5 de diciembre de 2016
Suele
decirse que la política es el arte de lo posible. En los tiempos que corren,
sería más acertado corregir el aforismo y proclamar que la política es la
capacidad de seleccionar bien los riesgos. Y si hay un riesgo que conviene
calcular con particular destreza, para asegurarse que puede convertirse
verdaderamente en oportunidad, ése es el del referéndum.
Renzi
debe estar pensando algo similar, ahora que la ruleta rusa de la consulta a los
ciudadanos le ha dejado tumbado sobre la lona. De poco le consolará no haber
sido un rara avis, sino uno más de
los políticos de su tiempo que apuesta mal, que se cree capaz de sobreponerse a
un ambiente envenenado y desfavorable que devora políticos, dirigentes,
consensos que parecían firmemente anclados.
El
primer ministro italiano creyó poder cambiar la arquitectura constitucional de
su país, inoperante y cuajada de disfunciones. Era un empeño interesante y
hasta necesario. Pero la oferta alternativa que sometió a la consideración de
la ciudadanía presentaba elementos muy discutibles y algunos incluso
sospechosos.
La
neutralización del Senado como factor obstaculizador de la vida política o la
concesión de mayores poderes al ejecutivo mediante una ley electoral que
permitiera mayorías más claras y estables de gobierno parecían propuestas
cargadas de sentido en un país en el que la política se asemeja a un juego de
ajedrez endiablado y opaco. Sin duda, esa realidad se debía a unas reglas
calculadamente complicadas e insidiosas. Pero las reglas obedecen o reflejan
culturas y pautas cívicas muy arraigadas.
Cuando
inició el proceso que ha desembocado en el enésimo referéndum-trampa que hemos vivido en Europa, Renzi creía tener el
proceso bajo control. Confiaba en su capital político, en eso que denominamos
coloquialmente como “popularidad”. Pero como suele ocurrir en el devenir
político, no hay bien más perecedero que el consentimiento ciudadano. En los
tiempos que corren, la caducidad se acorta de manera dramática.
El
referéndum siempre esconde objetivos y propósitos subyacentes al que se plantea
públicamente. La reforma del sistema político italiano era ese objetivo nominal
en el caso presente. Pero Renzi se dejó arrastrar por la tentación de apostar a
doble o nada para reforzar su posición política, que empezaba a renquear, a
ofrecer flancos demasiado frágiles.
Cuando
alguien pierde, es muy fácil poner en evidencia sus errores. Que los cambios
institucionales eran necesarios, casi nadie lo pone en duda. Pero en el clima
político actual, dominado por un malestar ciudadano casi obsesivo, las
consultas directas se convierten en armas cargadas de resentimiento. El tiempo
ya no agota políticos: los devora.
EL CÁNCER
PERPETUO DE ITALIA
Las razones
por las que un porcentaje tan claramente alto de italianos ha rechazado la
propuesta de su primer ministro son variadas. Pero al haberse atrapado el
propio Renzi en la disyuntiva aprobación
o dimisión (por mucho que intentara desmarcarse a medias cuando empezó a
presentir una posible derrota), el referéndum se convirtió, de repente, en un
arma letal, en una tentación irresistible de rivales y desengañados para
castigarlo. El homo politicus
italiano es profundamente cínico. Los italianos desprecian profundamente a sus
políticos, pero superan claramente a otros europeos en la promoción de las
alternativas más dudosas.
Italia arrastra
el incómodo privilegio de haber sido el primer país de la Unión Europea que
respaldó una alternativa abiertamente populista, en la figura de Silvio
Berlusconi, hace más de veinte años. Por mucho que se quiera explicar el
ascenso de Il Cavalieri por los
efectos devastadores de la tangentopoli, la
corrupción sistémica, el pudrimiento institucional y el agotamiento de un modelo
injustamente ensalzado como paradigma de las habilidades políticas y una
especie de inteligencia innata, los efectos de aquella deriva han sido claramente
negativos para el país. Y persistentes.
Una generación
después, la liquidación virtual de la I República Italiana no ha generado
dinámicas de cambio positivo. Aparte del mencionado timo de la regeneración con
que Forza Italia sedujo y engañó a un
país falsamente considerado como sabio en política, la eterna crisis italiana no ha dejado de producir subproductos
políticos a cada cual más incapaz de generar soluciones reales para el país. A saber:
el reforzamiento de un movimiento xenófobo en el norte (la Liga Norte); la
tentación tecnocrática de gobiernos supuestamente liberados de la inmunda
maquinaria partidista pero a la postre escasamente conectados con las
aspiraciones legítimas de la mayoría (ensayo Monti); fórmulas populistas de
protesta de ambiguos perfiles sin programas claros de gobierno (el Movimiento
Cinco Estrellas), que decepcionan más pronto que tarde (gestión municipal muy
discutida en Roma y Turín); o la recurrente figura del líder auto-presentado
como renovador, poco o nada apegado a los aparatos políticos o a las ideologías (Renzi) que presentan el
aval de una gestión local (Florencia) como promoción de una ambición nacional.
LENTEJAS POLÍTICAS
¿Y ahora qué?
Pues seguramente, más de lo mismo. El Presidente de la República pondrá en
marcha el habitual turno de consultas para, calculadora política en mano,
descifrar si alguien reúne los apoyos necesarios para formar un nuevo gobierno.
Padoan, el actual ministro de Finanzas, es el candidato más citado, al frente
de otro “gobierno técnico” contra la “inestabilidad”. Pero, aunque no
inevitables, las elecciones son muy probables. En el clima actual de fervor
populista y nacionalista no es descartable el repunte de la Liga Norte, del
Movimiento Cinco estrellas e incluso el despertar de Berlusconi, alentado por
su avatar Trump.
Las
consecuencias del referéndum fallido no se agotan en Italia. Se trata de un
asunto europeo, que viene a unirse a las úlceras del Brexit. Se temen más
temblores en la eurozona por la fragilidad bancaria italiana. Asoma otra vez el
ciclo infernal. Si 2016 ha sido un annus
terribilis, el que asoma puede traernos terremotos políticos aún más
desestabilizadores: un triunfo parcial o total del Frente Nacional en Francia o
de los xenófobos en Holanda, por no hablar de la confirmación del fantasma
nacionalista en Alemania, el próximo otoño. Es sarcástico que la Canciller
Merkel, cuyas políticas han causado tanto sufrimiento en Europa, sea jaleada
ahora como la gran esperanza de estabilidad.
La democracia
está seriamente cuestionada en Europa, como lo está en Estados Unidos y en casi
todos los escenarios del mundo. La crisis financiera mutó en corrosión social,
luego en perplejidad política y presenta ya síntomas de alta vulnerabilidad
sistémica. El consenso de la posguerra mundial está acabado, y lo peor es que
nadie parece a la altura de ofrecer una alternativa que nos aleje de los
fantasmas que abocaron al mundo al abismo bélico hace más de setenta años. Una
reciente encuesta de la Universidad de Harvard revela que el apego a la
democracia de los millenials, de los
ciudadanos jóvenes menores de 25 años, es el más débil de las últimas seis
décadas, en ambos lados del Atlántico. Pero eso será material para otro
comentario.