COLOMBIA Y MÉXICO: ¿CAMINOS DIVERGENTES?

20 de junio de 2018

                
Colombia y México han sido durante años pivotes diferenciados pero firmes del control norteamericano sobre la América hispana ("el patio trasero"). No en vano, ambos países han sido ajenos a los procesos intermitentes de crecimiento de las fuerzas transformadoras.

A su vez, esta debilidad electoral de las opciones progresistas se tradujo en la persistencia de los movimientos guerrilleros existentes durante décadas (el FARC y el ELN, entre otros, en Colombia) o en la aparición de nuevas organizaciones armadas (El Ejército zapatista, en México).
                
Igualmente, ambos países han sido no los únicos, pero sí lo más afectados por el fenómeno absolutamente distorsionador de las drogas como elemento relevante de poder, tanto en el ámbito económico y social, como en el político y cultural. Los cárteles se han comportado no sólo como grupos de presión (eso fue en el inicio de su consolidación), sino incluso como factores decisorios en los procesos.
                
Tanto fue así que Estados Unidos, que toleró con cierta pasividad el fenómeno, terminó por( pre)ocuparse, sobre todo cuando en Washington se dieron cuenta que el narcotráfico se convirtió en narco-sistema, un problema global que desestabilizaba sus calles y no siempre se atenía a sus intereses o “recomendaciones”.
                
Siempre que la izquierda estuvo más cerca de vencer, se producían actuaciones de fuerza de los narcos o de políticas rectificadoras de Estados Unidos. Esto ha sido particularmente claro en Colombia, donde las figuras progresistas más prometedoras (algunos exguerrilleros del M-19, por ejemplo) fueron asesinados. No sólo los aspirantes a la Presidencia o al Congreso, sino miles de dirigentes locales. Los sicarios hicieron el trabajo sucio y el obsoleto sistema de alternancia liberal-conservadora no resultó sustancialmente alterado.
                
En México, la rebelión zapatista fue reprimida con rapidez, en cuanto movimiento armado, pero persistió el malestar social y político que la había originado. Los ecos de la selva Lacandona terminaron por resquebrajar el edificio institucional del PRI, poner en evidencia definitiva sus contradicciones más importantes y acelerar su decadencia política. Pero en lugar de surgir una alternativa progresista, las élites sociales mejicanas -nunca a disgusto con el PRI- fueron capaces de hacer viable la opción opositora del Partido de Acción Nacional, mucho más conservadora y, sobre todo, en sintonía con los nuevos aires neocon al norte de Río Grande, en el cambio de centuria.
                
El giro a la izquierda alcanzó a casi todos los países de habla hispana, excepto México y Colombia. Las causas difieren según las circunstancias específicas de cada país. Pero hay un patrón claro: ambos representaban los pilares de la estrategia norteamericana en la región. El Plan Colombia se convirtió en la operación estratégica más importante de los Estados Unidos en la región desde la Escuela de las Américas y el apoyo activo a las dictaduras militares de los setenta. México ha sido un vecino blindado, por la cercanía, la presión migratoria, la intensidad de los intercambios comerciales y el mestizaje socio-cultural. Hasta que Trump se ha empeñado en voltear el tablero.
                
Ahora parece que se impone la rectificación conservadora, con o sin reedición del “consenso de Washington”, que orquestó las criminales políticas neoliberales de finales del siglo XX. Colombia parece firmemente en su puesto de vigilancia, pero en México, siempre eslabón frágil, vuelve a surgir el espectro de una opción más progresista. Con matices.
                
COLOMBIA: LA INVOLUCIÓN.
                
En Colombia, las recientes elecciones presidenciales han supuesto el triunfo de la reacción. El vencedor, Iván Duque, es miembro de un engañosamente denominado Centro Democrático, la formación derechista radical que pilota el expresidente Álvaro Uribe, principal opositor al acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC. Aunque Duque y su entorno se hayan empeñado en defender su autonomía, la sombra del caudillo de Antioquia es demasiado larga y muy espesa. Las fuerzas progresistas lo han acusado de tener un  programa oculto para hacer “trizas” la pacificación. “Ni trizas ni risas”, ha replicado el pupilo de Uribe. Las referencias a “correcciones” o “rectificaciones” en el proceso, amparadas en la necesaria reparación a las “víctimas”, bajo estandartes engañosos como “verdad” y “justicia”, hacen temer lo peor (1).
                
La izquierda moderada liderada por el anterior alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, ha tenido un buen resultado: 42%, frente al  54% de la derecha. Ocho millones de colombianos apostaron por un cambio que hubiera sido histórico. Petro quiere convertir a estas “abejitas libres” en una fuerza movilizadora para prevenir un excesivo deslizamiento conservador desde el centro-derecha que representaba el presidente saliente, Juan Manuel Santos (2).
                
Los riesgos de involución que se avizora no sólo afectan al proceso de paz, sino a las dinámicas sociales. Pese a su imagen “moderna” (en realidad, de yuppie), Duque no disimula sus planteamientos retrógrados, anclados en su posición elitista y en su pertenencia a sectores religiosos evangélicos. Su experiencia en entidades económicas supranacionales lo conectan con un neoliberalismo aún activo.
                
MÉXICO: ¿ LA HORA DE AMLO, POR FIN?
                
En México, las elecciones son el 1 de julio. La desastrosa gestión de Peña Nieto parece abortar la reactivación del eterno PRI tras los dos desventurados mandatos conservadores  (neoliberalismo de Fox y militarización de Calderón). Quemadas las opciones derechista (PAN) y todista (PRI), surge de nuevo el candidato incombustible: Andrés Manuel López Obrador (AMLO, como se le conoce en el universo político mejicano).
                
AMLO sigue sosteniendo que ganó en 1994, pero el PRI le robó las elecciones. Siempre pareció cierto. Algunos analistas sostienen que su insistencia en la denuncia del fraude le hizo perder el foco de una necesaria oposición. Se enredó en la disputa y pasó por años de crisis que le hicieron abandonar el PRD, formación que él mismo había creado a partir de una escisión izquierdista del PRI. Le ha costado años recuperar las buenas credenciales que acreditó durante su etapa como Alcalde del DF, la capital federal.
                
Ahora, sobre las ruinas de este país Sísifo que es México, la penosa experiencia de un presidente de telerrealidad le proporciona a López Obrador  una nueva y seguramente última oportunidad. AMLO ha moderado su mensaje, su discurso, su puesta en escena. Dicen que ha tranquilizado a las grandes empresas, que no agitará el barco. En realidad, aunque populista en su estilo, nunca tuvo la tentación chavista. Tampoco es estrictamente un social-demócrata latinoamericano. No es encuadrable en cualquier de esas dos izquierdas (moderada o radical) que se han perfilado en los últimos años en la región. Su propuesta es “muy mexicana”: fue siempre anti-PRI, anticorrupción, anti-inmovilismo.
                
México también es diferente. El efecto Trump puede ayudar al cambio, por moderado que sea, porque ha movilizado ese instinto de rebelión tan peculiarmente contradictorio de los mejicanos, como explica con agudeza Gustavo Castañeda en uno de sus libros (4).


NOTAS

(1) “Diez cosas que se vienen con Duque en la Presidencia”. SEMANA, 18 de junio.

(2) “Petro anuncia que quiere movilizar a la ciudadanía”. TIEMPO, 18 de junio.

(3) “Lopez Obrador runs as Mr. Clean in a corrupt country”. THE WASHINGTON POST, 4 de junio.

(4) “Mañana o pasado. El misterio de los mexicanos”. GUSTAVO G. CASTAÑEDA. AGUILAR, 2011.