9 de junio de 2021
Las
elecciones en Perú (presidenciales) y México (legislativas) han vuelto a avivar
la obsesión por el populismo latinoamericano, al que se considera como un
agravante de la crisis endémica de la región. Estos días se han utilizado estas
dos citas electorales para reiterar la narrativa en contra de las opciones que
se presienten (Perú) o se evalúan (México) como perniciosas para la prosperidad
y peligrosas para la democracia.
PERÚ:
EL FANTASMA DEL “COMUNISMO”
El eventual triunfo de Pedro Castillo en Perú se presenta como un refuerzo del eje bolivariano (que en realidad hace mucho tiempo que dejó de existir, si es que alguna vez pasó de las proclamaciones retóricas o el voluntarismo de sus estandartes). La élite política peruana ha acudido al fantasma del “comunismo”, temerosa de que la agitación del peligro “populista” no fuera ya suficiente para asustar a las clases acomodadas y medias. Poco importa que eso suponga confiar el mando (formal) del país a Keiko Fujimori, cuyas credenciales democráticas son pésimas, no por sus antecedentes familiares, sino por su trayectoria propia como política activa en el Congreso nacional ( ).
La convergencia de apoyos aglutinada en torno a la candidata de la derecha ilustra muy bien la inescrupulosa costumbre del entorno liberal-conservador latinoamericano: cuando se cree en peligro el sistema socio-económico que blinda sus intereses, se relegan al olvido los discursos sobre la libertad y los derechos humanos para atender a lo que importa. Así ocurrió en Perú a mediados de los años setenta, con el respaldo sin complejos a la dictadura militar del general Morales Bermúdez, que “corrigió” (en realidad, liquidó) el experimento socializante (“populista”, se diría ahora) de su colega de armas, el general Velasco Alvarado.
Las
dudas sobre el programa de Castillo son comprensibles. La impregnación
religiosa (católica) de su discurso y de su experiencia vital familiar y social
parece desmentir cualquier tentación “comunista” (2). Pero en el arsenal propagandístico
de la derecha peruana no hay mucha imaginación. Aunque se cuente para esta hora
con la no tan inesperada colaboración del brillante novelista Mario Vargas
Llosa y su neoliberal hijo Álvaro, éste más bragado sobre el terreno del subcontinente
en las dos últimas décadas. Queda muy atrás la contienda que enfrentó a Vargas
Llosa (Mario) con Fujimori (Alberto), en el que, a decir del primero, se
dirimía el futuro de la democracia peruana, tras la traumática guerra alucinadora
de Sendero Luminoso. De esa confrontación para defender las libertades se ha
pasado, treinta años más tarde, a una lucha a muerte “por el sistema” (socio-económico,
se entiende) y a defender “el mal menor” (3).
Perú
ha sido el laboratorio más elaborado del modelo regional de libre comercio,
debido en parte a su posición geográfica (balcón al Pacífico). Esta “ventaja” es
compartida con Chile, el otro “campeón” de la apertura económica internacional
en las últimas dos décadas. A pesar de la distinta solidez de las dos economías
(más fuerte la chilena), en ambos casos la experiencia se ha saldado con un
parejo y dramático fracaso: una creciente desigual social, que ha provocado enorme
sufrimiento humano y una desafección hacia el sistema democrático liberal. Perú
ha tenido cinco presidentes en los cinco últimos años y Chile acaba de
escenificar el mayor repudio de la clase política tradicional desde el final de
la dictadura pinochetista, en las elecciones constituyentes. Al cabo, no es el “populismo”
lo que hace peligrar el sistema democrático, sino la falta de respuestas liberales
a las necesidades populares (3).
Otro
elemento que impugna el catastrofismo de las élites peruanas es la dudosa capacidad
de un hipotético “Presidente Castillo” para aplicar un programa “populista”. El
Congreso actual no le es favorable. Más agitación y no chavismo es lo
que se avista en Perú (4).
MÉXICO:
LA TAREA PENDIENTE DE AMLO
En
el caso de México, el debate es de otra naturaleza. El triunfo electoral de
Andrés Manuel López Obrador (AMLO, en el lenguaje político local) en las
presidenciales de 2018 culminó un largo empeño de dos décadas, en las que la
institucionalización del fraude le impidió alcanzar su objetivo. Por primera
vez, lo más parecido a la izquierda regional llegaba a la presidencia de la
República. AMLO procedía del corrupto PRI (el partido-Estado que dominó la centuria
posterior a la Revolución) y pretendió crear una alternativa popular sin
apartarse de la idiosincrasia mexicana, lo que le valió enseguida el apelativo
de “populista”.
De
ideología confusa y maneras autoritarias, López Obrador se obsesionó con la
victoria, convencido de que la izquierda del PRI se había perdido en un laberinto
ineficaz de críticas y denuncias. Primero en el liderazgo del PRD (Partido Revolucionario
Democrático, una escisión del PRI) y luego al frente de MORENA (Movimiento de
Renovación Nacional), AMLO persistió en superar los fosos que lo alejaban del
Palacio de los Pinos.
La
historia quiso que el mandato de AMLO coincidiera con el de Trump. Lo que el
discurso liberal presentó rápidamente como el “choque inevitable de dos populismos”.
Para sorpresa de algunos, lo que pasó fue lo contrario: tras un breve cruce de
guantes para la galería, ambos se entendieron bajo el manto de un acuerdo de
intereses (5). Trump abandonó las presiones sobre la construcción de un muro
antimigratorio y López Obrador acentuó los controles frente a la afluencia de
cientos de miles de desesperados centroamericanos que sueñan con recalar en el
El Dorado del Norte.
En el plano interno, AMLO ha gobernado como se esperaba, blindado por una mayoría absoluta en el Congreso. Se le imputa autoritarismo, falta de respeto por los controles clásicos de la democracia, erosión del principio de la división de poderes y fracaso en algunas de las promesas más repetidas de su larguísima campaña electoral: lucha contra la corrupción y desmilitarización del combate contra el crimen organizado. El presidente ha replicado que la oposición y sus cómplices mienten o manipulan para arruinar su mandato (6).
La realidad se encuentra a medio camino. Es comprensible que no se puedan resolver en tres años problemas tan profundos de la sociedad y el Estado, pero poco práctico se ha hecho para encaminar una mejora solvente. La violencia ha sido pavorosa durante la campaña. El mundo criminal, privado de liderazgo, atomizado y caótico, se han vuelto más peligroso, si cabe. La debilidad del Estado no se ha reducido. AMLO no ha podido o no ha querido zafarse de la militarización de la seguridad pública. Por su instinto autoritario, según sus críticos, a derecha e izquierda; por la corrupción sistemática de las fuerzas policiales y los aparatos jurídicos, según sus partidarios.
En
el plano social, el presidente defiende con orgullo uno de los pilares de su gestión:
la creación de estructuras paralelas a las oficiales para hacer avanzar sus
programa sociales, con una pirámide de delegados estatales y regionales a las
que se les ha conferido un poder directo, para aplicar el objetivo de la “Cuarta
Transformación” del proyecto nacional mexicano (7). Algo parecido a lo que quiso
hacer Hugo Chávez durante el cénit de su mandato. Con hipocresía evidente, una
oposición desacreditada ha querido dar lecciones de legalidad y respeto
institucional, tras haber suspendido en lo mismo que reprochan al actual mandatario
En
realidad, ha sido la mala gestión del COVID (pareja a la de los dirigentes de
la región) y no la tarea de sus rivales políticos lo que más ha pesado en
evidenciar las contradicciones de un hiperpresidente más apegado a la
tradición del cargo que a sus proclamas transformadoras (8).
Las
elecciones de mitad de mandato, celebradas este mes, han confirmado la erosión
de AMLO, pero no han certificado su inevitable fracaso, predecido por los altoparlantes
de la causa anti populista. MORENA ha perdido la mayoría absoluta (un 25% de escaños
menos que en 2018), pero podrá recomponerla con el apoyo de dos partidos afines
(verdes y laboristas), aunque no le alcance para reunir los dos tercios del
Congreso, necesario para su aspiración de reformas constitucionales. El ascenso
de la oposición (un 30% del PRI y del derechista PAN) ha sido insuficiente para
bloquear la agenda legislativa del Presidente, pero le permitirá impulsar su
estrategia de desgaste político. No obstante, AMLO cuenta con una baza política
más: el refuerzo de sus posiciones en los 15 estados de la Federación que han
pasado por las urnas.
NOTAS
(1) “Peru’s new President will polarize the
country”. WILLIAM FREEMAN y LUCAS PERELLÓ. FOREIGN POLICY, 4 de junio.
(2) “Pedro Castillo, l’instituteur
candidate des pauvres a l’élection présidentielle”. AMANDA CHAPARRO. LE MONDE,
3 de junio;
(3) “Perú y la desolación final”.
ALBERTO BARRERA TISZKA. THE NEW YORK TIMES (en español), 2 de mayo;
(4) “Peru’s fraying democracy”. MICHAEL SHIFTER. FOREIGN
AFFAIRS, 3 de junio”.
(5) “The profound issues at stake in Mexico’s
midterms”. VALDA FELBAB-BROWN. BROOKINGS, 4 de junio.
(6) “Au Mexique, l’”hyperprésidence”
d’”AMLO” électrise la campagne électoral”. FRÉDÉRIC SALIBA. LE MONDE, 1 de
junio.
(7) “Violencia electoral e
influencia ilícita en Tierra Caliente”. Informe del INTERNATIONAL CRISIS GROUP,
2 de junio. K
(8) “Voters should curb Mexico’s power-hungry
President. Andres Manuel López Obrador pursues ruinous policies by improper
means. THE ECONOMIST, 27 de mayo.