EL CAPITALISMO VERDE REFUERZA AL ECOLOGISMO POLÍTICO

 28 de abril de 2021

El regreso de Estados Unidos al consenso internacional sobre el afrontamiento del cambio climático es uno de los pilares de la política exterior de la administración Biden. La cumbre virtual sobre el clima debe consolidar compromisos debilitados durante los años de Trump, bajo los cuales se han camuflado y amparado otros incumplimientos (1).

Pero la lucha contra el cambio climático y la preservación de un planeta habitable es algo más que un objetivo de la humanidad. Es también una gigantesca oportunidad de negocio propulsada bajo la denominada transición ecológica. La necesidad favorece esta nueva fase del desarrollo capitalista en una multitud de campos de expansión: aceleración del desarrollo de energías renovables, nuevas aplicaciones tecnológicas, reorientación del sector de la construcción y la ingeniería, apertura de líneas de financiación, etc.

Como en otras fases del sistema socio-económico vigente, el capital público drenará el sector privado. El plan Biden de promoción de empleo inyectará 2 billones de dólares, parte de los cuales irá destinado a engrasar la ”economía verde”. En Europa, una parte de los 750 mil millones del Plan de recuperación tendrá similar propósito. Y habrá más fondos. Pero este impulso no necesariamente favorecerá una distribución más igualitaria de los recursos. Más bien debe temerse lo contrario: pese a una proliferación de pequeños y medios negocios asociados inicialmente a la transición ecológica, lo más probable es que más temprano que tarde se consolide una concentración empresarial.

En el plano geopolítico, tampoco cabe esperar un reequilibrio de oportunidades.  Desde el inicio de las negociaciones sobre el clima (Río, 1992) hasta la fecha, los compromisos de compensación a los países pobres han sido degradados p incumplidos. Como recordaba el año pasado el keniano Mohamed Adow, director de Africa Power Shift, Occidente acumula una deuda ecológica histórica con el mundo en desarrollo (2). EE.UU, Canadá y Europa siguen siendo en la actualidad emisores de CO2 más intensos que el resto de los países, incluidos los grandes contaminadores actuales del grupo BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Suráfrica).

Pero si introducimos la variable histórica, este saldo se convierte en abrumador. Desde la Revolución Industrial (mediados del XVIII) hasta el presente, las grandes economías occidentales más Japón han sido responsables de las tres cuartas partes de las emisiones de carbono, según un exfísico de la NASA. Si tomamos como referencia los últimos 60 años, el daño ecológico que los países pobres han hecho a los ricos suponen la cuarta parte del perjuicio inverso, según un informe de la Academia estadounidense de Ciencias (2008).

UN NUEVO DISCURSO POLÍTICO              

En esta nueva fase del capitalismo asociada a las perspectivas catastróficas del clima pero también al agotamiento de las fuentes energéticas fósiles, eran necesarios nuevos discursos en los partidos y centros de pensamiento del consenso centrista, para incorporar los postulados modernizados del ecologismo de primera hora. Lo cual, a su vez, ha obligado a esas formaciones específicas o nominalmente “ecologistas” o “verdes” a esforzarse por hacer distinguible y relevante su voz. No siempre -casi nunca, en realidad- lo han logrado.

El peso electoral medio de los Verdes en los países de la UE se ha mantenido en una horquilla del cinco al siete por ciento.  La mayor implantación se encuentra en los países del Centro europeo y el Benelux (Austria, Suiza, Holanda, Luxemburgo y Bélgica); se han estancado en los países nórdicos en parte por el auge populista; experimentan un fuerte vigor en los bálticos, si consideramos a los partidos campesinos; apenas existen en los antiguos satélites de la URSS del centro y el sureste (Polonia, Hungría, Chequia, Eslovaquia, Bulgaria, Rumania); y son muy débiles o están integrados en plataformas generalistas de la izquierda en el Mediterráneo y el sur (Italia, España, Grecia, Chipre, Malta y Portugal).

En los tres grandes países europeos su fortaleza es desigual. Apenas mantienen una presencia simbólica en el Reino Unido (penalizados por el sistema electoral mayoritario). En Francia están divididos entre progresistas y liberales, estos últimos marginales. La media de los primeros en los últimos 30 años apenas llega al 5%. Ahora quieren ejercer una voz más influyente, ante la debilidad creciente de los partidos tradicionales de izquierda (PSF, PCF) y el retroceso de los radicales o insumisos. Es en Alemania donde, después de un periodo de estancamiento en los noventa y en la primera década de la centuria, acarician por fin la posibilidad de llegar al gobierno federal.

ALEMANIA, EJE IMPULSOR

El caso de Alemania es singular. Allí emergieron como fuerza política propia, en los ochenta, impulsados por la oleada de protestas contra la instalación de los euromisiles y la creciente preocupación por la falta de control de las industrias contaminantes. Durante el proceso de unificación, la polarización los relegó a un papel muy secundario. Tras el cambio de siglo, fueron socios de la coalición de gobierno con el SPD de Schröeder.

Desde mediados de los 90 se han movido en una franja electoral de dos puntos (entre el 6,5% y el  8,5%), sólo superado en 2009 (10,7%). El debate entre las dos corrientes de los Verdes (fundamentalistas o radicales y realistas o moderados) se ha saldado, no sin altibajos, a favor de los últimos. Los fundis constituyen hoy una minoría o han migrado a otras latitudes izquierdistas. Los realos impusieron su programa de colaboración abierta con otros partidos, sin exclusiones, salvo la extrema derecha. Los verdes, en efecto, gobiernan hoy con el SPD, CDU, FPD (liberales) y Die Linke (La Izquierda, integrada por disidentes de la socialdemocracia oficial y el antiguo partido comunista del Este), en formatos y combinaciones múltiples.

Este pragmatismo les permite ahora posicionarse como posible socio de coalición del gobierno que salga de las elecciones de septiembre, favorecidos por el descenso de la CDU post-Merkel (por debajo del 30% en las encuestas) y aún más del SPD (del que se espera el peor resultado de su historia: en torno al 15%). Con una estimación de voto en torno al 20-22%, los Verdes sueñan incluso con superar a los democristianos y poder liderar distintas fórmulas de gobierno compartido, como en algunos länder.

En su último número, el influyente semanario político DER SPIEGEL dedicó su portada a Annalena Baerbock, una de las dos líderes de los Verdes (la dirección es bicéfala en el partido desde hace tiempo) y candidata a la cancillería (3). La ideología de esta mujer que fuera deportista destacada (campeona nacional de trampolín) y doctora en ciencia política no está muy definida. Se destaca por su carácter y sus dotes de liderazgo, algo que los alemanes aprecian y premian en las urnas. En su favor juega también la debilidad del candidato democristiano, Armin Laschet, que no cuenta con el respaldo entusiasta de una gran parte de su partido. El  partido bávaro (CSU) trató infructuosamente de promover a uno de los suyos, el popular Marcus Söder. En los socialdemócratas, el actual ministro de Economía, Olaf Scholz, se percibe como más sólido, pero se ve vez arrastrado por la larga decadencia de su partido.

Baerbock, clara exponente de los ecologistas realos, puede gobernar con la mano derecha y la mano izquierda, aunque las bases de su partido siguen prefiriendo a los socialdemócratas, y una minoría también a Die Linke. No obstante, en asuntos ambientalistas han saltado chispas entre Verdes y SPD (4). Los ecologistas son muy críticos con el gasoducto NordStream2 que los socialdemócratas defienden (el excanciller Schröeder es un alto cargo de del consorcio y presidente de la petrolera estatal rusa Rosfnet).

El impulso diplomático que la administración Biden dará a la lucha internacional contra el cambio climático y la orientación "ecológica" del capitalismo internacional asentarán la corriente medioambientalista ya muy influyente en el Partido Demócrata norteamericano.

En Alemania,  una victoria de los Verdes podría dar nuevo vigor a formaciones parejas en Europa, desprovistas ya del espíritu crítico con el que surgieron. A su vez, liberales, conservadores y socialdemócratas acentuarán aún más sus discursos con retórica verde para apuntalar sus perspectivas electorales y mejorar su posición frente al nacionalismo populista e identitario, menos sensible a esta tendencia. 

 

NOTAS

(1) “Climat: cinq ans après l’accord de Paris un sommet Mondial aux avances insuffisantes”. LE MONDE, 13 de diciembre.

(2) “The Climate debt. What the West owes the rest”. MOHAMED ADOW. FOREIGN AFFAIRS, mayo-junio 2020.

(3) “Annalena Baerbock holds the keys to Germany’s next election”. DER SPIEGEL, 23 de abril;

(4) “Annalena Baerbock, the woman who could be Germany’s next chancellor”. BBC, 20 de abril; “Germany’s Green Party knows how to pick a candidate for chancellor”. THE ECONOMIST, 19 de abril; “Annalena Baerbock, la Verte allemande qui rêve d’être chancelière”. THOMAS WIEDER. LE MONDE, 19 de abril.

GUERRAS LATENTES

14 de abril de 2021

En el confuso y peligroso panorama internacional parecen haber amainado algunos de los conflictos bélicos recientes. Sin embargo, es una impresión engañosa. En muchos de esos casos, se está lejos de una pacificación estable y duradera. Como mucho, podría decirse que nos encontramos en un estado de guerras latentes, categoría en la cual debemos añadir otros conflictos que no han degenerado en conflagración abierta o clásica. Todavía. Seleccionamos tres casos, para este comentario.

IRÁN-ISRAEL: LA AMENAZA FANTASMA

El caso más relevante, por sus implicaciones estratégicas, regionales y globales, es la hostilidad existencial entre Israel e Irán. Ambos países libran desde hace años una guerra sorda o interpuesta, que cada parte ejecuta a su manera o con sus recursos. Israel, con operaciones de sabotaje, asesinatos selectivos o ataques militares directos contra los aliados del enemigo. Irán, fortaleciendo su red de influencia regional y, ayudado involuntariamente por la torpeza de la anterior administración norteamericana, avanzando en su programa nuclear.

El último episodio de esta guerra latente ha sido el apagón provocado en la central de procesamiento de uranio de Natanz, que ha obligado a su paralización momentánea. Fuentes de inteligencia norteamericanas atribuyen la acción a los servicios especiales israelíes. Las autoridades sionistas ni siquiera se han molestado en negarlo (1). Este último acto de sabotaje coincide, no casualmente, con la reanudación de las negociaciones en Viena, para restablecer el acuerdo nuclear con Irán. EEUU participa indirectamente en los contactos: de momento evitan compartir mesa con Irán, pero Alemania, Francia y Reino Unido) le tienen al corriente de las conversaciones (2).

Israel ha dejado claro que hará todo lo posible para que ese acuerdo (JCPOA, por sus siglas en inglés) permanezca en el punto muerto al que lo condenó Trump con su retirada y su política de “máxima presión” contra el régimen de los ayatollahs. La administración Biden quiere dar un giro de 180 grados, pero se toma muchas cautelas, por la hostil oposición de los republicanos y la belicosa posición israelí.

El clima de las relaciones bilaterales israelo-americanas vuelve a ser ríspido, como lo fuera en la era de Obama; no en vano, aparte del desencuentro sobre Irán, Biden sufrió algunos desaires del gobierno de Netanyahu. El primer ministro israelí tiene de nuevo la oportunidad de prolongar su liderazgo político, pero está más acorralado si cabe por el triple proceso judicial que lo debilita y con menos posibilidades que nunca de construir una nueva mayoría parlamentaria. Si no lo consigue, habrá nuevas elecciones, las quintas en poco más de dos años. Y para entonces, podría haber sido condenado por cualquiera de los cargos que pesan sobre él: corrupción, abuso de poder y quiebra de confianza. En ese contexto, sólo el mantenimiento de un pulso bélico con Irán puede instaurar en el país un clima de emergencia nacional al que agarrarse para preservar sus opciones políticas.

Irán, por su parte, ha sobrevivido a las sanciones de Trump (que Biden aún no ha levantado) y mantiene sus posiciones en la región (Siria, Yemen, Líbano, Irak), pero necesita desesperadamente un respiro. La sucesión del Guía Supremo y las elecciones presidenciales están a la vuelta de la esquina. Los conservadores cuentan con muchas bazas para copar todas las instancias de poder. El régimen intenta consolidar una inverosímil cooperación con China. En este pulso Irán-Israel no faltan las escaramuzas navales, cada vez más inquietantes (3).

UCRANIA: EL DILEMA DE PUTIN

Otro escenario de guerra latente es Ucrania. En las últimas semanas, los servicios de inteligencia occidentales han confirmado el incremento en 14.000 hombres de los efectivos militares rusos en Crimea y en la frontera, lo que elevaría el número total a 40.000 soldados en cada una de esas zonas. El gobierno de Kiev ha denunciado esta acción “intimidatoria”. Rusia rebate que esas sean sus intenciones y afirma que se trata de un “asunto interno” (4).

La guerra en Ucrania (13.000 muertos y un millón de desplazados) se encuentra congelada desde los acuerdos de Minsk (2015), aplicado solo a medias. La ambigüedad de sus provisiones ha provocado esta situación de no paz-no guerra. Moscú quiere que se apliquen los derechos de autonomía (una independencia encubierta) a las regiones rusófilas del este, antes de retirar sus efectivos de la zonas en disputa. El gobierno ucraniano exige una secuencia inversa. La confianza es nula. Hace un año ya que al joven e inexperto presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, se le acaba el crédito político, no tanto por la continuidad latente del conflicto, sino por la falta de mejoría en la situación social y económica. Una hostilidad renovada frente a Rusia es el único factor de legitimación que le resta, frente a unos oligarcas que detentan el poder real y unos aparatos de seguridad que ejercen una función de tutela (5).

Putin también atraviesa por apuros, debido a los efectos de la pandemia, al efecto de las sanciones norteamericanas y a un incremento del malestar ciudadano. La popularidad del presidente ruso es la más baja en años. Las protestas callejeras de enero tuvieron más que ver con la degradación de la situación social que con la detención del opositor Alexei Navalny. Los “éxitos” internacionales ya no son suficientes para proyectar una impresión positiva desde el Kremlin (6). La nueva administración norteamericana es menos complaciente, aunque poco o nada obtuvo Putin de la anterior, pese a la retórica del establishment de Washington.

Los analistas no creen que Rusia vaya a invadir Ucrania. Algunos creen que Moscú, con su denuncia de que Kiev prepara una limpieza étnica en la región del Don, podría estar recreando el escenario georgiano de 2008, cuando el entonces presidente de aquel país quiso acabar con el estatus semiindependiente de las regiones rusófilas y acabó precipitando la intervención rusa. Georges W. Bush no consideró prudente una confrontación directa con Moscú y Georgia perdió aquella guerra.

Ucrania cuenta con un respaldo retórico de Occidente, pero es improbable que se pase del estado de latencia al de guerra abierta y esa escalada bélica arrastre a la OTAN. El riesgo existe, naturalmente, pero los intereses en juego, simbolizado en el proyecto del gasoducto NordStream-2, hacen pensar en la preservación de la contención (7).

AFGANISTÁN: RETIRADA, AL FIN

El tercer escenario de guerra latente corresponde al conflicto más antiguo de los examinados. Después de tres meses de consideraciones y debates discretos, el presidente Biden ha optado por una vía intermedia. Ni retirada el 1 de mayo, como había pactado Trump con los talibanes, en un chapucero acuerdo sin garantías; ni mantenimiento sine die de la presencia militar norteamericana, como reclaman militares y halcones. La retirada de las tropas de combate se aplaza al 11 de septiembre, cuando se cumplirá el vigésimo aniversario del múltiple atentado yihadista, que precipitó la aventura militar en Afganistán. Quedarán en el país unos centenares de efectivos para proteger la embajada, y poco más.

                Dos décadas de guerra han dejado 2.400 muertos norteamericanos (las víctimas afganas se cuentan por decenas de miles) y un coste de 2 billones de dólares. Bin Laden fue eliminado en 2010 en la vecina Pakistán, cuando ya era una anciana sombra sin apenas influencia. La nueva generación yihadista que lo sucedió ha sido derrotada pero no extinguida. Los talibanes se creen en condiciones de volver a ser la fuerza dominante en el país (8).

                Biden no confía en este gobierno afgano, como Obama tampoco esperaba nada bueno del precedente. Altos cargos norteamericanos propusieron recientemente una especie de transición pactada y participativa, que el ejecutivo afgano recibió con irritación y los talibán han despreciaron (9). Veinte años de ocupación no han servido para sentar las bases de una pacificación duradera. Ciertamente, una restauración integrista sería catastrófica para ciertos sectores sociales (las mujeres, primordialmente, pero no sólo ellas), aunque no es tan seguro que el país vuelva a ser santuario de yihadistas. O no más que otros. Biden nunca estuvo de acuerdo con la estrategia contrainsurgente. Aplacada la amenaza terrorista internacional ha llegado a la comprensible conclusión de que, pese a la falta de consenso interno (10), es hora de acabar con la más emblemática y prolongada de las guerras interminables (endless wars).

 

NOTAS

(1) “Iran apparently strikes an Iranian nuclear facility -again”. THE ECONOMIST, 12 de abril.

(2) “U.S. prepare fot further talks with Iran, as Tehran blames Israel for attack on nuclear facility”. THE WASHINGTON POST, 13 de abril.

(3) “Iran and Israel’s undeclared wars at Sea (part 2): the potential for military escalation”. FARZIN NADIMI. THE WASHINGTON INSTITUTE, 13 de abril.

(4) “Is Russia going to war in Ukarine?”. BBC, 13 de abril; “En Ukraine, dangereuse escalade dans le Donbass”. FAUSTINE VINCENT. LE MONDE, 2 de abril.

(5) “Zelensky’s first year: new beginning or false dawn?”. STEVEN PIFER. BROOKINGS, 20 de mayo de 2020; “The uneven first year of Zelenskiy’s Presidency”. GWENDOLINE SESSEN. CARNEGIE, 19 de mayo de 2020

(6) “Russia’s weal strongman. The perilious bargains that keep Putin in power”. TIMOTHY FRYE. FOREIGN AFFAIRS, mayo-junio 2021.

(7) “Is Russia preparing to go to war in Ukraine?”. AMY MCKINNON. FOREIGN POLICY, 9 de abril. .

(8) “The Taliban think they have already won, peace deal or not”. ADAM NOSSITER. THE NEW YORK TIMES, 30 de marzo.

(9) “The Hail Mary of power-sharing in Afghanistan. MICHAEL O’HANLON y OMAR SHARIFI. BROOKINGS, 29 de marzo.

(10) “In or out of Afghanistan is not a political choice”. SARA KREPS y DOUGLAS KRINER. FOREIGN AFFAIRS, 22 de marzo; “Americans are not unanimously war-weary of Afghanistan”. MADIHA AFZAL y ISRAA SABER. BROOKINGS, 19 de marzo.

BIDEN: EL INESPERADO ENTERRADOR DE LA REVOLUCIÓN NEOCONSERVADORA

 7 de abril de 2021

Hace apenas quince meses, cuando el Coronavirus era aún una amenaza en ciernes y  las primarias demócratas no habían empezado, pocos predecían que el casi octogenario Joseph Biden se fuera a convertir en el líder mundial probablemente con mayor impacto en Occidente desde Ronald Reagan. Aún no lo es, pero cada día que pasa quiebra un pronóstico o altera la proyección que su carrera política, su temperamento y sus convicciones políticas hacían razonablemente esperar.

Para no incurrir en malentendidos, hay que empezar diciendo que esta “sorpresa” no se deriva de una equivocación colectiva y mucho menos de una conversión personal. Una vez más, la Historia elige personajes secundarios o dirigentes medianos para encarnar giros decisivos. Y en Estados Unidos, esta máxima es más cierta que en cualquier otro lugar.

Si echamos la vista atrás, hay muchos puntos de contacto entre Reagan y Biden, a pesar de sus posiciones políticas aparentemente opuestas. Ninguno de los dos era un líder brillante, deslumbrante, imaginativo o carismático. Los dos pueden considerarse ejemplos de una clase política reconocible. Ambos acreditaban experiencia, aunque desigual: Reagan había sido gobernador de California, el estado más poderoso y poblado de la Unión; Biden, llevaba 30 años ininterrumpidos en el Senado y había cumplido un mandato como Vicepresidente.

EL ENGAÑOSO PRESTIGIO DE REAGAN

Hace ahora cuarenta años que Ronald Reagan se convertía en el 40º presidente de los Estados Unidos. El mundo se encontraba inmerso en el segundo shock petrolero en apenas ocho años. El crecimiento económico se encontraba estancado y agravado por una inflación imparable (estanflacion: combinación de estancamiento e inflación ). En pleno trauma por la humillación de los rehenes de Irán, una economía incapaz de salir a flote, el poderío estable aparente del comunismo soviético y el triunfo de partidos y movimientos izquierdistas en el mundo en desarrollo, Estados Unidos parecía más a la defensiva que nunca desde 1945.

Esa era, al menos, la narrativa propagandística de la derecha más combativa. Había que reaccionar pronta y contundentemente. No había espacio para medias tintas. Había que poner fin a las terceras vías, a los modelos de reforma de capitalismo, la socialdemocracia, el Estado del bienestar, el fortalecimiento sindical, la cultura liberal, los movimientos por los derechos civiles y de las minorías, etc. Había que lanzar una “revolución neoconservadora”. Y las circunstancias y los laboratorios de ideas creyeron que la persona para encarnarlo no debía ser una figura cumbre del panorama político, sino un relaciones públicas, un carca simpático.

A sus setenta años, Reagan se convirtió en el presidente de mayor edad de la historia norteamericana. Y seguramente uno de los menos dotados intelectualmente. Actor mediocre y oportunista sin complejos, interpretó el papel que se reservó para él de manera satisfactoria. Reagan bajó los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, restringió o eliminó los programas sociales que se habían creado durante la etapa de Johnson (otro político astuto pero en absoluto tocado por el áurea de líder imprescindible, como Kennedy) y lanzó la carrera armamentística más ambiciosa de la historia, por tierra, mar, aire... y espacio sideral. Este empeño se codificó en dos lemas: “El Estado es el problema, no la solución” y “Hacer grande a América de nuevo”. La economía-vudú reaganiana partía de la supuesta creencia de que al disponer de más dinero, los ricos invertirían más en la economía y todos se beneficiarían de su esa reforzada prosperidad (el llamado efecto trickledown o goteo). En realidad, la popularidad de Reagan se basó en una gigantesca mentira, como denuncia un reciente documental (1)

El legado de la revolución conservadora es apabullante: incremento exponencial de la desigualdad, unas sociedades escindidas, falta de oportunidades para las inmensas mayorías, precarización y degradación de las condiciones laborales y quiebra del principio del progreso generacional (por primera vez, los hijos no viven mejor que sus padres), etc. En estos años, la riqueza nacional en manos del 1% más rico ha pasado del 22% al 37%. Nueve de cada diez ciudadanos son ahora, de media, trece puntos más pobres que antes de Reagan (2).

Desde finales de los 70, los demócratas han sido seducidos y/u obligados a comulgar con ciertos dogmas para poder financiar sus campañas políticas y aspirar a ser elegidos por una ciudadanía manipulada por medios serviles y/o dependientes.

HACIENDO VIRTUD DE LA NECESIDAD

Ahora, bajo la abrumadora destrucción, humana, económica y social del COVID-19, el presidente norteamericano ha emprendido dos vastas iniciativas públicas convergentes (un plan de estímulo económico, ayudas sociales y beneficios fiscales a las familias y un gigantesco programa de renovación de infraestructuras y promoción de la economía verde y la transición energética), por valor de 4 billones de dólares, lo que equivale al 80% del gasto contemplado en los Presupuestos Generales del Estado Español para 2021.

Para financiar este gigantesco esfuerzo, Biden y la secretaria del Tesoro Yellen plantean aumentar los impuestos a los más ricos y a las grandes corporaciones, revirtiendo así uno de los principales paradigmas de la “revolución neoconservadora”: que la presión fiscal es un gran obstáculo para la prosperidad (3). El plan Biden-Yellen prevé anular los regalos de Trump y elevar el tipo impositivo al 28% para las grandes empresas (siete puntos más; en todo caso aún inferior al 35% que consiguió Obama del Congreso tras el desfondamiento financiero). Además,  es la primera vez que un gobierno norteamericano propone gravar a las compañías multinacionales, que han sido las grandes beneficiarias del neoliberalismo.

Biden, un político del establishment, en absoluto crítico de lo que ha ocurrido durante estas cuatro últimas décadas, se convierte en el defensor inesperado de la intervención activa del Estado en la economía de libre mercado, emulando modestamente a Roosevelt (4). Su proclamada cercanía a los sindicatos en poco o nada situaba a Biden en terrenos ideológicos progresistas. De hecho, durante las primarias demócratas se desmarcó expresamente de las propuestas más a la izquierda, formuladas por Bernie Sanders o Elisabeth Warren.

En los últimos tres meses, sin embargo, estamos oyendo a un presidente que adopta programa y lenguaje de esa izquierda demócrata, a la que no pertenece y en la que él no confía. Los centristas o escépticos de su partido callan, sin duda convencidos de que conseguirán templar esas propuestas en los pasillos del Congreso, como hicieron con el plan de salvamento económico y con la reforma sanitaria de Obama. La eliminación de la subida del salario mínimo a 15 $ ha sido un anticipo. Los más progresistas temen que el presidente tenga asumidos esos recortes, pero están dispuestos a defender el triunfo intelectual que supone siquiera la presentación pública de estas políticas, y a dar batalla (5).

Naturalmente, Biden no quiere conducir el país hacia un socialismo democrático (6). Son las circunstancias las que le han obligado a poner su firma a las políticas públicas más ambiciosas en noventa años. La Historia, de nuevo, ha elegido al menos esperado, no al mejor dotado o al más brillante. Pero sí a uno de los más dispuestos a hacer lo que sea necesario para salvar al sistema. Sin complejos ideológicos o doctrinarios.


NOTAS

(1) El documental “The Reagans”, de la productora audiovisual SHOWTIME, destapa el ejercicio de propaganda falaz que hizo del 40º Presidente un líder nacional y mundial.

(2) Datos recogidos en el trabajo “The Starving State. Why Capitalism’s salvation depends on Taxation”. JOSEPH STIGLITZ, TODD TUCKER y GABRIEL ZUCMAN. FOREIGN AFFAIRS, Enero-febrero de 2020.

(3) “Joe Biden’s quietly revolutionary first 100 days”. EDWARD LUCE. FINANCIAL TIMES, 18 de marzo.

(4) “Biden is facing a Roosevelt moment”. KATRINA VAN DEN HEUVEL. THE WASHINGTON POST, 30 de marzo.

(5) Stimulus bill as a political weapon? Democrats are counting on it”. JONATHAN MARTIN. THE NEW YORK TIMES, 15 de marzo.

(6) “No, Joe Biden won’t give us Socialdemocracy”. MATT KARP. JACOBIN, 15 de marzo.