LAS IMPOSTURAS DE COPENHAGUE

24 de Diciembre de 2009

En una cosa están de acuerdo todos los participantes en la Cumbre sobre el Clima de Copenhague : no se han conseguido los resultados deseados. En otras dos cosas resulta imposible encontrar dos opiniones idénticas : por qué el fracaso y, sobre todo, a quién cabe atribuirle la principal responsabilidad.
Lógicamente, China y Estados Unidos, son el blanco preferido de ecologistas y observadores críticos, pero ni siquiera en este vívero donde normalmente existe cierto consenso está garantizada en este caso la unanimidad.
Los chinos, que no admiten estar entre los principales responsables del fracaso, intentan incluso ofrecer una proyección favorable de la Cumbre : « un pequeño paso, pero esencial », señalaba el editorial de China Daily, que sirve de portavoz del gobierno de Pekin para el mundo. Consciente de que la mayoría de los dedos acusadores lo señalan, el gobierno chino se afana, con su proverbial tenacidad, en defender la legitimidad de sus intereses desarrollistas y en desviar hacia el egoismo o la incomprensión occidental la principal responsabilidad de la modestia de los resultados.
Desde el otro gigante en desarrollo, la India, el análisis presenta matices diferentes. Algunos medios indios consideran que los países en desarrollo también salen perjudicados por el fracaso, ya que, si bien no se les impone un frenazo a su industrialización contaminante, tampoco han obtenido compromisos firmes de financiación occidental para acceder a tecnologías verdes. Los indios abominan de ser colocados en el mismo paquete que los chinos y ponen sordina a la supuesta concordancia entre los dos grandes asiáticos. « Esta bonhomía chino-india no durará », aventura THE TIMES OF INDIA.
El otro gran país emergente con más relevancia en el fallido proceso de Copenhague es Brasil. El presidente Lula había puesto intensidad e ilusión en la consecución de un resultado positivo, pero cuando empezó a hablar en términos de «milagro» quedó claro su escasa confianza en el resultado final. El diálogo entre Brasilia y Washington se complica y Copenhague no ha sido una excepción. Cuando se creía solventada la crisis de confianza por la crisis de Honduras, han vuelto a brotar los reproches brasileños por el reforzamiento de las bases norteamericanas en Colombia.
En fin, los africanos, perdedores sempiternos de estas Conferencias mediáticas, no ocultan su decepción. En el limosneo con el que se disimula la falta de compromisos serios, algunos ponen buena cara a las promesas de ayuda. En Copenhague se ha manejado la cifra de 30 mil millones de dólares para favorecer la transición productiva a los países subdesarrollados hasta 2020, y otros 100 mil millones después de esa fecha emblemática. Pero dirigentes poco confiados , como el presidente de Senegal, no ocultan su escepticismo : "No creo en la ayuda. Vamos a tener que contar con nuestros propios medios, porque hace años que el G-8 nos viene prometiendo una ayuda de 50 mil millones de dólares, y todavía estamos esperando »
En Europa, también hay frustración para repartir. El diario LE MONDE lo resume en términos sombríos para el futuro de la influencia europea en el devenir mundial. « En el mundo actual, sobre la cuestiones de gran alcance como las del clima, no se consigue gran cosa, si no existe un acuerdo previo entre China y Estados Unidos ». O sea, el G-2 (China y Estados Unidos) : en realidad, el único G (o grupo en términos de equilibrio mundial) que realmente cuenta. Pero los europeos no habían calibrado hasta qué punto podían sentirse marginados. Algunos diarios han contado con estupor cómo Obama se incorporó –sin que se sepa a ciencia cierta si había sido invitado- a la reunión de los países BASIC (los emergentes). Ahi se terminó abortando la iniciativa europea de compromisos firmes sobre reducción de los gases de efecto invernadero.
A partir del fracaso, tocaba hacer virtud de la necesidad y convocar nuevos esfuerzos para la próxima cita, en México, en 2010. En este punto, los líderes europeos han preferido pasar de puntillas y asumir el fracaso con una elegancia de escaso recorrido.
En Estados Unidos, el decepcionante resultado de la Cumbre no ha provocado tanta amargura. Obama ha preferido avanzar en su proyecto de economía verde, porque le resulta políticamente más rentable que una inmediata operación internacional de relaciones públicas sobre el futuro del planeta. La ecología es rentable si no se percibe como excesivamente hostil a la economía. Y a tenor de lo ocurrido con la reforma sanitaria, el respaldo del legislativo a otra política más ambiciosa resulta más que dudosa. Por esa razón, el NEW YORK TIMES le concede crédito al presidente norteamericano y le reconoce la autoría de un compromiso débil pero provechoso. En particular, valora que Pekin haya admitido el principio de la verificación, aunque sin compromisos determinados, por el momento. Como es habitual, establece la comparación con su antecesor en la Casa Blanca, para concluir un resultado favorable.
Cuestión de miradas, porque los medios progresistas han visto en Copenhague una muestra más del estilo indeciso y componedor del presidente. Noemi Klein, una de las más conspicuas portavoces del movimiento altermundista, asegura en THE NATION que Obama es el principal responsable del fracaso, porque era el único dirigente mundial con poder para haber cambiado el signo de la cumbre y no lo hizo. Klein establece un vínculo entre los tres oportunidades perdidas en la política económica de la Casa Blanca (programa de estímulo, salvamento de los bancos y reflotamiento de la industria autonomovilística) y el frenazo a la economía verde.
En todo caso, más allá –o, mejor dicho, más acá- de la falta de resultados concretos y de medidas de verificación de los esfuerzos para reducir las agresiones contra el planeta, lo que ha hecho definitivamente crisis en Copenhague ha sido el sistema de las grandes cumbres para afrontar los problemas mundiales. Como en Roma, en la Conferencia de FAO para frenar el último brote del hambre, estas dinámicas terminan mostrando sus carencias más que sus potencialidad para conseguir los objetivos deseables. Por supuesto, el problema de fondo es el rearme de los intereses nacionales frente a un empeño común. Pero el método no ayuda.

AJUSTES Y DESAJUSTES EN EL PATIO TRASERO

17 de diciembre de 2009

América Latina seguirá ocupando un lugar secundario en la agenda internacional de Washington. La administración Obama no supondrá un gran cambio con la política tradicional de Estados Unidos hacia la región. Este diagnóstico empieza a consolidarse entre diplomáticos, observadores y periodistas. En gran parte, porque los esfuerzos diplomáticos norteamericanos se van a concentrar en torno al eje Palestina-Irán-Afganistán-Pakistán. El resto quedará muy en segundo plano.
Pero hay otras motivaciones. En esta zona, como en otras, las expectativas se dispararon con escaso fundamento. Cuba se presentó –como también resulta habitual- como la gran piedra de toque para cualquier administración estadounidense en el último medio siglo. Los cambios apuntados por Obama se hacen esperar, y en esa demora pueden permanecer un buen tiempo, a falta de sorpresa o acontecimiento extraordinario (la desaparición física de Fidel, por ejemplo).
Los factores que reducen el apetito de Washington por implicarse activamente tienen que ver con una correlación de fuerzas más adversa que de costumbre, la emergencia de Brasil como potencia regional cada día más reconocida por sus vecinos y la presión de sectores populares e intelectuales a favor de una mayor autonomía.
Hace unos días, Hillary Clinton se dejó llevar por este desapego, durante una rueda de prensa en la que hizo un repaso a este primer año de la actual administración. A distintos medios latinoamericanos les llamó la atención la intensidad del desagrado con que se refirió la Secretaria de Estado a los dirigentes regionales más díscolos. “Nos preocupan los líderes que son elegidos libre y legítimamente, pero que luego de ser electos comienzan a socavar el orden constitucional y democrático, el sector privado, los derechos del pueblo de no ser hostigado y presionado”. Referencia indisimulable a Hugo Chávez, pero también al boliviano Evo Morales o al nicaragüense Daniel Ortega. Novedad cero. Como tampoco debe sorprender las alusiones a Cuba se hicieran en términos clásicos. (“Obviamente todos esperamos poder ver en un futuro no demasiado lejano a una Cuba democrática, eso es algo que sería extraordinariamente positivo”). Ningún atisbo de iniciativa.
Pero lo más llamativo fue la toma de distancias con el Brasil de Lula, a quien Obama, con seguridad, admira sinceramente, Hillary se mostró crítica por los “coqueteos” de algunos países con Irán. “Esperamos que haya un reconocimiento de que Irán es uno de los países que más apoyan, promueven y exportan el terrorismo hoy en día en el mundo”, aseveró la Secretaria de Estado. El reproche iba dirigido solamente a Chávez (o a sus protegidos habituales); también a Lula, que acaba de recibir calurosamente a Ahmadineyad.
En todo caso, Clinton evitó mencionar a Brasil, para prevenir una acritud que sería perjudicial para la buena imagen de Obama en América Latina. Su segundo para la zona, Arturo Valenzuela, está visitando estos días las principales capitales de la región para ofrecer la de cal. Especialmente en Brasilia, quiso escenificar la concordia, en un encuentro con Marco Aurelio García. Este histórico dirigente del PT y Consejero Internacional de Lula había manifestado días anteriores al NEW YORK TIMES que “tenían un fuerte sentimiento de decepción” hacia la nueva administración norteamericana.
El desencuentro resultó incómodo porque llegaba en un momento de enfriamiento entre Brasilia y Washington por el lamentable desarrollo de la crisis hondureña. El reconocimiento de las elecciones presidenciales del 29 de noviembre sin haber restablecido la normalidad constitucional ha provocado malestar entre la mayoría de las democracias latinoamericanas. La administración norteamericana estaba deseando cerrar un asunto que le importa poco o nada, si exceptuamos la seguridad de las bases militares de las operaciones antinarcóticos. Satisfechos por haberse librado de un amigo inesperado de Chávez, los norteamericanos confían en que todo se convierta pronto en historia. Pero Brasil no es un agente lateral, y no está dispuesto a que se la engañe piadosamente.
Los comentaristas conservadores, liberales o afectos a intereses económicos y mediáticos en la zona han liberado sus primeras críticas al gobierno de Lula. Después de años elogiando su moderación, no han dudado en dudar de la idoneidad y conveniencia de sus actuaciones en Honduras, en cuanto han sospechado coincidencias con Venezuela.
Los resultados electorales en Bolivia consolidan el eje izquierdista, pese a las presiones para deslegitimar el proyecto indigenista de Evo Morales. Y en Uruguay, pese a las precauciones de Pepe Mujica, su fuerte personalidad y su pasado tupamaro agitan renuencias. La gran esperanza es cambiar de columna a Chile. Los medios han valorado con estrépito la ventaja de Sebastián Piñera en la primera vuelta de las presidenciales. Es cierto que la holgura (catorce puntos) con la que ha distanciado a su rival directo, el expresidente democristiano Eduardo Frei, ha alentado a sus seguidores. Pero el megaempresario no ha ganado todavía.
Chile necesita el cambio, pero no en el sentido que se dibuja la alternancia. La alta popularidad con la que se despide Bachelet no es extensible a la coalición de centro-izquierda que ha gobernado el país durante las últimas dos décadas. Los innegables avances sociales se antojan aún insuficientes para presentar una sociedad aceptablemente justa y un sistema político maduro. Chile continúa exhibiendo sonrojantes índices de desigualdad. El legado de Pinochet no pesa sólo en términos de miedo y despolitización, sino también de debilidad del papel distributivo del Estado y de anclaje de los intereses corporativos y oligárquicos.
Consciente de ello, Piñera intenta cuadrar el círculo: suaviza su programa económico de tinte liberal con un discurso de protección social para seducir a las clases menesterosas, desengañadas o cansadas de la coalición multicolor. Es un populismo de smoking, que tiene asegurado un buen respaldo propagandístico, a través de la cadena ChileVisión, propiedad del candidato. Su pasión futbolística (es dueño del Colo-Colo, uno de los clubes más afamados de Chile) le concede un plus de notoriedad en un año de triunfos para la selección nacional, que estará en el Mundial de Suráfrica (y será rival de España en la primera fase).
La respuesta va a depender de los que han respaldado la heterodoxia del exsocialista Ominami. Si deciden que el toque de atención está dado y que una alternativa renovadora de izquierdas se construye mejor bajo el epílogo de la coalición actual que con Piñera, y a ese convencimiento se suman los comunistas y socialistas de izquierdas, el Berlusconi chileno puede ver de nuevo frustradas sus ambiciones de firmar la mejor operación de su historia. Si, por el contrario, el electorado progresista entiende que la Concertación está definitivamente agotada, el grupo de países más cercano a los criterios exteriores de Washington se verá reforzado con la relevante presencia de Chile.

ANTES Y DESPUÉS DE HAIDAR

10 de diciembre de 2009

El destino de Aminatu Haidar es lo que más preocupa ahora al Gobierno español y a las fuerzas sociales y políticas, que tratan por todos los medios de detener un proceso que amenaza con su muerte. Así debe ser, por supuesto. Pero la tragedia personal, ocurra lo que ocurra –y esperemos que se encuentre una solución que salve su vida sin traicionar su empeño- su ejemplo tendrá consecuencias perdurables para las relaciones hispano-marroquíes y para la posición española en el conflicto del Sahara Occidental.
El asunto es de una dificultad endiablada, no sólo por las propias complicaciones de este episodio concreto de la reivindicación saharaui. Probablemente, no toda la actuación de la activista saharaui ha sido irreprochable. Más allá de sus motivaciones éticas y políticas, algunos gestos y declaraciones han pecado de excesivamente calculadas. Pero el gobierno español hace bien en controlar su irritación. El coraje de Aminatu ha puesto en evidencia las contradicciones y acumulación de errores de todos los actores implicados en el conflicto saharaui.
Ha desnudado la fallida transición democrática en Marruecos y provocado reacciones y comentarios del Palacio Real propios de sensibilidades medievales. Ha colocado a España en la habitual posición de incomodidad y limitada capacidad de maniobra cuando se trata de gestionar los desencuentros con el vecino del sur. Ha revelado la debilidad del actual liderazgo saharaui, superado por los acontecimientos y tratando de rentabilizarlos a posteriori. Y ha dibujado la indiferencia aparente de la nueva diplomacia europea atareada y distraída en la mudanza de sus altos despachos.
UN CONFLICTO ENQUISTADO
Marruecos figura en el pelotón de países que con más contumacia y astucia han incumplido o escamoteado las resoluciones de la ONU. Lógicamente, ese comportamiento no es posible sin la anuencia internacional; o, más bien, de las grandes potencias occidentales, que han puesto por delante, sistemáticamente, sus intereses por encima de la legalidad internacional, ésa que tanto se invoca en otros casos que no hace falta recordar aquí, por demasiado obvios.
Las sucesivas resoluciones de la ONU sobre la celebración de un referéndum llamado a resolver la disputa sobre la soberanía en la antigua colonia española se perdieron bajo las dilaciones y excusas que Rabat fabricó durante años. No solamente se orilló la legalidad y se puso en entredicho el prestigio de las Naciones Unidas: también se despilfarraron recursos y, sobre todo, se defraudó a un pueblo ansioso de pronunciarse sobre su futuro.
Sobre la tumba del referéndum se edificó la propuesta marroquí de una autonomía saharaui, con perfiles demasiado imprecisos. Las tres capitales claves para la bendición internacional (Washington, París y Madrid) esbozaron su consentimiento. Pero los saharauis movilizaron, aunque sin el vigor de otros tiempos, las renuencias africanas y tercermundistas.
Los distintos gobiernos socialistas españoles han exhibido prudencia y tacto con Rabat sin obtener muchas veces recíproca respuesta. Como si España estuviera obligada por una fantasmagórica deuda histórica a proceder de esa manera tan desequilibrada. Los independentistas saharauis ya no ocultan su frustración por la inhibición española ante la flagrante ausencia de respeto de Marruecos a sus compromisos internacionales.
No quiero escamotear los errores y contradicciones de los dirigentes polisarios durante todos estos años. Es justo afirmar que tienen parte de responsabilidad en el bloqueo de la situación: no todo lo que ha ocurrido –y, sobre todo, lo que no ha ocurrido- puede imputársele a la indolencia de las grandes potencias.
La jerarquía saharaui se dejó enredar por las maniobras marroquíes en torno al censo. La disputa sobre quienes tendrían derecho a votar estaba envenenada, porque ambas partes estaban condenadas a defender propuestas con trampa para inclinar las estadísticas a su favor. Rabat sabía que el tiempo corría a su favor y el Polisario se dio cuenta demasiado tarde de que nunca habría referéndum. Luego, cuando la línea mantenida en los noventa se desmoronó, la amenaza de volver a las armas, esgrimida por los independentistas, se reveló inmediatamente como un farol clamoroso y el Polisario anduvo varios años sin estrategia.
El fracaso de la comunidad internacional precipitó el estancamiento previsible. La fallida evolución democrática en Marruecos, el ensimismamiento de Argelia tras la sangría integrista, la consolidación de una fantasmal amenaza jihadista en el Magreb, los ocho años de administración republicana en Washington y la esclerosis del liderazgo independentista saharaui se combinaron para alejar cualquier atisbo de solución aceptable por todos.
En este marasmo, España no ha aportado claridad, sino todo lo contrario. Los gobiernos de Aznar se enzarzaron en una bronca arcaica, con ribetes colonialistas y militaristas, enfangándose en lo accesorio y olvidando lo fundamental, ofendiendo inútilmente más a los ciudadanos que al régimen y rescatando los peores reflejos de la derecha más rancia. En contraste, el mandato de Zapatero difícilmente puede considerarse un éxito, a la luz de estas últimas semanas. Y no por falta de voluntad, y menos por ausencia de conocimientos.
El empeño de sectores derechistas en atribuir a los servicios secretos marroquíes cierta responsabilidad intelectual en los atentados del 11-M no tenía como objetivo simplemente deslegitimar el triunfo electoral socialista en 2004, sino colocar una carga de profundidad en las relaciones bilaterales con Rabat. Zapatero sorteó la trampa con cierta habilidad, avanzando hacia una reconciliación necesaria en dos capítulos estratégicos para España: la gestión ordenada de la inmigración y la colaboración contra la delincuencia (ya sea narcotraficante o terrorista). Pero, como les ocurrió a los gobiernos de Felipe González, en esta estrategia fue sacrificado el irrenunciable compromiso con la justicia histórica en el Sahara. O al menos, con el respeto al cumplimiento de las resoluciones internacionales.
NADA SERÁ COMO ANTES
Algunos se asombran ahora, con una ingenuidad increíble, que Rabat haya esgrimido el chantaje para condicionar las complicadas opciones de la diplomacia española en la resolución de caso Haidar. Rabat lo ha hecho siempre: con la pesca, con la inmigración ilegal, con Ceuta y Melilla, con el tráfico de drogas. Con la amenaza integrista, la convergencia de intereses y el ojo vigilante de Washington ha evitado cualquier veleidad utilitarista.
Puede admitirse que España siempre tendrá dificultades para estabilizar una relación equilibrada, justa y satisfactoria con Marruecos. Puede admitirse que el diálogo y la paciencia son herramientas irrenunciables. A buen seguro que España también habrá presionado en esta y en otras ocasiones anteriores. Pero el mensaje que cala en la opinión pública es de desconcierto, cuando no de debilidad. Con hipocresía escandalosa, los líderes de la derecha española se lo reprochan al gobierno, como si el exhibicionismo obsceno –e inútil- de Perejil hubiera obtenido mejores resultados.
Con Haidar viva o convertida en mártir, las relaciones entre España y Marruecos no serán las mismas, a partir de ahora. La herida sin curar del Sahara está de nuevo en la agenda de la diplomacia española, sin menoscabo de otras correcciones. Debe estarlo también en la mesa de la recién estrenada diplomacia europea, supuestamente relanzada con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa. Se sabe que la Casa Blanca se ha preocupado por el destino de la activista saharaui y que la organización estadounidense más prestigiosa en materia de derechos humanos, Human Rights Watch, ha denunciado el agravamiento de la represión en el Sahara tras el rechazo de la autonomía. Y no olvidemos que el actual emisario especial de la ONU para el Sahara es un norteamericano, Christopher Ross, antiguo embajador en Argelia, para más señas. Esperemos que, como ya ocurrió durante el mandato de Clinton, la señal de activación no tenga que venir de Washington.

OBAMA: EL RIESGO DE LA PRUDENCIA

3 de Diciembre de 2009

No por esperada, la decisión de Obama de incrementar los efectivos militares en Afganistán ha resultado menos decepcionante para diferentes medios progresistas de Estados Unidos. La referencia a una posible retirada en un plazo de dos años no resulta convincente, por cuanto aparece sometida a una normalización, que ahora se antoja sumamente dudosa.
El incremento en 30.000 soldados supone que el contingente militar estadounidense en Afganistán alcanzará prácticamente los 100.000 esta primavera. El coste será enorme: un millón de dólares por soldado y año. Aceptando que sean dos años lo que permanezcan en el país (escenario optimista), la factura habrá ascendido, a mitad del mandato de Obama, a 200.000 millones de dólares. Una cantidad abismal, que la izquierda americana reclama para otras necesidades sociales reconocidas por la actual administración y promovida por el ala progresista del Partido Demócrata.
Articulistas de THE NATION y otros medios progresistas manifestaron su desánimo antes y después del anuncio presidencial en el muy castrense escenario de West Point. El “síndrome Johnson”, del que hablábamos la pasada semana, se ha evocado estas últimas horas de nuevo, con más fuerza, incluso en diarios más convencionales, como el CHRISTIAN SCIENCE MONITOR.
Lo paradójico del asunto es que, para eludir el riesgo que hubiera supuesto decidir simplemente una estrategia de salida, como ha hecho en Irak, Obama compra riesgo de otra naturaleza: el de ahogar su presidencia en un conflicto con escasas señales positivas.
Los asesores que han empujado a Obama a la opción del “refuerzo militar para acortar la presencia” en Afganistán –Gates, Clinton, Jones y Mullan- han empleado estos argumentos para defender la utilidad de incrementar las fuerzas militares:
1) para arrinconar a los talibanes, provocar las deserciones en sus filas, proteger a la población civil y consolidar un entorno de seguridad, condición no suficiente pero si necesaria, si se quiere promover un entramado económico que genere trabajo, prosperidad y futuro.
2) para eliminar cualquier vestigio de santuario para Al Qaeda;
3) para entrenar al ejército y policía afganos hasta garantizar su capacidad de combatir el riesgo extremista.
4) para, más allá de las razones puramente militares, fortalecer el mensaje político, no tanto dirigido a Kabul cuanto a Islamabad, de que la derrota del extremismo islámico en Afganistán es una prioridad estratégica de Washington y su compromiso en la lucha contra el terrorismo internacional , incuestionable.
La izquierda norteamericana replica con estas otras premisas, para considerar un “trágico error” la escalada militar:
a) los sucesivos incrementos anteriores de tropas (los últimos 21.000, decididos por el propio Obama, al poco de ocupar el cargo) no han mejorado la situación, o al menos no lo suficiente para justificar el sacrificio de los soldados y el gasto económico del esfuerzo militar. Y con respecto al resquebrajamiento del bando talibán, es dudoso que puedan aplicarse en Afganistán las técnicas seductoras de compra de voluntades que el General Petreus experimentó con bastante éxito en Irak, por los diferentes comportamientos tribales en uno y otro país y por la debilidad del botín a repartir en este pobrísimo país en comparación con el rico mesopotámico.
b) los militantes de Al Qaeda en Afganistán rondan el centenar, hay pruebas documentales de la práctica ruptura entre el Mullah Omar y Bin Laden y de un cambio de estrategia de los talibanes, que se alejarían de la internacionalización del conflicto afgano, lo que hace altamente improbable que los jihadistas internacionales recuperen su santuario allí. Y, en todo caso, aunque se restableciera la alianza entre talibanes y binladistas, Afganistán no sería el único refugio de los enemigos de América, y eso no quiere decir que se militaricen todos los escenarios sospechosos.
c) el compromiso con el régimen afgano es un error y una quimera, ya sea para entrenar a sus fuerzas de seguridad o para empeñarse en “hacer país”. No hay garantías de ninguna clase de que el gobierno de Karzai combata la corrupción, ni siquiera que la ampare o se beneficie de ella; y la situación de los derechos humanos empeora y contamina gravemente la credibilidad norteamericana (véase el inquietante reportaje de LE MONDE sobre la cárcel afgana de Sarposa, cerca de Kandahar, o el informe sobre las “celdas negras” del Pentágono, anexas a la siniestra prisión-base de Bagram).
d) la estabilidad de Pakistán difícilmente se apuntala con más fuerzas militares al otro lado de la frontera, cuando es precisamente esa presencia armada lo que provoca reclutamiento y adhesión al extremismo, agudiza las contradicciones en el seno del Ejército y afila las tensiones entre el estamento militar (el auténtico poder ) y el gobierno civil, débil, sospechoso y altamente manipulable cuando no chantajeable por propios y extraños (la autoridad del Presidente Zardari ha quedado claramente en entredicho al verse obligado a ceder el control de la estructura nuclear a su primer ministro, Gilani, considerado más aceptable por la jerarquía castrense).
e) los 200.000 millones de dólares que se “enterrarán” bajo las arenas y pedregales afganos no podrán ser empleados en el programa de reformas imprescindibles para mejorar las condiciones de vida de las capas más desfavorecidas de la sociedad norteamericana y, por tanto, perjudicará el proyecto político de Obama y de los demócratas. Hace unos días el NEW YORK TIMES publicó un estudio que revelaba el imparable avance de la pobreza en Estados Unidos: uno de cada ocho adultos y uno de cada cuatro niños se ve obligado a recurrir a la asistencia pública (“food stamps” o cupones) para comer.
Pero no solo los progresistas están descontentos. Una voz conservadora tan autorizada como Fred Kaplan, experto en asuntos militares del Washington Post, admite que no está seguro de lo adecuado de la decisión. Y los que se alinean con la opción militar critican el anuncio de retirada, por considerarlo, como ha dicho McCain, que “a un enemigo se le gana derrotándolo y no avisándole de cuando acaba la batalla”.
Los aliados occidentales tampoco parecen convencidos, por mucho que pongan caras de comprensión o pronuncien discursos de solidaridad. Al cabo, soldados, pocos. Ni se quiere, ni se puede.