9 de diciembre de 2021
Joe
Biden, pierde fuelle político. Su índice de aceptación disminuye, como suele
ocurrirles a los presidentes norteamericanos, tras el entusiasmo inicial, en
este caso reforzado por el alivio de haberse quitado de encima la pesadilla de
Trump. Las guerras legislativas, el
fuego amigo y la confusión de responsabilidades por la demora en la ejecución
de sus proyectos de obras públicas y protección social ha lastrado a Biden,
debilitado por el fuego amigo de los demócratas conservadores, como ya le
ocurriera a Obama o a Clinton.
En
ocasiones, estas adversidades internas se veían compensadas con iniciativas
externas de cierto fuste y de superior despliegue propagandístico. Biden no ha
contado con eso. Más bien al contrario: se ha atascado en una retórica defensa
de la democracia urbi et orbi, tan contradictoria como siempre.
Washington sigue amparando dudosas democracias amigas o cooperantes y acosando
a regímenes no más autoritarios pero sí menos dóciles.
La
política exterior de Biden, en todo caso, está consumida por el esfuerzo de
frenar a China, sin traspasar limites indeseables de conflicto. Es decir, se
trataría de gestionar una nueva guerra fría con espacios cálidos de
colaboración, en aquellos ámbitos que sirven a los intereses generales del
orden liberal internacional (un sistema comercial que embride las prácticas
francotiradoras de Pekín y una transformación ecológica que no perjudique a la
economía altamente contaminante de los Estados Unidos). La cuadratura del
círculo.
Los
otros asuntos internacionales son secundarios, lo que no quiere decir menores.
Destacan dos: las relaciones con Rusia (conectada por muchos pasillos con China)
y la contención de Irán (en un periodo de repliegue norteamericano en Oriente
Medio).
EL
AJEDREZ UCRANIANO
La
pretensión de la actual Casa Blanca con el Kremlin consiste en limitar su
capacidad disruptiva en el antiguo espacio soviético y evitar, con estímulos
medidos y precisos, que no se incline demasiado del lado chino. Como parte del
primer objetivo, lo prioritario ahora es disuadir a Putin de una nueva aventura
militar en Ucrania.
En
las últimas semanas, los servicios de inteligencia norteamericanos han
advertido de una concentración inusual de tropas rusas en la frontera con
Ucrania (más de 100.000 soldados y equipamiento notable), lo que hace temer una
invasión (1). Moscú no lo niega
tajantemente, porque eso supondría dar explicaciones sobre decisiones que
competen a su exclusivo ámbito soberano. Este juego de sobrentendidos está
plagado de peligros.
Rusia
tiene preocupaciones legítimas en Ucrania, y Washington lo reconoce. Desde
comienzos de los noventa, la ampliación de la OTAN al Este ha provocado
pesadillas en Moscú y ha sido uno de los motivos de la deriva autoritaria en el
país. Putin aprovechó este malestar para construir un discurso de reacción
nacionalista y patriótico. La “recuperación” de Crimea fue el cénit de esa
política de recuperación de la confianza tras el humillante hundimiento
soviético. La posterior rebelión de las fuerzas prorrusas del este de Ucrania
contra el gobierno central, con su centro de gravedad muy escorado hacia
Occidente, sirvió de palanca de presión a Moscú para impedir lo insoportable:
la incorporación del vecino a la Alianza Atlántica.
La
guerra del este de Ucrania se congeló con las dos ediciones de los acuerdos de
Minsk. Un compromiso que estabilizó los frentes de combate, facilitó el
intercambio de prisioneros y anunció un pacto político: estatuto de autonomía
para las regiones rusófonas (Luhansk y Donetsk)
y retirada de las tropas rusas de apoyo a los rebeldes. El cumplimiento
de este último punto, el de más alcance, pero también el más complejo, se ha
ido demorando. Kiev sostiene que primero deben alejarse los rusos de su
territorio y luego arbitrarse el sistema de representación especial de esas
regiones fronterizas. Moscú replica que sin la presión armada nunca tendrán
autonomía esas poblaciones prorrusas.
Los
acuerdos de Minsk fueron negociados por Alemania y Francia bajo el llamado
formato Normandía (por el lugar donde se desarrollaron las negociaciones
previas). Pero Moscú quiere implicar ahora a Washington, que, a la postre,
lidera la alianza occidental. No se trata solo de negociar con el pez gordo. El
Kremlin quiere reconocimiento internacional; es decir, plaza en la mesa principal
del mundo. No quiero ser un segundón (2).
La
entrevista telemática de Biden con Putin este 8 de diciembre no parece haber
desatascado la crisis. El presidente norteamericano ha advertido a su colega
ruso que una operación militar en Ucrania tendría muy graves consecuencias, en
forma de sanciones muy duras, más aún de las impuestas tras la anexión de
Crimea. El principal blanco de estas medidas serían las élites rusas que
colaboran con el Kremlin: la nomenklatura actual. También se le ha
advertido a Putin que Estados Unidos y Alemania podrían paralizar la entrada en
funcionamiento del gasoducto Nordstream-2 (3). Si Rusia se atreviera a
agredir a Ucrania, el flamante gobierno alemán parece abierto a asumir este
riesgo, después de que Merkel se mostrara resistente a las maniobras boicoteadoras
de Washington durante años.
Putin
arriesga mucho con una operación militar, y no sólo por las represalias económicas
que pudiera ejercer Occidente (4). Washington ha reforzado militarmente a
Ucrania y seguirá haciéndolo. El coste de una invasión sería altísimo y no está
garantizado un control inmediato. La situación económica de Rusia es frágil y
la estabilidad política, pese al refuerzo del sistema autoritario personal, no
es tan sólido como se proclama desde el Kremlin.
IRÁN:
EL ACUERDO IMPOSIBLE
Con
el programa nuclear iraní hay también un juego de imposturas. El cambio de
gobierno en Irán a favor de la tendencia más conservadora alineada con el Guía
Supremo ha afianzado una posición exigente en las negociaciones con Washington.
A la postre, la política de “máxima presión” de Trump y la retirada del acuerdo
negociado por la administración Obama (JCPOA) ha favorecido a los
intransigentes en Teherán (5).
Una
vez que Estados Unidos abandonara el acuerdo, Irán recuperó su programa inicial,
lo que ha supuesto el enriquecimiento de más uranio a más alta capacidad y en
mayores cantidades, el empleo de
tecnología entonces bloqueada y, en consecuencia, la reducción del tiempo
necesario para hacer efectiva la bomba. Antes de la reanudación de las
negociaciones, Washington exigió a Teherán que diera marcha atrás. Pero los
iraníes pusieron como condición que se levantaran de inmediato la mayoría de las
sanciones y que EE.UU. se comprometiera a que no habría futuras renuncias, algo
que Biden no puede garantizar (6).
La
Casa Blanca dice querer honrar el acuerdo de Obama, pero no exactamente el
mismo acuerdo. No pretende solamente que Irán vuelva a los márgenes de 2015.
Quiere también reducir la capacidad de maniobra de Teherán en Oriente Medio,
neutralizar su programa armamentístico (sobre todo sus misiles) y desactivar a
las milicias chíies que sirven de correa de transmisión de los intereses
iraníes en Irak, Líbano, Yemen, Siri, etc.
Es decir, Biden pretende ejercer una contención rígida del régimen
teocrático de los ayatollahs: lo que Washington lleva inútilmente persiguiendo
desde hace cuatro décadas.
En
el pulso con Irán, Biden parece en mejores términos con el nuevo gobierno
israelí de lo que estaba Obama con Netanyahu. Hasta cierto punto. Si el
gobierno ultraconservador iraní continua en su carrera nuclear, hay que dar por
seguro que Israel intensificará sus operaciones boicoteadores encubiertas
(hackeos, asesinatos de científicos, destrucción de instalaciones...). Y
Washington callará, es decir, concederá (6). Si Irán pretende completar su
programa nuclear, “eso no pasará”, según palabras del secretario de Estado
norteamericano, Anthony Blinken.
NOTAS
(1) “Is Russia preparing to invade Ukraine”. PAUL
KIRBY. BBC, 8 de diciembre. “Is
Russia preparing to invade Ukraine?”. EMMA ASHFORD y MATTHEW KROENING. FOREIGN
POLICY, 19 de noviembre.
(2) “Diplomacy -and strategic ambiguity- can avert
a crisis in Ukraine”. ANGELA STENT (Brookings Institution). FOREIGN AFFAIRS,
6 de diciembre; ( ) “Russia won’t let Ukraine go without a fight”. MICHAEL
KIMMAGE y MICHAEL KOFMAN. FOREIGN AFFAIRS, 22 de noviembre.
(3) “What sanctions could the US hit Russia
with if It invades Ukraine?”. THE GUARDIAN, 7 de diciembre; ( ) “Biden
is running out of time to help Ukraine fend off Russia”. AMY MCKINNON, JACK
DETSCH y ROBBIE GRAMMAR. FOREIGN POLICY, 6 de diciembre.
(4) “Are Russia
and Ukraine once again on the brink of a war?”. ALEXANDER BAUNOV. CARNEGIE,
1 de diciembre.
(5) “What
the Raisi administration wants in the nuclear talks”. SAEB SADHEGI. FOREIGN
POLICY, 7 de octubre.
(6) “Iran
won’t back down. As nuclear talks resume, Teheran isn’t looking to compromise”.
MOHAMMAD AYOTALLAHI TABAAR. FOREIGN AFFAIRS, 2 de noviembre; “Iran feels cornered by the Biden
administration”. KIM GHATTAS (THE WASHINGTON INSTITUTE ON MIDDLE EAST). THE
ATLANTIC, 1 de diciembre.
(7) Nuclear iranienen: Isräel
réclame plus de fermeté face a Téhéran. LOUIS IMBERT. LE MONDE, 24 de
noviembre.
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