chino-rusas con provecho.
                
EL ENSAYO DE OBAMA

Obama se encontró con esta situación e intentó imprimirle un sesgo más estable o positivo. Intentó el ‘reset’ (puesta a cero) con Moscú pero se encontró con una resistencia mayor de lo esperado. El autoritarismo interno y el aventurerismo externo (Ucrania) han hecho trizas ese intento. No tendrá tiempo de arreglarlo hasta de dejar la Casa Blanca.

Con China, el proceso ha sido distinto. El objetivo en este caso era embridar su auge económico para preservar una posición de hegemonía en el proceso de consolidación de Asia como la región líder de la economía mundial en un futuro ya muy cercano. Ese era el sentido de su famosa fórmula “pivot to Asia”.

Sin embargo, las enormes contradicciones de la conversión de China a la economía capitalista han generado tensiones internas, de naturaleza social (desigualdad creciente), política (corrupción y represión) y ecológica (desastres medioambientales) que, sin amenazar al régimen, han erosionado su legitimidad. Para compensar estos riesgos de quiebra de la autoridad, la elite dirigente se ha embarcado en una peligrosa política de afirmación nacional de tintes hegemónicos en su área cercana de influencia, con reclamaciones territoriales propias de tiempos pasados. Contradicción de conceptos: la superpotencia global del futuro atrapada en actuaciones propias de potencias pretéritas.

Quizás tenga que transcurrir mucho tiempo antes de que China y Rusia definan con más claridad sus designios. Pero Estados Unidos, en su condición de líder de alianzas sólidas en Europa y Asia, no quiere ni puede asistir pasivamente a esas evoluciones. Como hace más de medio siglo, debe combinar audacia y prudencia para, sin prejuicio de la seguridad internacional, favorecer una orientación positiva en esas dos grandes potencias. La dimensión de este empeño hace imposible que el éxito esté garantizado de antemano.