28 de septiembre de 2016
El
primer debate de candidatos a la Casa Blanca se ha desarrollado sin sorpresas.
Las expectativas de novedades llamativas, cartas debajo de la manga o balas de
plata con que uno de ellos pudiera infligir un revés político relevante a su
adversario no han tenido lugar.
Como
viene ocurriendo desde el inicio de la fase final de la campaña, el duelo tuvo
que ver más con las aptitudes y actitudes personales de ambos contendientes que
sobre sus respectivas propuestas. Quizás esta pretensión sea simplemente vana,
porque para ello tendría que haber dos candidatos auténticos, y no es eso lo
que ocurre.
La contienda
de 2016 se libra entre una candidata acreditada, formada, experimentada y sobre
cuya trayectoria se pueden hacer todo tipo de evaluaciones y análisis, y una
suerte de anti-candidato, un personaje bufo, estrafalario e inconsistente,
imprevisible e inquietante, cuyo principal mérito ha sido mofarse de sus
adversarios pasados y presentes, codificar un conjunto de tópicos demagógicos y
exhibir una frívola habilidad en el manejo de los medios audiovisuales, con no
poca complicidad de algunos de ellos y la pasividad de otros.
Así las cosas,
el debate se resolvió en una disputa dialéctica previsible, en la que resultó
ganadora la candidata demócrata, porque atesora una solidez y una experiencia
de la que carece escandalosamente su rival. Hillary evitó el peor de los
peligros: ofrecer una imagen arrogante, despectiva o pedante, como en otros
momentos hicieron otros compañeros de partidos ante rivales republicanos mucho
más sólidos que Trump (Gore u Obama, p,e.).
Clinton no se
pareció a su marido en 1992 frente a Bush padre o frente a Dole en 1996, porque
no hubiera sido creíble. Mantuvo su perfil de representante acreditado del
sistema, del establishment, sin
deslices populistas inoportunos o guiños a la sensibilidad más a la izquierda
del electorado demócrata. Ante las acusaciones archiconocidas de Trump, adoptó
una actitud tranquila y, en momentos muy escogidos, socarrona, pero sin exhibicionismo
de superioridad. Las alusiones a su salud, formulada por su adversario
republicano en términos sobradamente conocidos, fueron replicadas por Madam Secretary con la hoja de servicios
en la mano. No se da la vuelta al mundo y se abordan problemas de dimensión y
complejidad internacional con la energía escasa, vino a decir Clinton, con
aplomo imperturbable.
Trump sólo
podía tener un objetivo en el debate: extender las dudas ya conocidas sobre la
personalidad de la candidata demócrata: su sinceridad, su honestidad política,
su credibilidad. No parece haberlo conseguido. Hillary zanjó el espinoso asunto
del uso de su correo privado para comunicaciones oficiales de la Secretaría de
Estado con una admisión de los errores cometidos y una explicación corta pero
clara del alcance de los mismos. Y ahí se quedó todo. El magnate evidenció poca
agilidad o escasa habilidad para explorar las debilidades de su rival.
Hillary ha
sido indemne de debate. Lo que es malo para Trump, que era quien más podía
ganar en el acontecimiento. No sólo porque va por detrás, sino porque le
resulta cada vez más complicado quebrar sus techos electorales. Los datos
generales de intención de votos son poco indicativos, debido al sistema
electoral. Lo relevante es la desventaja que Trump arrastra en los llamados swinging states, o estados en disputa, que
necesita ganar desesperadamente para hacerse con la Casa Blanca. Aunque
conserva opciones de triunfo en alguno, parece muy poco probable que obtenga la
mayoría en un número suficiente de ellos para alcanzar los 270 votos necesarios
en el Colegio Electoral para ser elegido Presidente.
El electorado
está bastante polarizado ideológicamente y las abismales diferencias en el
perfil de los candidatos ahondan este fenómeno de fractura. Por lo general, en
la política actual, tanto en Estados Unidos como en Europa, el factor personal
se impone sobre el ideológico o el programático, por factores de sobra
conocidos. Sin embargo, en los últimos tiempos, la irrupción del nacionalismo,
del populismo o de otras opciones aparentemente rupturistas se han mostrado
capaces de captar simpatías y votos en los segmentos más desanimados o más
escépticos de la población. Pero estos segmentos del electorado no esperan
programas más convincentes, ni discursos bien elaborados o sólidamente
fundamentados, sino proclamas sencillas que conecten con sus frustraciones.
El debate de
ayer había levantado algunas expectativas, pero no debió resolver la indecisión
de esos millones de norteamericanos que todavía no saben a quién votar o
incluso si votarán. En realidad, los verdaderos debates, los debates en los que
se confrontaron modelos y propuestas, fueron los que protagonizaron Clinton y
Sanders en las primarias demócratas. En el bando republicano, el favoritismo
mediático por el histrión Trump condiciono el contenido de las confrontaciones
dialécticas y la temperatura de las mismas. La debilidad de los otros
contendientes y las contradicciones y perversiones políticas del Great Old Party contribuyeron también a
ofrecer una pésima imagen de la opción conservadora.
Clinton sabe
que contrarrestar la demagogia de Trump es tan importante como ganar la
confianza de los seguidores de Sanders, que ha rendido un enorme servicio a la
nación con la valentía, honestidad y pertinencia de sus propuestas. Cuanto más
se acerque a ese universo de descontento primario que anida bajo la engañosa
tutela de Trump, más corre Hillary el riesgo de provocar corrientes de
abstencionismo en las bases tradicionales demócratas. Ese dilema no lo ha
cambiado este debate, y será difícil que ocurra después de los dos siguientes.
No hay
persona, entidad o corriente de opinión solvente, moderada o conservadora, que
no admita que Clinton es la única candidata capacitada para el cargo. El
desánimo republicano, neutralizado por el discurso y la propaganda, y sobre
todo por la necesidad de conservar una mayoría con la que contrarrestar cuatro
u ocho años más de una Casa Blanca demócrata, es lo que mantiene la ficción de
que estamos ante unas elecciones como cualquier otra. No es así. Trump puede evitar
una derrota no humillante, pero eso no le privará de haber sido un candidato
vergonzante, un anti-candidato.
De aquí al
próximo debate, el 9 de octubre, la campaña no deparara seguramente elementos
novedosos. Trump intentará incidir sobre las grietas de credibilidad de
Clinton, no para atraer a esos descontentos a su casilla de voto, sino para que
no se acerquen a los colegios electorales. Hillary tendrá que seguir incidiendo
en la inelegibilidad de su rival y en recuperar la confianza de los suyos
en ella.
Después del
segundo debate, que tendrá un formato town
hall, es decir a base de preguntas del público asistente, las dos campañas
quizás se vean obligadas a hacer ajustes. Luego, habrá que esperar a ver si surge
o no la “sorpresa de octubre” (generalmente, un tópico), antes de someterse al
veredicto del 8 de noviembre.