25 de octubre de 2017
EL NACIONALISMO PLURIFACÉTICO, AGITADOR DEL MALESTAR EUROPEO
Las
recientes elecciones austríacas han confirmado el auge de la ultraderecha
nacionalista. El Partido de la Libertad (engañoso nombre, como ocurre en tantos
otros casos análogos) ha desplazado a la socialdemocracia y se ha convertido en
la segunda fuerza política del país. Su entrada en el próximo gobierno se da
casi por segura, de la mano del nuevo líder conservador, Sebastian Kurz, muy
moderno en su estilo y maneras, pero cómodamente cercano a los postulados
ultranacionalistas. De hecho, estos le reprochan, no sin razón, que les haya
robado el programa.
En
la vecina República Checa, otro magnate mediático, Andrej Babis, combinación
local de la fórmula Berlusconi-Trump, ha ganado las elecciones legislativas,
consolidando el ascenso iniciado en 2013, que le permitió participar en un
gobierno de coalición. Los socialdemócratas, socios malaventurados de aquella
extraña alianza, han caído al quinto puesto y se han convertido en
irrelevantes, como en la mayoría del antiguo bloque comunista, o en otros
países de la Europa occidental. La formación de Babis se llama ANO, nombre que
suena sarcástico en castellano, pero que en la lengua local significa “SI” y
responde al acrónimo de Acción de Ciudadano insatisfechos. Y ése es su leit-motiv: la supuesta
expresión/manipulación del malestar de un sector de la población, por los
efectos de la crisis y el impacto de la inmigración. Igual que en Austria, por
cierto.
Estas
dos nuevas manifestaciones triunfantes del nacionalismo populista y turbador se
suman a otros casos más consolidados y amenazantes, en Polonia, Hungría y
Eslovaquia, para componer un panorama inquietante en eso que un día se conoció
como la Mittleuropa.
INFARTOS
EN EL CORAZÓN DE EUROPA
La
Mittleuropa es un concepto con
resonancias geoestratégicas, políticas y culturales que surgió en el periodo de
entreguerras, aunque estuviera arraigado en ideas y realidades ya un siglo
antes. Reapareció luego, con formulaciones adaptadas al momento, en la fase terminal
de la Unión Soviética, cuando se deshizo el bloque que se apretaba bajo el
paraguas político-militar del Pacto de Varsovia. Desde entonces acá, ese
espacio difuso que se extiende desde el Báltico al Mar Negro, con su centro de
gravedad en el núcleo del extinto Imperio austrohúngaro, se ha visto sacudido
por una transición que no termina de cuajar en una realidad sociopolítica
estable y satisfactoria.
A
día de hoy, la práctica totalidad de los estados que podían reunirse bajo ese
concepto de la Mittleuropa presentan las realidades políticas y axiológicas más
inquietantes del vasto espacio europeo. Polonia, la República Checa,
Eslovaquia, Hungría constituyeron el llamado Grupo de Visegrado para defender
sus intereses en la Europa ampliada a la que se incorporaron durante los
noventa. Posteriormente, ese mecanismo ha servido para componer un frente
nacionalista duro e intransigente frente al europeísmo abierto y liberal.
Esos
países centroeuropeos presentan peculiaridades distintivas, pero no resulta
forzado detectar un patrón común: el rechazo visceral de la inmigración, la
recuperación retórica de la identidad nacional amenazada, la demonización de
cualquier crítica procedente del exterior, la asimilación de la disidencia
interior con la traición y la conspiración extranjera, el debilitamiento de los
mecanismos de control democrático o la paulatina desaparición de la división de
poderes.
Durante
los últimos años, el liderazgo europeo, ejercido por el eje franco-alemán con
el apoyo institucional de Bruselas y Estrasburgo, ha tratado de embridar las
acometidas más inaceptables de este desafío autoritario. Se han empleado los
mecanismos institucionales y las más informales presiones políticas y
diplomáticas, pero con escaso éxito. Las agendas xenófobas y populistas han
seguido avanzando. Peor aún: han logrado contaminar el discurso europeo global
hasta sintonizarlo con el ruido demagógico triunfante en Estados Unidos.
LA
FRAGILIDAD DEL EJE FRANCO-ALEMÁN
Ese
frío inclemente que llega desde la Mittleuropa se torna gélido con la
aportación de los vientos que soplan en el gigante alemán. La fuerza tantos
años residual del nacionalismo irredento germánico acaba de encontrar
desahogado acomodo en el establishment político, al conseguir casi un centenar de
asientos en el Parlamento federal y consagrarse como la tercera fuerza
política.
La
supuesta fortaleza alemana como bastión y muro de contención de estos brotes
nacionalistas perturbadores ha quedado en entredicho después de las elecciones
de septiembre. La autoridad moral de Angela Merkel, fruto tanto de méritos
propios como de una excesiva e interesada adulación mediática, se encuentra más
cuestionada que nunca. Se le puede reconocer a la canciller un esfuerzo inicial
para combatir el auge antiliberal en sus fronteras, pero su tradicional estilo sobrecalculador ha terminado por
traicionarla. Bastante tendrá, en el ocaso de su carrera, con limitar daños en
casa como para liderar un movimiento de regeneración paneuropeo.
El
alivio con que se acogió el frenazo del Frente Nacional en Francia puede
resultar prematuro. El sistema electoral galo camufló el peligro y anestesió el
malestar que sigue subyaciendo en el país. El inicio de la era Macron ha puesto
al descubierto la fragilidad de su programa. La ambigüedad resultó muy rentable
para ganar unas elecciones que se plantearon como una lucha existencial contra
la deriva xenófoba. Pero cada día que pasa se le hace más difícil al presidente
aglutinar una mayoría social que avale las acciones de un gobierno difuso y
demasiado ocupado en presentar sus políticas como algo distinto de lo que son.
Consciente
de estas contradicciones, Marine Le Pen, líder del Frente Nacional, parece
dispuesta a efectuar una nueva mutación, limar sus propuestas más chirriantes y
avanzar en su propósito de convertirse por fin en opción de gobierno,
seguramente convergiendo con una derecha republicana, siempre tentada por el
nacionalismo rampante.
EL
APLACAMIENTO DE LAS FUERZAS CENTRÍFUGAS ITALIANAS
Este
panorama se completa con las recurrentes manifestaciones de inestabilidad
italiana, aunque últimamente parecen más apagadas. El abrumador efecto
corrosivo de la crisis catalana ha opacado los referéndums autonomistas en las
regionales italianas de la Lombardía y el Véneto. Otrora defensora de proyectos
confusa pero insidiosamente independentistas, la Liga Norte y sus asociados
septentrionales han ido suavizando sus posiciones hasta hacerlas más tragables
a una población que lleva mucho tiempo escuchando una música a la que no
termina de ponerse una letra convincente. Recuérdese el fallido proyecto de la
Padania.
El
resultado de la consulta del pasado fin de semana parece arrojar un respaldo sólido
a un nuevo equilibrio territorial. Pero no da la impresión de que vayamos a
vivir allí lo que está ocurriendo de este lado de los Pirineos. En Italia, el
indigesto plato de la independencia, nunca seriamente cocinado, ha sido
introducido en el congelador. Como maestros consumados del drama y de la farsa
políticas, los italianos se han tomado este último gambito nacionalista con el
escepticismo que les caracteriza. Acostumbrados a ir muchas veces a la contra,
o a la suya, los distintos partidos políticos italianos parecen convencidos de
poder encontrar la fórmula para encajar la última manifestación de la indignación
septentrional. Curiosa inversión de talantes entre la pasión italiana y el seny catalán.