MACRON Y JOHNSON: ESTILOS OPUESTOS, SIMILAR IMPOSTURA

29 de diciembre de 2021

No hay en el panorama político europeo occidental dos dirigentes con estilos de liderazgo más distintos que el presidente francés y el primer ministro británico. Macron es un buen ejemplo del estilo francés, pretendidamente elevado en sus posiciones, grandilocuente no pocas veces, investido de un tono de universalidad que trata de hacer compatible con un patriotismo liberal. Johnson juega a rompedor, arropado en un populismo que, sin renunciar a sus orígenes elitistas, aspira a consolidar su cabeza de puente en la Inglaterra obrera.

Como ya se temía y anticipaba, después del Brexit han continuado las vías de fricción entre ambos dirigentes. El conflicto bilateral pesquero ha sido muy agrio. Lejos de estar resuelto, se ha desviado al terreno pantanoso de las consideraciones tecno-burocráticas. 

No menor fue el daño ocasionado por el pacto AUKUS, por el que, en un abrir y cerrar  de carpetas, a Francia le volaron un negocio armamentístico suculento con Australia, en beneficio de Estados Unidos, con la complicidad/colaboración) del Reino Unido.

Y finalmente, las escaramuzas interminables por la gestión de la inmigración en el Canal de la Mancha han terminado de poner a Londres y París en un estado de incomodidad casi permanente, a pesar del esfuerzo permanente en las cocinas diplomáticas.

Macron y Johnson hicieron amagos de cruzar guantes, sólo para dejar claro ante sus respectivos electorados que no se arrugaban ante el otro. Luego, cada cual a sus problemas internos, que son muchos.

MACRON: EXCUSAS OBLIGADAS... Y A SEGUIR

El presidente francés compareció hace algo más de una semana ante toda Francia, en una entrevista por TV que no fue rica en titulares, sino más bien un ejercicio de relaciones públicas. No confirmó su candidatura a la reelección, aunque se da por hecha. Prefirió abonar el terreno con una combinación de aparente humildad y una exhibición más de ambición europeísta y reformista. Los dos pilares sobre los que pretenden prolongar su mandato.

Macron entonó un mea culpa por algunos comentarios que pudieron “herir a algunos ciudadanos”, como cuando alardeó de lo fácil que era encontrar empleo (sólo hay que cruzar la calle, dijo una vez) o el contraste que estableció entre “los que triunfan” y “los que no son nada”. Rechazó, claro, que se le considere como el presidente de los ricos y se empeñó en prometer un cambio de estilo, de sensibilidad, de modales.

Este Macron más “empático” que nos espera en una campaña ya en marcha considera superado el purgatorio de las disculpas. A partir de ahora lo veremos defendiendo fieramente su gestión y proyectando su ambición de seguir dirigiendo Francia y ofertando un programa de liderazgo para Europa. Como hizo en 2017, pero ahora, con Merkel fuera, con la oportunidad de ser reconocida como el primus inter pares en la UE.

Las aguas electorales están revueltas. Macron cuenta razonablemente, encuestas en la mano, con ser uno de los dos contendientes finales en la segunda vuelta de las presidenciales. Su adversario aparece menos claro que hace cinco años, cuando Le Pen confirmó sin apuros su condición de aspirante. A la presidenta nacionalista-identitaria le ha salido un rival correoso en la figura de Eric Zemmour, un polemista con quien los medios están cometiendo el mismo error que con Trump: alimentarlo y  agrandarlo.

La derecha (Los Republicanos) han elegido a Valérie Pécrese como candidata. No era la favorita al inicio de las primarias. Actual presidenta de la región de l'Ile de France,  fue ministra con Sarkozy. Pero más que su experiencia, lo más peligroso para Macron es que se trata de la candidata más cercana ideológicamente a él. Le será más difícil, por tanto, jugar a marcar distancia con una adversaria “conservadora”. No es que el antiguo partido gaullista haya hecho uno de esos “viajes al centro” que airea la derecha europea cuando le conviene.  En realidad, el triunfador de la primera vuelta de las primarias de LR fue Cioti, el aspirante más ultra, muy cercano y amigo de Zemmour. Al final, los otros candidatos descartados recomendaron  votar a Pécrese en segunda ronda. Pero el pálpito de un tercio del electorado conservador está mas cerca que nunca de la ultraderecha.

Ante un eventual escenario de reagrupamiento de la derecha touts azimuts, Macron está afinando su discurso para asegurarse votos en el centro-izquierda. Ya ha empezado a hablar de “trabajadores mal pagados”, de “justicia social”, de “solidaridad e integración”. Y, sobre todo de presentar su programa de estímulos durante la pandemia (“cueste lo que cueste”) como una prueba de su distancia con la política de rigidez fiscal de la derecha. En esta impostura, el estado comatoso de la izquierda francesa le facilita la estrategia.

JOHNSON: LA OLA CRECIENTE DEL DESCONTENTO

Boris Johnson está en otro tipo de apuros. Le quedan técnicamente dos años para someterse a las urnas, pero esa asombrosa mayoría que obtuvo en diciembre de 2019 se le ha descompuesto demasiado pronto. En apenas tres meses se han acumulado reveses políticos de consideración.

La derrota en una reciente elección parcial en un feudo histórico de los tory ha sido un serio toque de atención. El conservador derrotado estaba lastrado por un turbio caso de incompatibilidades. Pero Johnson lo había defendido, como a otros políticos de su partido, de ahí que él mismo asumiera personalmente su responsabilidad por la derrota.

No ha tenido menor impacto negativo en la credibilidad de su liderazgo el escándalo provocado por la publicación de las fotos de un party en el jardín trasero del 10 de Downing Street, en pleno confinamiento, después de que la oficina del PM negara que hubiera tenido lugar. Al propio Johnson le cogieron en renuncio al negar mentirosamente que había utilizado fondos de donaciones políticas para redecorar su residencia.

La gestión de la última ola del COVID ha resquebrajado aún más las filas tories. Un centenar de diputados tories votaron en contra de las tardías medidas de protección presentadas por el gobierno. Previamente, el ministro del Brexit, David Frost presentaba su dimisión por disconformidad con Downing Street.

Las encuestas sitúan ahora a los laboristas por delante de los tories, hasta por diez puntos de diferencia. Los números del PM son aún peores: apenas un 24% de aceptación.

El liderazgo de Boris Johnson entre los conservadores británicos siempre ha sido una anomalía, sólo explicada por el gigantesco fiasco del Brexit. Johnson confía aún en esa impostura populista que le ha permitido conseguir votos en el norte de Inglaterra, antes laborista. Johnson cree contar todavía con la baza de su instinto político, para salir a flote, como ha hecho otras veces. Pero ahora está expuesto y cualquier chispa puede encender una revuelta parlamentaria tory y cobrarse la cabeza del primer ministro, como es bien sabido.

Hasta ahora no se avistaba que al Rey Boris pudiera salirle un rival interno capaz de desafiarlo durante su actual mandato. Sin embargo, una encuesta reciente indica que bajo el hipotético liderazgo del ministro de Finanzas, Rishi Sunak  (de origen indio), los tories obtendrían sesenta escaños más. No obstante, estos barómetros son aún muy volátiles. La evolución de la pandemia y la habilidad para sortear los interminables estragos del Brexit serán decisorios a medio plazo. Por lo pronto, un invierno de descontento surge en el horizonte próximo.

               

               

CHILE: LOS RIESGOS QUE AFRONTA LA IZQUIERDA MILENIAL

22 de diciembre de 2021

El Chile más progresista y esperanzado celebra el triunfo de Gabriel Boric, 35 años, en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales del pasado domingo. Con casi un 56% de los votos, ha aventajado al candidato de la ultraderecha, José Antonio Kast, en 12 puntos. Una victoria suficiente, a simple vista. Pero las fuerzas conservadoras consiguieron casi la mitad de los escaños en las elecciones legislativas paralelas. Boric no lo tendrá fácil. Todo lo contrario.l camino estará plagado de riesgos.

1) Las fuerzas resistentes al cambio son muy poderosas, en Chile como en otros países de la región. Están bien organizadas y disponen de numerosas palancas para sabotear el cambio que el candidato izquierdista promete con entusiasmo. No es alentador que cuatro de cada cinco chilenos haya decidido votar por alguien tan ultra como Kast, pese a sus modales suaves. Su exoneración de las barbaridades represivas de la era Pinochet resulta injustificable. Pero su adhesión a las políticas económicas neoliberales de los setenta en adelante es mucho más perversa, porque deja bien a las claras la voluntad de la derecha chilena de no renunciar bajo ningún concepto a sus privilegios, aunque para ello hubiera que confiar el encargo a un ultraderechista confeso.

Es imposible no recordar que la experiencia socialista democrática de Salvador Allende fue saboteada desde dentro y desde fuera, bajo la inspiración, la financiación y la presión de empresas multinacionales norteamericanas con el beneplácito del gobierno Nixon. Posteriormente, los gobiernos de centro de la Concertación fueron tolerados por esos poderes, porque nunca se atrevieron a tocar elementos básicos de la muy desigual estructura social del país.

Ahora, tras la explosión social de 2017, liderada por los estudiantes, y la emergencia de una nueva generación de dirigentes izquierdistas que estaban entonces a final de la veintena, se presenta una oportunidad de abordar la gran asignatura pendiente de la democracia restaurada: la justicia social.      

                2) La cohesión del electorado de Boric no es sólida. La generación de milenials que se desencantaron con las insuficiencias de la Concertación exigirán resultados claros y no a mucho tardar. La constelación de partidos de la izquierda rebelde o revolucionaria no es de naturaleza paciente. Las promesas de Boric, acuñadas en su eslogan electoral de referencia (que Chile, cuna del neoliberalismo, sea ahora también su tumba) es un reto muy grande, que atenta contra intereses duramente pertrechados en el mundo de los negocios chilenos, con sólidos vínculos internacionales.

                El mensaje tranquilizador de las últimas semanas del propio Boric puede empezar a generar dudas y hacer temer que, a la postre, el candidato izquierdista ha empezado a comprender que algunas de sus radicales propuestas sociales deberán esperar o ser templadas en pactos con un Congreso dividido. Su mensaje, en la misma noche del triunfo electoral, de gobernar “para todos los chilenos” suena demasiado a un político del sistema, centrista o, como mucho, socialdemócrata, y no a ese izquierdismo del que procede. La decepción de sus partidarios más próximos puede empezar a manifestarse muy pronto, si se confirma esa senda de moderación. En el retoque de su programa de gobierno ya empieza a ser visible.

3) Las masas sociales que más necesitan un cambio profundo siguen alejadas de las urnas, aunque Boric haya podido atraerse el voto de amplios sectores que en la primera vuelta optaron por la abstención. La participación aumentó en un millón de votos, pero sobre en todo en las zonas urbanas de clase media o media-baja. La población más pobre no cree en la democracia, porque no ha resuelto sus problemas. Para esas clases populares, Boric no es uno de los suyos. Es probable que ni siquiera hayan escuchado en verdad su mensaje.

4) El electorado moderado de izquierda que ha votado a un candidato más radical de lo que hubieran preferido ha actuado con el único propósito de cerrar el camino al ultraderechista Kast. Boric era consciente de esa oportunidad y ha jugado esa carta a fondo desde que se planteara el desafío binario tras la primera vuelta. Algunos dirigentes socialistas ven en el que será el presidente más joven de la historia de Chile un mal menor, algo inevitable pero no deseable. Más que la vía griega, se piensa en la experiencia española. En el primer caso, Syriza, propulsada por un apoyo en su día mayoritario, se elevó contra todos, incluida la socialdemocracia griega, partícipe del desastre. Podemos, en cambio, aceptó su condición de fuerza secundaria y aceptó un pacto con los socialistas, que se mantiene pese a las dificultades y desencuentros. Está por ver si el socialismo chileno, históricamente dividido en facciones y corrientes, favorece una convergencia con esta izquierda generacional.

5) Los antecedentes regionales son poco venturosos. Entre 2005 y 2015 la izquierda tuvo la oportunidad de corregir la correlación de fuerzas sociales en América Latina, en parte, porque se pudo armar una cierta complicidad entre vecinos de similares sensibilidades. Pero aquella alineación favorable acabó con el fracaso del peronismo populista en Argentina o el boicoteo escandaloso del mandato del gobierno brasileño de Dilma Rousseff, urdido por una derecha tan indecente como la chilena.  

Ahora, se vuelve a dibujar otro ciclo progresista. Boric tiene al otro lado de los Andes a un vecino con el que puede entenderse, pero este último peronismo argentino esta descosido y desunido, asfixiado de nuevo por la deuda y acosado por la inflación. En Perú, también ha ganado un izquierdista ajeno al politiqueo de Lima, pero Pedro Castillo bastante tiene con resistir la conspiración de una derecha que nunca aceptó su triunfo y cuyo bloque más estrecho de apoyo adolece también de cohesión. Honduras es otra referencia más lejana pero esperanzadora. En Colombia y Brasil, las encuestas auguran buenas perspectivas para Gustavo Petro y, otra vez, para Lula Da Silva, pero las fuerzas inmovilistas echarán el resto.

6) La administración Biden (con un Congreso dividido y los republicanos cada vez más radicales) estará más interesada en forzar un cambio en Venezuela y continuar con la presión sobre Cuba, y no en contemplar las experiencias socialistas con neutralidad. En el anterior ciclo progresista, el liderazgo político norteamericano pese a no ser afín, tampoco se mostró demasiado hostil, o menos hostil de lo habitual. La derecha regional no conectaba con Obama. Cuando Trump llegó a la Casa Blanca, los vientos ya habían cambiado en la región.

En fin, Boric va a necesitar mucha suerte y una inteligencia política no basada en la experiencia sino en la intuición y en la lealtad de las fuerzas que motivaron el cambio de hace unos años. Los tres pilares de su programa: la subida del salario mínimo, el fortalecimiento de los servicios sociales y un sistema público de pensiones que garantice un retiro digno y universal no sería una propuesta revolucionaria en Europa, pero constituye un peligro para los egoístas pudientes de cualquier país latinoamericano. El primer paso para abrirse paso será que la Asamblea Constituyente concluya sus trabajos con una nueva Carta Magna que entierre definitivamente el legado del dictador. El otro pinochetismo, ese que con guantes de seda ha estado de nuevo a punto de atenazar al país, se encuentra agazapado, a la espera de recibir instrucciones de quienes lo manejan para hacer fracasar la esperanza. 

FRANCIA: EL LENTO SUICIDIO DE LA IZQUIERDA

15 de diciembre de 2021

A medio año de las elecciones presidenciales y generales francesas, la izquierda se encuentra en una posición de debilidad aún más acusada que hace cinco años. El desgaste o la fallida retórica del presidente Macron, el refuerzo de la amenaza ultraderechista y la discreta performance de la derecha tradicional no han servido de acicate para articular un proyecto común alternativo. La izquierda se consume en un laberinto de egos, confusión ideológica, anemia social, división endémica y rencores pequeños.

A esta hora, hay en Francia cinco señalados candidatos presidenciales situados en la órbita de lo que se entiende tradicionalmente como de izquierda, excluyendo las opciones revolucionarias que no llegan al 1% de los votos.

- la alcaldesa de París, Anne Hidalgo, que ganó las primarias del Partido Socialista, con escaso entusiasmo pero notable ventaja sobre unos concurrentes de muy segunda línea.

- el ex-jefe de los eurodiputados ecologistas franceses y previamente director de campañas de Greenpeace, Yannick Jadot, asimismo vencedor de un criba interna sobre otros tres candidatos verdes, que puso en evidencia la atomización del movimiento ecologista galo.

- el veterano izquierdista, Jean-Luc Melenchon, un representante de la ala más radical del  PSF hasta 2008, cuando abandonó el partido para intentar primero formar un bloque de los partidos de izquierda y luego un movimiento más allá de los partidos denominado Francia Insumisa, del que fue candidato presidencial en 2012 (11% de los votos) y 2017 (19,6%).

- el exsocialista Arnaud Montebourg, fallido candidato presidencial en 2012 y luego titular de la pretenciosa cartera de recuperación industrial en el gobierno de Hollande, con quien rompió sonoramente (como estaba previsto desde un principio) por su disconformidad con la política económica, que consideraba sometida al dictat alemán.

- el actual líder del Partido Comunista y penúltimo dirigente renovador, Fabien Roussel, experiodista y diputado, que trata de frenar una decadencia paralela a la de su familia política europea, lastrada además por la más bien frustrante experiencia de gobierno con Mitterrand.

Según las encuestas, ninguno de estos contendientes por separado se encontraría ni de lejos en condiciones de disputar la presidencia en una segunda vuelta. Incluso si se sumarán los votos previsibles de todos ellos, no estaría asegurado un resultado superior al de la flamante candidata de la derecha republicana, Valérie Pécresse. El pulso en la ultraderecha, escindida entre la tradicional Marine Le Pen y la estrella rutilante, Éric Zemmour, debe dirimirse en los próximos meses.

Ante estas deprimentes expectativas, se han producido movimientos recientes. El más señalado ha sido el de la candidata oficial socialista. Anne Hidalgo, en un cambio repentino y sorpresivo de posición, propuso la semana pasada realizar unas primarias de la izquierda para seleccionar un candidato único. Hasta ahora, sólo ha respaldado la iniciativa su excompañero de partido, Arnaud Montebourg, quien, a decir verdad, siempre favoreció la opción unitaria.

El ecologista Jadot ha dado un frío non-recevoir a estos esfuerzos de unidad: “no para resolver las dificultades de unos candidatos que improvisan”. El desdén del candidato verde no se corresponde con sus expectativas: su campaña no termina de despegar. Ni siquiera con el éxito de sus correligionarios alemanes, con quienes nunca han estado en perfecta sintonía. Jadot parece hoy otra vedette de esa izquierda abocada al fracaso, heredera de aquella gauche divine.

Los analistas políticos franceses tratan de explicarse el último giro unitario de la alcaldesa de París. Lo más obvio es que, aparte del tradicional empuje inicial, su candidatura adolece también del impulso necesario, no ya para competir con Macron, sino ni siquiera para concitar un apoyo del electorado de izquierdas. Cuando fue elegida candidata por un PSF en estado de ruina económica, descomposición orgánica y deriva ideológica, los asesores del Presidente se mostraron indiferentes: “Demasiado parisina!”, dijeron. Hidalgo es parisina de adopción. Hija de españoles (un electricista sindicalista y de una costurera españoles que emigraron por razones económicas y políticas a finales de los cincuenta), pasó su infancia en Lyon y sólo se trasladó a París después de cursar sus estudios universitarios. Pero, ciertamente, ha hecho su carrera política en la capital. Su auge ha coincidido con el declive espectacular de su partido, con cuyos barones no ha estado nunca en buena sintonía.

Desde un principio se advirtió que el PSF contemplaba esta batalla presidencial como algo perdido de antemano, de ahí que no hubiera demasiada resistencia a una candidata a la que no concedían mayor mérito que haber sido la primera mujer en ocupar la primera alcaldía de la nación. La “española” ha tenido un discurso discretamente cercano a la izquierda del partido, pero sin formar parte de las sucesivas corrientes militantes, en particular los frondeurs que cuestionaron el liderazgo del entonces presidente Hollande.  Siempre quiso  afianzar su perfil local, de gestora municipal, si acaso con mensajes de mayor equidad social y compromiso ecológico. Lo que, por cierto, no le bastó para cimentar la confianza de los ecologistas parisinos, con los que ha mantiene una difícil cooperación en la alcaldía.

Aparte de este número excesivo de candidatos, hay otras figuras de la izquierda francesa refugiadas en fórmulas no partidistas, que pueden jugar un papel residual en votos, pero no desdeñable para la psicología de un electorado tan crítico como a veces irreal. Es el caso del filósofo e intelectual Raphaël Glucksmann (no confundir con el neofilósofo derechista de los ochenta André Glucksmann, ya fallecido). Creó la plataforma Place Publique, en respuesta a la crisis de credibilidad de los partidos tradicionales de izquierda. El PSF, en pleno trauma por el batacazo en las presidenciales de 2017 (el socialista crítico Hamon obtuvo poco más del 6% de los votos), lo apoyó como socio de coalición y cabeza de lista de una izquierda plural en las elecciones europeas de 2019. Glucksmann no parece interesado en salirse de ese ámbito.

La figura que podría agitar este panorama atascado de la izquierda es Christiane Taubira, exministra de Justicia con Hollande como líder del Partido de los Radicales de izquierda (PRG), habituales socios de los socialistas en el gobierno y en el Parlamento. El mayor activo de esta política guayanesa y extracción social muy humilde es su esfuerzo personal en defensa de los derechos de los inmigrantes, minorías y sectores más desfavorecidos. La derecha le fue muy hostil, pero Taubira terminó enfrentada con el entonces superministro del Interior, Manuel Valls y, a la postre, con el propio Hollande, lo que le llevó a abandonar el Gobierno en 2015, después de disentir sobre ciertos aspectos de la política antiterrorista.

Taubira deshoja ahora la margarita. Podría ser una figura unificadora, pero difícilmente podría revolver el tablero político. Cincuenta años después de aquel programa común suscrito en 1972 por socialistas, comunistas y radicales de izquierda, que terminaría llevando a Mitterrand al Eliseo en 1981 (casi lo consiguió en 1974, pero ganó finalmente Giscard), la unidad se antoja imposible (y ya inútil). Las experiencias de gobierno socialistas han sido muy complacientes con la doctrina neoliberal y con las políticas de austeridad. Los periodos en la oposición alumbraron discursos más combativos y un radicalismo externo de salón, pero muy poco trabajo con la base social. Las rencillas y personalismos se avivaron. Francia se encuentra firmemente anclada en la derecha. La izquierda se entrega a un suicidio político a fuego lento.

LOS ENREDOS DIPLOMÁTICOS DE BIDEN

 9 de diciembre de 2021

Joe Biden, pierde fuelle político. Su índice de aceptación disminuye, como suele ocurrirles a los presidentes norteamericanos, tras el entusiasmo inicial, en este caso reforzado por el alivio de haberse quitado de encima la pesadilla de Trump.  Las guerras legislativas, el fuego amigo y la confusión de responsabilidades por la demora en la ejecución de sus proyectos de obras públicas y protección social ha lastrado a Biden, debilitado por el fuego amigo de los demócratas conservadores, como ya le ocurriera a Obama o a Clinton.  

En ocasiones, estas adversidades internas se veían compensadas con iniciativas externas de cierto fuste y de superior despliegue propagandístico. Biden no ha contado con eso. Más bien al contrario: se ha atascado en una retórica defensa de la democracia urbi et orbi, tan contradictoria como siempre. Washington sigue amparando dudosas democracias amigas o cooperantes y acosando a regímenes no más autoritarios pero sí menos dóciles.  

La política exterior de Biden, en todo caso, está consumida por el esfuerzo de frenar a China, sin traspasar limites indeseables de conflicto. Es decir, se trataría de gestionar una nueva guerra fría con espacios cálidos de colaboración, en aquellos ámbitos que sirven a los intereses generales del orden liberal internacional (un sistema comercial que embride las prácticas francotiradoras de Pekín y una transformación ecológica que no perjudique a la economía altamente contaminante de los Estados Unidos). La cuadratura del círculo.

Los otros asuntos internacionales son secundarios, lo que no quiere decir menores. Destacan dos: las relaciones con Rusia (conectada por muchos pasillos con China) y la contención de Irán (en un periodo de repliegue norteamericano en Oriente Medio).

EL AJEDREZ UCRANIANO

La pretensión de la actual Casa Blanca con el Kremlin consiste en limitar su capacidad disruptiva en el antiguo espacio soviético y evitar, con estímulos medidos y precisos, que no se incline demasiado del lado chino. Como parte del primer objetivo, lo prioritario ahora es disuadir a Putin de una nueva aventura militar en Ucrania.

En las últimas semanas, los servicios de inteligencia norteamericanos han advertido de una concentración inusual de tropas rusas en la frontera con Ucrania (más de 100.000 soldados y equipamiento notable), lo que hace temer una  invasión (1). Moscú no lo niega tajantemente, porque eso supondría dar explicaciones sobre decisiones que competen a su exclusivo ámbito soberano. Este juego de sobrentendidos está plagado de peligros.

Rusia tiene preocupaciones legítimas en Ucrania, y Washington lo reconoce. Desde comienzos de los noventa, la ampliación de la OTAN al Este ha provocado pesadillas en Moscú y ha sido uno de los motivos de la deriva autoritaria en el país. Putin aprovechó este malestar para construir un discurso de reacción nacionalista y patriótico. La “recuperación” de Crimea fue el cénit de esa política de recuperación de la confianza tras el humillante hundimiento soviético. La posterior rebelión de las fuerzas prorrusas del este de Ucrania contra el gobierno central, con su centro de gravedad muy escorado hacia Occidente, sirvió de palanca de presión a Moscú para impedir lo insoportable: la incorporación del vecino a la Alianza Atlántica.

La guerra del este de Ucrania se congeló con las dos ediciones de los acuerdos de Minsk. Un compromiso que estabilizó los frentes de combate, facilitó el intercambio de prisioneros y anunció un pacto político: estatuto de autonomía para las regiones rusófonas (Luhansk y Donetsk)  y retirada de las tropas rusas de apoyo a los rebeldes. El cumplimiento de este último punto, el de más alcance, pero también el más complejo, se ha ido demorando. Kiev sostiene que primero deben alejarse los rusos de su territorio y luego arbitrarse el sistema de representación especial de esas regiones fronterizas. Moscú replica que sin la presión armada nunca tendrán autonomía esas poblaciones prorrusas.

Los acuerdos de Minsk fueron negociados por Alemania y Francia bajo el llamado formato Normandía (por el lugar donde se desarrollaron las negociaciones previas). Pero Moscú quiere implicar ahora a Washington, que, a la postre, lidera la alianza occidental. No se trata solo de negociar con el pez gordo. El Kremlin quiere reconocimiento internacional; es decir, plaza en la mesa principal del mundo. No quiero ser un segundón (2).

La entrevista telemática de Biden con Putin este 8 de diciembre no parece haber desatascado la crisis. El presidente norteamericano ha advertido a su colega ruso que una operación militar en Ucrania tendría muy graves consecuencias, en forma de sanciones muy duras, más aún de las impuestas tras la anexión de Crimea. El principal blanco de estas medidas serían las élites rusas que colaboran con el Kremlin: la nomenklatura actual. También se le ha advertido a Putin que Estados Unidos y Alemania podrían paralizar la entrada en funcionamiento del gasoducto Nordstream-2 (3). Si Rusia se atreviera a agredir a Ucrania, el flamante gobierno alemán parece abierto a asumir este riesgo, después de que Merkel se mostrara resistente a las maniobras boicoteadoras de Washington durante años.

Putin arriesga mucho con una operación militar, y no sólo por las represalias económicas que pudiera ejercer Occidente (4). Washington ha reforzado militarmente a Ucrania y seguirá haciéndolo. El coste de una invasión sería altísimo y no está garantizado un control inmediato. La situación económica de Rusia es frágil y la estabilidad política, pese al refuerzo del sistema autoritario personal, no es tan sólido como se proclama desde el Kremlin.

IRÁN: EL ACUERDO IMPOSIBLE 

Con el programa nuclear iraní hay también un juego de imposturas. El cambio de gobierno en Irán a favor de la tendencia más conservadora alineada con el Guía Supremo ha afianzado una posición exigente en las negociaciones con Washington. A la postre, la política de “máxima presión” de Trump y la retirada del acuerdo negociado por la administración Obama (JCPOA) ha favorecido a los intransigentes en Teherán (5).

Una vez que Estados Unidos abandonara el acuerdo, Irán recuperó su programa inicial, lo que ha supuesto el enriquecimiento de más uranio a más alta capacidad y en mayores cantidades,  el empleo de tecnología entonces bloqueada y, en consecuencia, la reducción del tiempo necesario para hacer efectiva la bomba. Antes de la reanudación de las negociaciones, Washington exigió a Teherán que diera marcha atrás. Pero los iraníes pusieron como condición que se levantaran de inmediato la mayoría de las sanciones y que EE.UU. se comprometiera a que no habría futuras renuncias, algo que Biden no puede garantizar (6).

La Casa Blanca dice querer honrar el acuerdo de Obama, pero no exactamente el mismo acuerdo. No pretende solamente que Irán vuelva a los márgenes de 2015. Quiere también reducir la capacidad de maniobra de Teherán en Oriente Medio, neutralizar su programa armamentístico (sobre todo sus misiles) y desactivar a las milicias chíies que sirven de correa de transmisión de los intereses iraníes en Irak, Líbano, Yemen, Siri, etc.  Es decir, Biden pretende ejercer una contención rígida del régimen teocrático de los ayatollahs: lo que Washington lleva inútilmente persiguiendo desde hace cuatro décadas.

En el pulso con Irán, Biden parece en mejores términos con el nuevo gobierno israelí de lo que estaba Obama con Netanyahu. Hasta cierto punto. Si el gobierno ultraconservador iraní continua en su carrera nuclear, hay que dar por seguro que Israel intensificará sus operaciones boicoteadores encubiertas (hackeos, asesinatos de científicos, destrucción de instalaciones...). Y Washington callará, es decir, concederá (6). Si Irán pretende completar su programa nuclear, “eso no pasará”, según palabras del secretario de Estado norteamericano, Anthony Blinken.

 

NOTAS

(1) “Is Russia preparing to invade Ukraine”. PAUL KIRBY. BBC, 8 de diciembre. “Is Russia preparing to invade Ukraine?”. EMMA ASHFORD y MATTHEW KROENING. FOREIGN POLICY, 19 de noviembre.

(2) “Diplomacy -and strategic ambiguity- can avert a crisis in Ukraine”. ANGELA STENT (Brookings Institution). FOREIGN AFFAIRS, 6 de diciembre; ( ) “Russia won’t let Ukraine go without a fight”. MICHAEL KIMMAGE y MICHAEL KOFMAN. FOREIGN AFFAIRS, 22 de noviembre.

(3) “What sanctions could the US hit Russia with if It invades Ukraine?”. THE GUARDIAN, 7 de diciembre; ( ) “Biden is running out of time to help Ukraine fend off Russia”. AMY MCKINNON, JACK DETSCH y ROBBIE GRAMMAR. FOREIGN POLICY, 6 de diciembre.

(4) “Are Russia  and Ukraine once again on the brink of a war?”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE, 1 de diciembre.

(5) “What the Raisi administration wants in the nuclear talks”. SAEB SADHEGI. FOREIGN POLICY, 7 de octubre.

(6) “Iran won’t back down. As nuclear talks resume, Teheran isn’t looking to compromise”. MOHAMMAD AYOTALLAHI TABAAR. FOREIGN AFFAIRS, 2 de noviembre;  “Iran feels cornered by the Biden administration”. KIM GHATTAS (THE WASHINGTON INSTITUTE ON MIDDLE EAST). THE ATLANTIC, 1 de diciembre.

(7) Nuclear iranienen: Isräel réclame plus de fermeté face a Téhéran. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 24 de noviembre.

ALEMANIA: ¿TRES SON MULTITUD?

 1 de diciembre de 2021

Alemania tendrá nuevo gobierno la semana que viene, tras el acuerdo tripartito sobre un programa de 177 páginas alcanzado recientemente por socialdemócratas, verdes y liberales. Comienza una nueva etapa política, pero habrá continuidad en los asuntos fundamentales. No en vano, el canciller in pectore, Olaf Scholz, se presenta como un fiel heredero de la era Merkel.

Se trata de una paradoja aparente: la política alemana (como la europea, salvo en sus márgenes periféricos) está dominado por el llamado consenso centrista, que ha resistido el empuje del nacional-populismo, aunque haya asumido algunos de sus presupuestos. Pero en Alemania este principio rector de la política aparece reforzado por su condición de motor de la Unión, de líder de facto. Y por una tradición que procede del milagro de la recuperación económica de posguerra, basado, según creencia ampliamente compartida, en la capacidad de acordar en vez de discrepar.

La fórmula tricolor o semáforo (por el color de los tres partidos de la nueva coalición de gobierno) es inédita, y eso es quizás el único elemento realmente novedoso de la nueva etapa. Nunca ha habido un gobierno compuesto por tres fuerzas políticas en la República federal. El sistema electoral y la ciudadanía favorecían la conformación de mayorías estables.

Pero las crisis europeas de la última década (financiera, migratoria y sanitaria) han erosionado el predominio de los partidos centrales (CDU-CSU y SPD) y otorgado un plus de influencia a los menores (Verdes, FPD) y, con desigual fuerza, a los extremos (AfD y Die Linke). En otro país, esta coalición tripartita emergente sería Frankenstein político. No en Alemania. Aunque liberales y verdes se presentaron con programas muy discordantes en el ámbito económico y ecológico, el SPD ha oficiado como fiel de la balanza en las negociaciones del gobierno y, previsiblemente, lo seguirá haciendo en el ejercicio del poder. La pregunta es si será capaz de  mantener unida la coalición.

Estas semanas, los medios alemanes han ido ofreciendo pistas del tira y afloja. Las negociaciones eran secretas y los participantes han respetado, con el rigor que les caracteriza, ese compromiso. Pero siempre hay filtraciones. En un detallado artículo, el semanario DER SPIEGEL (centroizquierda) ha ofrecido un relato jugoso de lo ocurrido estos últimos dos meses. La idea principal es que ya han empezado a surgir las primeras fracturas en la coalición (1).

SENSACIÓN AGRIDULCE EN LOS VERDES

Los Verdes, pese a su entusiasmo aparente, no están satisfechos por el resultado de las negociaciones. El principio cero carbón se adelanta a 2030, pero como objetivo “ideal” no como mandato efectivo. En cambio, consiguen que el 80% de la electricidad sea suministrada por energía renovables frente al 65% actual (2).

Como segundo partido en votos, los Verdes intentaron hacerse con el ministerio de Transportes, para dinamizar los cambios en un sector de gran impacto medio ambiental. Los liberales abortaron la maniobra reclamando la cartera de Medio ambiente, que los Verdes no podían perder. Al final, el colíder ecologista, Robert Habeck, ha obtenido La Vicecancillería y una supercartera de Economía, Ecología y Energía, desde la que intentará consolidar un diseño transformador de la estructura productiva. La otra palanca de cambio verde será Agricultura. Pero el líder liberal, Christian Lindner es el que tendrá las llaves de la caja fuerte federal. El pulso será intenso... y ruidoso. De momento, una de las propuestas verdes, la reducción de la velocidad máxima de los vehículos en las autopistas a 120 km/h (simbólica pero muy mediática) ha quedado descartada, por la oposición decidida de los liberales. En la base ecologista hay frustración, sobre todo en su corriente antes denominada fundi (por fundamentalistas);  es decir, los más idealistas o puros, que temen una disolución de los principios en la espiral de la gestión cotidiana y los equilibrios políticos (3).

UNA POLÍTICA EXTERIOR CONTINUISTA

Los Verdes han conseguido Exteriores, pero es tradición en los gobiernos de coalición alemanes que el segundo partido se quede con esa cartera. La ministra será la candidata derrotada a la Cancillería, Annalena  Baerbock, la otra componente del liderazgo bicéfalo del partido, que satisface así una ambición personal demasiado transparente. Pero, como también es de rigor, la política exterior, en los asuntos estratégicos, se conduce desde la Cancillería. Baerbock tratará de defender sus prerrogativas, pero Scholz conoce muy bien este axioma de la gobernación alemana. Aquí también se prevén conflictos internos. La futura ministra tiene posiciones más duras frente a China o Rusia y más ambiciosas en los asuntos de integración europea (especialmente en los económicos).

Scholz es más circunspecto. Con Moscú, no querrá arriesgar un entendimiento del que depende el suministro gasístico y la estabilidad del orden de posguerra fría. Los Verdes son más críticos con la OTAN, en particular con los asuntos nucleares (al cabo, de esa polémica nacieron, en los ochenta), mientras los socialdemócratas, desde Brandt, son partidarios de que el entendimiento con el Kremlin no se haga en perjuicio de la solidaridad atlantista. El SPD se asegura el Ministerio de Defensa, como se esperaba. Con Pekín, Scholz se cuidará de poner en peligro los intereses de la industria exportadora alemana. O sea, línea Merkel.

La primera prueba de la cohesión podría ser Ucrania. Las especulaciones sobre una inminente operación militar de Rusia, abonada por filtraciones de los servicios de inteligencia acerca de una concentración de tropas rusas en la frontera, han puesto en alerta a los principales responsables políticos y militares occidentales. No es la primera vez que surgen estos rumores, con motivo de maniobras o ejercicios rutinarios. Pero que el propio presidente ucraniano haya llamado al lobo ha disparado la atención mediática.

EL GASTO PÚBLICO, PRUEBA CLAVE DE LA COHESIÓN

Pero donde la estabilidad del próximo gobierno puede estar sometida a más presión es en la política económica. Los liberales han conseguido que se mantenga el llamado “freno de la deuda”, para disgusto verde, que quieren financiar generosamente el cambio ecológico. Habrá más flexibilidad que en el pasado, como ha ocurrido recientemente debido a los programas de activación contra los efectos depresores de la pandemia. Pero se mantiene el compromiso de reequilibrar las cuentas públicas en 2023, cuando se supone superada la crisis COVID (4).

En la extinguida Gross Koalition, Scholz defendió una política un poco diferente a la de los puristas de la austeridad de la CDU-CSU. Merkel dejó hacer, convencida de que la situación excepcional lo exigía.  El entonces vicecanciller se rodeó de un equipo alejado del rigorismo que han ejercido los ministros de Hacienda alemanes (5). Pero si los brotes inflacionarios que ahora apuntan se confirmaran, los partidarios de la ortodoxia presionarían. Y los liberales serán sus máximos exponentes en el nuevo gobierno.

En el artículo de DER SPIEGEL mencionado más arriba, se indica que los Verdes no cuentan con el apoyo garantizado del SPD en un eventual choque con los liberales, y se basan en detalles de la negociación: por ejemplo, el alineamiento FPD-SPD a favor de la ratificación del tratado comercial con Canadá (CETA). Pero también en percepciones de química o de entendimiento personal. Scholz y Lindner han desarrollado desde hace tiempo una cálida relación personal, más allá de sus divergencias políticas.  Paradójicamente, en asuntos socio-culturales (aborto, matrimonio, drogas, etc), los verdes están más cerca de los liberales que de los socialdemócratas. La base tradicional socialista/sindical es más tradicional.

LA HORA DE SCHOLZ     

La capacidad de Scholz para conducir este proyecto a término dirá mucho sobre su valor como líder. El radicalismo de la primera hora como militante socialista quedó hace mucho tiempo en el olvido (6). Su pragmatismo avala el estilo negociador, conciliador, pactista que defendió como heraldo de su candidatura. Un merkelismo sin Merkel, con un acento social más retórico que sustancial. El SPD ha conseguido que los liberales acepten el salario mínimo a 12 euros la hora, a cambio de no avalar genéricamente las “alegrías presupuestarias” de los Verdes. La base socialista parece de momento satisfecha, porque ni el mejor de los sueños podían imaginar hace apenas seis meses que uno de los suyos volviera a ocupar la Cancillería, a la postre el puesto más decisorio, con coalición o sin ella. La fracción izquierdista del SPD no agitará el barco, salvo que las concesiones a los liberales sean demasiado evidentes. En todo caso, pronto puede surgir la impresión de que tres son multitud para conducir el destino próximo del país más rico y poderoso de Europa.

 

NOTAS

(1) “How stable is Germany’s new coalition? The first fractures become apparent in Berlin”. DER SPIEGEL, 27 de noviembre (versión en lengua inglesa).

(2) “Green shift. Germany’s new government holds great promise. It will need luck, too”. THE ECONOMIST, 24 de noviembre.

(3) “En Allemagne, Scholz présente un Accord de coalition placé sous le signe du ‘progress’”. THOMAS WIEDER (corresponsal). LE MONDE, 25 de noviembre.

(4) “Are Germany’s capitalists cool now?”. PETER KURAS. FOREIGN POLICY, 24 de noviembre.

(5) “Olaf Scholz’s quiet revolution in Germany economics”. CAROLINE DE GRUYTER. FOREIGN POLICY, 8 de octubre.

(6) “He convinced voters he would be like Merkel. But who is Olaf Scholz? KATRINN BENNHOLD. THE NEW YORK TIMES, 24 de noviembre de 2021.