27 de Julio de 2016
A
la hora de escribir este comentario, La Convención Demócrata espera el discurso
de aceptación de su nominada a la Presidencia de Estados Unidos para saber si Filadelfia
ha sido una etapa venturosa hacia la Casa Blanca o un frenazo imprevisto.
La
polémica interna por la desvelada parcialidad de la dirección del Partido en
favor de Clinton, la resistencia de un sector de los partidarios de Sanders en
aceptar a la triunfadora de las primarias y la persistencia de sondeos que
niegan la rehabilitación de la imagen de Hillary sumieron a la Convención en un
inicial desasosiego. Pero todo apunta a una reconducción razonable de un mal
comienzo.
UNA CARRERA IMPREVISTA
Hillary Clinton, aparentemente, era la candidata natural
del Partido Demócrata. Por experiencia, por formación, por trayectoria, por
ambición y por el potencial de hacer historia (primera mujer en la Casa
Blanca). En la lista de selección de candidatos, contaba con otro elemento
habitual: haber perdido un envite sin haberse quemado en el intento (como
Reagan, como Nixon, por ejemplo). Nada de extraño, por tanto. En apariencia. Lo
que hace peculiar su nominación no ha sido el quién, sino el cómo. Hillary
inició la carrera sin un rival de cuidado enfrente. En apariencia. La realidad
ha sido muy diferente.
Hasta
hace sólo unos meses, Bernie Sanders era considerado como un candidato imposible.
Por sus posiciones demasiado radicales para el medio ambiente político del
país. Por su edad (74 años). Por su imagen (descuidada, o torpe, para el gusto
de mucha gente). Por su carácter (algo desabrido y políticamente incorrecto).
Por su trayectoria (plagada de causas perdida o ajenas a las corrientes
templadas de la vida política del país).
El
otro candidato, O'Mailey, estaba demasiado verde para resistir más de dos
asaltos (como así fué).
Hillary
afrontó la carrera no con la duda de si esta vez iba a ser su momento, sino
cuando iba a proclamarse o cuántas energías debía detraer de la batalla de
otoño para solventar la contestación interna. Desde un principio, el desafío de
la mega-candidata no era demostrar que era más apta para el cargo que sus
rivales (nadie lo dudaba), sino convencer al electorado que era distinta a la
imagen pública que se tiene de ella. No es casualidad que su esposo haya
construido su discurso en la Convención de Filadelfia sobre esta ambivalencia:
la Hillary "real" y la Hillary "de caricatura".
Cuando
Sanders empezó a ofrecer más resistencia de la prevista, a ganar estados, a
reunir delegados por centenares hasta superar ampliamente el millar, en la
campaña de Hillary brotaron las dudas: no sobre la victoria (que, en algún
momento, quizás también), sino sobre el daño que las primarias le estaban
ocasionando. La mega-candidata, la candidata natural, se convertía en la
candidata incómoda, la candidata forzosa. Las debilidades le robaban el foco a
las fortalezas: sus políticas conciliadoras cuando no cómplices de los
poderosos, su carácter poco empático con la gente de la calle, su propensión a
relegar ideales en beneficio de su ambición. Y así sucesivamente.
El
desconcierto alcanzó el clímax en primavera, cuando Bernie ganó algunos
estados importantes. El dilema para el equipo de la favorita era cristalino: o
asumir parte del discurso progresista del inesperado rival o mantener la
coherencia de un mensaje moderado, factible. (get the things done). Los
asesores se debatían en la perpetua tensión del control de daños: la alineación
con algunas de las ideas de Sanders (el esfuerzo por la igualdad, la
nivelación del campo de juego) debía ser
compatible con la imagen de equilibrio frente a la radicalización derechista de
los rivales republicanos. La amenaza Trump ha consumido muchos esfuerzos.
Al
final, la sensación es que ese dilema nunca se resolvió. El aliento Bernie
agotó sus posibilidades. La lógica política estadounidense se impuso. La
normalidad parecía imponerse de nuevo. Pero no. Hillary no remontaba, su imagen
no mejoraba. Las cifras del rechazo eran demasiado elevadas para un candidato. Que
a Trump le ocurriera lo mismo no era un alivio.
LOS
RESCATADORES DE FILADELFIA
Y
cuando parecía que la cosa se podía manejar con una buena, sólida y creíble Convención,
que contrastara con la hipérbole, el
disparate y el bochorno republicano en Cleveland, surge la revelación de lo que
casi todo el mundo sabía: que la dirección demócrata había jugado a su favor en
las primarias y perjudicado deliberadamente a Sanders. Que los rusos aparezcan
como más que probables instigadores de la filtración y que una sociedad
Putin-Trump se convierta en tema central de la campaña no resultó suficiente. Que
la Presidenta del Partido, amiga política y personal (ma non troppo) de
la candidata, se viera obligada a dimitir, tampoco, La Convención arrancó en un galimatías de abucheos, denuncias de
tongo, manifestaciones permanentes de protesta, malestar y disgusto.
Con
Hillary ausente por protocolo, han sido los teloneros de la Convención quienes
la han rescatado de entre las llamas. Tres de ellos, rivales o al menos no partidarios:
Sanders, Warren y Obama (Michelle).
Bernie
Sanders le ha ofrecido austera pero reiteradamente su apoyo, para desmayo de
sus seguidores más radicales, inasequibles en su crispación, dentro y fuera del
pabellón. El senador por Vermont ha protagonizado uno de los fenómenos más
relevante que hacen de estas elecciones las más extrañas de la historia
norteamericana reciente (pero eso será objeto de otro comentario).
Elisabeth
Warren, la "deseada" de la izquierda, le brindó su consideración y
elogios sin reservas, desde la integridad intelectual y la competencia gestora.
No sin dejarle un recado para su eventual mandato: en 1980, el 70% de la
riqueza que se generaba en el país se repartía entre el 90% de la población; en
2016, los beneficiarios de esa misma cantidad se han reducido al 1%. La
presidencia Clinton (Bill) no es ajena a esta evolución sonrojante.
Michelle
Obama, con quien nunca parece haber forjado una auténtica amistad, le regaló el
mejor discurso de la Convención,
demostrando una energía y una convicción imbatibles. Ya ha dicho que no
pretende hacer optar a la Casa Blanca en el futuro. Pero, ya se sabe, nunca
digas nunca jamás. Es una de las
figuras más potentes, apreciadas y frescas del Partido. Una frase de su
discurso en Filadelfia merece ocupar una línea en la pequeña historia de
Estados Unidos: "cada día me despierto en una casa construida por
esclavos".
A
la espera del Presidente Obama, el cuarto telonero rescatador fue su
esposo. Como se suponía, su alocución se tiró por lo personal. Estrictamente. Bill
Clinton puso su voz rota y su carisma casi intacto en ofrecer una imagen de la
Hillary "real", la madre de familia, la luchadora por cambiar a mejor
las cosas, la perseguidora de sueños desde su juventud, la tímida, modesta, inteligente y capaz compañera durante 45 años.
No está claro que el esfuerzo haya servido de mucho. Pero el infiel Bill echó
el resto: "nunca os abandonará, como no me abandono a mí".
A
falta del broche final, la Convención de Filadelfia ha servido para
demostrar que el Partido Demócrata es el más representativo, amplio, plural y
vivo de los dos que se disputan la gobernación del país desde hace más de un
siglo. Frente a la deriva radical, intransigente, excluyente y demagógica del
G.O.P. (Great Old Party), los demócratas amplían su base social y
racial, se abren a ideas hasta ahora vedadas y consolidan la síntesis política
más prometedora de la política norteamericana: el principio de la
responsabilidad personal y el imprescindible papel de los poderes públicos en
la corrección de las desigualdades.