RATZINGER, EN ENTREDICHO

31 de Marzo de 2010

Por un capricho del destino, en estos días de penitencia para los católicos su principal Jefe espiritual se ha visto envuelto en un intenso escrutinio sobre su credibilidad. El escándalo de los abusos sexuales le ha salpicado directamente por las dudas que han surgido acerca de su compromiso en la lucha contra el delito.
Benedicto XVI quiso despejar el ambiente sofocante que había creado la acumulación sobre casos de pedofilia, en una Carta a los católicos de Irlanda, país donde se han producido algunos de los casos más graves, pero ni mucho menos el único. Pero después de esta iniciativa, otras revelaciones y denuncias no sólo han cuestionado la eficacia del intento, sIno que han puesto en entredicho la propia credibilidad del actual Papa.

PECADO Y DELITO, ENCUBRIMIENTO Y RESPONSABILIDAD

En su pastoral a los obispos irlandeses, Ratzinger condenó con aparente claridad y contundencia los abusos sexuales a menores y afirmó la obligación ética y legal de colaborar con las autoridades civiles en el esclarecimiento de los hechos y en la depuración de responsabilidades. En un gesto sin precedentes, anunció la creación de una delegación para investigar la situación en Irlanda.
Y, sin embargo, causó un profundo malestar en círculos cristianos y laicos la ambigüedad manifestada en algunos aspectos críticos, a saber…
- No abogó claramente por una condena ejemplar, ni defendió medidas sancionadoras rotundas. Como jefe de un Estado, Ratzinger desarrolló un discurso impecable de colaboración con la justicia y persecución del delito. Pero en su calidad de líder espiritual, opuso la exigencia doctrinal del perdón y la redención del pecado.
- Ratzinger no mencionó la colusion entre la jerarquía católica irlandesa y las autoridades policiales en el mantenimiento del silencio y la ocultación de los hechos. Como consecuencia de la publicación del Informe gubernamental irlandés sobre los abusos sexuales de sacerdotes, cuatro obispos aludidos expresamente por posible responsabilidad en el ocultamiento de los hechos, presentaron su renuncia al cargo, pero el Papa sobre aceptó una de ellas.
- El mensaje se centró exclusivamente en Irlanda y las referencias a la extensión de la lacra fueron vagas o generales, sin menc ionar países ni señalar responsabilidades con nombres y apellidos, incluso de aquellos que han sido sancionados o incluso condenados.
Esta percibida ambigüedad ha despertado un rechazo muy apreciable en medios laicos y en círculos cristianos críticos. Es particularmente agudo el comentario de Terrence McKierman, fundador y presidente de una iniciativa ciudadana llamada Responsabilidadepiscopal.org, dedicada a rastrear el historial de los abusos: “Existe una fuerte tendencia a abordar este asunto como un problema de fé, cuando se trata en realidad de un problema de gestión eclesial y de incumplimiento de la obligación de dar cuenta de los actos”.
Varios expertos vaticanistas han rastreado la labor realizada por Ratzinger en la persecución y depuración de los delitos de abusos. En 1982, tres años y pico después de la entronización de Wojtila en Roma, Ratzinger asciende al cargo de Prefecto para la Doctrina de la Fé, una especie de Alto Comisariado doctrinal. Desde esta posición, y por su influencia decisiva en su antecesor papal, Ratzinger ejercía el puesto más determinante en la Curia. Pero no sólo eso. En el año 2001, el Vaticano aprobó una directiva queatribuía a la Congregación para la Doctrina de la Fé la competencia para tratar el espinoso asunto de los abusales sexuales cometidos por clérigos. Por tanto, el Papa polaco depositó en Ratzinger, su cardenal favorito, la máxima responsabilidad de la Iglesia en esa polémica materia. De ahí su responsabilidad. De ahí que Ratzinger se encuentre en el ojo del huracán.
La directiva de 2001 establecía otro principio, que ahora se revela devastador para la credibilidad de la jerarquía eclesiástica: la observación de un estricto secreto en el manejo de los casos de abusos sexuales. Se aducía entonces que con esta medida se pretendía proteger a las víctimas. Algunos analistas han resaltado la contradicción que supone recomendar la práctica del secreto y, cuando han comenzado a acumularse los escándalos, pedir a las diócesis locales que cooperen con la justicia.
Esta contradicción genera sospechas de hipocresia. En las páginas de LE MONDE, el director de su suplemento dedicado a las religiones, Frederick Lenoir, al referirse al silencio de los obispos durante décadas, emplea el término omertá, el que se utiliza en el código de la Mafia para mantener la ocultación de los delitos. Lenoir admite que, “desde 2001, Ratzinger ha sido impecable”. ¿Pero y antes?, “Antes –añade-es un misterio”.

¿RATZINGER, ENCUBRIDOR?

Según el NEW YORK TIMES, ni lo uno, ni lo otro. En una serie de artículos dedicados a calibrar la responsabilidad de Ratzinger en el encubrimiento de los delitos sexuales, el diario neoyorquino desvela actitudes y posiciones del actual Papa que resultan sumamente comprometedoras, desde luego sobre su credibilidad, y quizás algo más.
Lo más dañino es la revelación de que Ratzinger accedió a proteger al clérigo Lawrence Murphy, de Milwaukee (Winconsin, Estados Unidos), quien, según informes acreditados, había abusado de 200 niños con discapacidad auditiva ¡durante un cuarto de siglo! Después de frustrantes intentos fallidos de impedir que Murphy siguiera en contacto con niños de los que podía abusar, el asunto llegó a Ratzinger en 1996, en su calidad de máxima autoridad vaticana en la materia. El cardenal alemán se enfrentó entonces a un dilema tremendo: castigar al culpable, expulsandolo de la Iglesia, o atender a la suplicas del abusador que, en una carta personal, le rogaba que se le permitiera “vivir el tiempo que le quedaba en la dignidad del sacerdocio”. No hay prueba documental de la respuesta de Ratzinger. Pero Murphy murió dos años después, todavía como sacerdote en activo, lo que inclina a pensar que el futuro Papa optó por el perdón. Desde los ámbitos más críticos, se ha reprochado a Ratzinger que se haya autoexcluido de las admoniciones pronunciadas a los irlandeses.
Pero no es ésta la única mancha en el historial de Ratzinger. Otra no menos inquietante se refiere a su etapa como cabeza de la Iglesia en Munich. En aquellos años, entre 1977 y 1982, el Arzobispado de la capital bávara autorizó la acogida del cura Peter Hullermann, que había sido expulsado de Essen por haber abusado sexualmente de menores. El pedófilo fue sometido a terapia pero al cabo de poco tiempo volvió a ser encargado de un trabajo pastoral que incluía el trato con niños, a pesar de numerosos informes psiquiátricos que lo desaconsejaban rotundamente. Seis años después, el sacerdote Hullermann fue condenado a dieciocho meses de cárcel por delito de abuso sexual, una pena que no llegó a cumplir por beneficios penitenciarios.
Desde el Vaticano se explica que Ratzinger delegó la gestión de ese asunto en su Vicario General , Gerhard Gruber, quien asumió la completa responsabilidad. Pero es imposible que, dada la gravedad del caso, el entonces Arzobispo de Munich permaneciera en completa ignorancia sobre los hechos o se inhibiera.
En el Vaticano sentaron muy mal las revelaciones del Times. El OBSERVATORE ROMANO afirmó que los medios han actuado “con el claro e innoble intento de intentar golpear a Benedicto XVI y a sus más próximos colaboradoes a cualquier precio”.
En una línea de defensa más templada, otros expertos y periodistas del clrculo vaticano como Andreas Englisch y otros, alegan que, en su etapa alemana, manifestaba una completa desatención por los asuntos de personal o administrativos, lo que explicaría su falta de celo con los sospechosos de abuso. Sin embargo, el propio NEW YORK TIMES y otros medios han recordado estos días cómo Ratzinger si se implicó activamente en otros asuntos de personal, como el veto el nombramiento de un profesor de teología por sus inclinaciones progresistas o el castigo de un sacerdote que ofició una misa durante una de las numerosas misas pacifistas de primeros de los noventa. “Como Arzobispo –sentencia el TIMES- Benedicto empleó más energía en perseguir a los teólogos disidentes que a los delicuentes sexuales”. DIE ZIET afirma que “en 1980, Joseph Ratzinger fue parte del problema que le preocupa a él mismo hoy”. O sea, el silencio, el encubrimiento, el fomento, negligente o activo, de la impunidad.

OBAMA Y SARKOZY, DOS DESTINOS

25de marzo de 210

Los dos se encontrarán la semana que viene, en la cumbre transatlántica que tradicionalmente mayor interés político y mediático global suele despertar. Las habituales fricciones entre París y Washington –elevadas al rango categórico en las relaciones internacionales desde la época gaullista- parecen ahora mitigadas, después de que se superaran los peores momentos de la invasión de Irak.
Obama y Sarkozy representan dos perfiles muy distintos y dos proyectos políticos de pronunciado contraste. A cualquier analista le resultaría muy fácil oponer sus diferencias.Y, sin embargo, existen ciertas semejanzas subyacentes en las trayectorias, estilos y desafíos de cada uno de ellos.
En el pulso del momento, las diferencias prevalecen. El presidente norteamericano, viene de saborear una victoria que ha sabido mejor si cabe por lo incierto y arriesgado que llegó a presentarse. Su colega francés arrastra la primera derrota indiscutible desde que llegó triunfal al Eliseo. Se trata de una mera circunstancia de la caprichosa rueda de la fortuna política. Lo que nos parece más interesante es reflexionar sobre los destinos políticos que les ha tocado liderar y gestionar. Y aquí detectamos diferencias abismales, por supuesto, pero tambien curiosas coincidencias.
Ambos son políticos contradictorios, productos –y victimas potenciales, también- de la nunca resuelta tensión entre imagen y sustancia, que caracteriza estos tiempos de mercantilización de la política. Obama quiere “cambiar el rumbo”de su país, como pregonó en su ultramediática campaña, pero subvirtiendo las raíces de la familia política a la que pertenece, el Partido Demócrata, en permanente crisis de identidad. Sarkozy debe gran parte de su liderazgo a la ambición de trastocar la cultura política y el contrato social sobre el que se han establecido la cuarta y la quinta repúblicas. Ambos, aunque cada uno en su estilo, han presumido de esa voluntad transformadora que, probablemente, en los dos casos, se sitúe muy por encima de sus posibilidades reales. Los dos son partidarios de jugar a romper moldes, más que a romperlos en realidad. Pero los dos son conscientes de que los políticos, -los grandes o muy grandes, incluso- más que impulsar la historia, la mayoría de las veces son arrastrados por ella.
A Obama le ha tocado la responsabilidad de liderar la reforma de la atención sanitaria, aunque no era ése el principal proyecto de su campaña, ni siquiera fuera su planteamiento el más atrevido de su programa como candidato. Otros correligionarios demócratas eran más ambiciosos. Pero había una necesidad objetiva de hacerlo. El táctico Obama consideró seriamente aparcar el envite. Pero ya fuera por propia convicción o por oportuno consejo de su círculo más cercano, lo cierto es que asumió todos los riesgos de la batalla final. Al ganarla, probablemente ha marcado el destino de su mandato. Pero veremos… En los análisis políticos hay una exagerada tendencia a magnificar los acontecimientos inmediatos.
Lo que Obama ha hecho es proponer un giro en la trayectoria de América. La última vez que un presidente cambió de rumbo fue Ronald Reagan en los ochenta. El propio Obama recreaba este hecho, con una admiración que disgustó a los progresistas. La “revolución conservadora” agudizó las desigualdades sociales hasta niveles no conocidos en un siglo. En un interesante artículo en THE NEW YORK TIMES, uno de sus gurús económicos, David Leonhart, analiza la reforma sanitaria precisamente en esta clave: como corrección –parcial, incompleta- del proceso de desigualación social del proyecto neoliberal en América. Aconsejamos completar su lectura con el artículo del corresponsal político del semanario progresista THE NATION. Después de felicitarse por la aprobación de la ley en la Cámara Baja, John Nichols insta a “reformar la reforma”, precisamente por sus “insuficiencias y por su limitado alcance a la hora de afrontar el principal problema de la salud en su país: el dominio abusivo que ejerce sobre ella una industria aseguradora voraz y tramposa.
Nicolas Sarkozy también ha pretendido cambiar el rumbo de Francia, rompiendo en primer lugar con algunos tabúes de su familia política, el gaullismo. Ya casi nadie con relevancia política se reclama de ese marchamo nacionalista gastado por el uso y por el abuso.El orgullo del gaullismo se ha disuelto en el magma de sus contradicciones y su retórica grandilocuente. Sarkozy expresó mejor que nadie la necesidad de enterrarlo. Como quiso superar también el discurso antinorteamericano de salón. Construir una derecha moderna, defensora de los interesentes de siempre, pero con los mensajes oportunistas del centrismo. La fórmula parecía rentable, hasta que la pavorosa crisis financiera, primero, y económica, a continuación, hizo aflorar la verdadera crisis de Francia: la crisis social.
La elevada abstención registrada en las elecciones regionales habilita al principal editorialista de LE MONDE, Eric Fottorino, a pergeñar este diagnóstico: “Una Francia al borde de la crisis de nervios, incapaz de proyectarse en un porvenir común… sin encontrar en el Estado o en la política un recurso adaptado a sus males”. La lista de esos males está encabezada por un desempleo de larga duración y la recurrente crisis del “modelo social”. Cabría preguntarse si lo que está en crisis, no sólo en Francia, sino en gran parte de Europa, es ese modelo social de protección y promoción de derechos sociales o precisamente lo contrario: la falta de voluntad política para defenderlo, reformarlo y reforzarlo. O , como denuncian los progresistas norteamericanos, las amenazas no surgen de invertir en desarrollo social, sino de tener miedo a hacerlo.
En LIBERATION, el afamado analista Alain Duhamel hace recaer la responsabilidad del batacazo electoral del centro-derecha francés sobre el “hiperpresidente”. Considera que Sarkozy tiene dos posiblidades: “renunciar a varias reformas” o, “admitiendo y corrigiendo errores”, asumir los riesgos de continuar adelante. Le desaconseja lo primero, que Duhamel tilda de “derrotismo después de bonapartismo”, y le emplaza a lo segundo, con este programa: reforma ambiciosa de pensiones, actuación vigorosa contra los nichos fiscales y, con dimensión internacional, liderar la regulación de los mercados financieros.
La izquierda francesa ha recuperado oxígeno después de una asfixia que amenazaba ya con colapsar su cerebro político. Las encuestas de temperatura indican que la mayoría de los franceses quiere un cambio en el Eliseo en 2012. Lo que significaría un fracaso estrepitoso del proyecto sarkoziano de reforma. También en Estados Unidos, ciertos sondeos predicen que los republicanos tienen serias posibilidades de recuperar la mayoría legislativa en noviembre. Tanto Obama como Sarkozy van a gobernar en los próximos meses bajo la presión electoral. Una prueba interesante para comprobar sus respectivas voluntades “reformistas” y para calibrar el alcance de sus destinos políticos.

CATORCE MESES DESPUÉS

22 de marzo de 2010

Obama ha conseguido el primer gran éxito de su presidencia. Catorce meses de vacilaciones propias, de campañas insidiosas o groseras, de un debate en muchos momentos venenoso y terrible, la reforma de la sanidad ha salido adelante. Hay que confiar en que termine convirtiendose no en un triunfo suyo, sino de todo su país.
La Cámara de Representantes votó a favor de la versión que le había enviado el Senado por sólo tres votos de márgen. En un voto posterior, fueron aprobadas unas enmiendas que mejoran la ley y que ahora el Senado tendrá que considerar, seguramente de forma positiva. Ni un solo congresista republicano votó a favor.
El presidente parecía satisfecho al término de la votación. “No se trata de una reforma radical, pero si de una gran reforma”. Incluso después de conseguida la victoria, Obama se vió obligado a seguir espantando los fantasmas que han estado agitando la minoría conservadora. En este debate, los republicanos se han echado en brazos de la ultraderecha (los tea party y otros grupos de francotiradores contra todo aquello que suponga un avance social), de forma irresponsable. Incluso los comentaristas que han preferido mantener la neutralidad más escrupulosa, e incluso los que ofrecían un acreditado perfil moderado, han repudiado la estrategia destructiva del liderazgo republicano.
Ha habido, naturalmente, una motivación electoral, ya que muchos de ellos esperan que el salario del miedo les haga recuperar la mayoría en las elecciones legislativas de noviembre. Pero han operado también otros cálculos a más largo plazo: destruir la presidencia de Obama y afianzar un proyecto férreamente conservador, antes de que la población tome conciencia del enorme fiasco de la era neoliberal.
Los republicanos han predecido el hundimiento de América debido a esta ley, nada menos. Un “Frankestein fiscal”, “una vergüenza” dijeron anoche sus líderes en la Cámara”. Alarmistas e irresponsables, pero no originales. Es interesante recordar lo que los ultraconservadores profetizaron cuando Franklin sacó adelante la Seguridad Social en 1935: “Este ley supondrá la muerte de América”. Lo mismo reprocharon a Lyndon Johnson sacó adelante Medicare, el programa Medicare, de asistencia sanitaria a los más necesitados, a mediados de los sesenta. Más terribles fueron los ataques contra la Ley de Derechos Civiles, que alejó a Estados Unidos del racismo. Reagan también elevó el programa de cobertura sanitaria a la condición de “amenaza para la libertad americana”.
Obama, tantas veces vacilante en este año largo de presidencia, decidió finalmente afrontar esta propanganda malsana y colocarse en la senda histórica de Roosevelt y de Johnson, para hacer progresar a su país.
Como dice David Sanger, el principal corresponsal político del NEW YORK TIMES, este éxito –compartido por la mayoría, que no por la totalidad de sus correligionarios demócratas- tiene, sin embargo, un precio, y no pequeño. Se acabó la ilusión del “post-partidismo”. Al final, la política américana ha permanecido escindida en dos. Después de este debate será muy difícil que “se crucen los pasillos del Capitolio”.
El desgaste de estos meses habrá merecido la pena si los principios establecidos en la ley se cumplen. La reforma garantizará la cobertura sanitaria a más del 95% de la población en 2014. Antes se arbitraran medidas provisionales que cubrirán a lo que ahora están sin atender, someterá a control a las compañías aseguradores para que no nieguen la cobertura a personas en riesgo de contraer enfermedades, limitarán los gastos que no incidan directamente en la atención sanitaria, gravará aquellas polizas más caras o menos eficientes, establecerá un sistema de control del déficit con numerosas garantías y muchas más medidas que mejorarán el deficiente sistema actual.
En definitiva, esa reforma colocará a Estados Unidos más cerca de la familia de paises socialmente civilizados.

EL ENFADO DE OBAMA NO DURARÁ MUCHO

18 de marzo de 2010

Una semana, quizás menos. Hasta el próximo martes, cuando la AIPAC, Comisión de Asuntos Públicos israelo-norteamericanos –la más potente expresión del célebre lobby judío en Estados Unidos- reúna su Asamblea General anual. El primer ministro Netanyahu está invitado. Si cancela el viaje, mala señal: eso quiere decir que a Obama no se le ha pasado el disgusto y no estaría dispuesto a sufrir otro tirón de orejas de la Secretaria Clinton o de cualquier otro miembro del staff presidencial.
El desaire al Vicepresidente Biden –autoproclamado “sionista”- pertenece ya a esa categoría de patinazos diplomáticos de Guiness. O esa es, al menos, la versión oficial del gobierno israelí. Durante la reciente visita oficial de Biden, al Ministro israelí del Interior, Eli Yishai, del partido ultraortodoxo de extrema derecha Israel Beitenu, no se le ocurrió otra cosa que anunciar el plan de construcción de 1600 viviendas en Jerusalén Este. La administración Obama había conseguido arrancar de Netanyahu el compromiso de congelación de asentamientos en Cisjordania para crear un clima favorable a las negociaciones. El astuto político israelí se avino a las demandas, pero se cuidó mucho de no mencionar a Jerusalén, anexionada ilegalmente a primeros de los ochenta. La administración norteamericana conocía el riesgo. O, mejor dicho, construía su estrategía, sobre el filo de ese riesgo. Pero confiaba, temerariamente, en que Netanyahu controlara a sus extremistas socios de Gobierno. Craso error.
El primer ministro trató de minimizar el incidente criticando la forma pero eludiendo el fondo de la cuestión. Reprimió a su ministro del Interior por su “torpeza”, pero se vió obligado a declarar en la Knesset que Israel está en su derecho de seguir levantando casas en Jerusalén. Hubiera sido humillante que Obama se contentara con una maniobra tan burda y sacó la artillería. Hillary Clinton se despachó a gusto en la conversación telefónica más agria entre Washington y Jerusalén de las últimas dos décadas. El gurú político del presidente, David Axelrod, se encargó de codificar para los medios el enfado de su jefe por el “insulto” recibido.
A partir de ahí, los actores de este drama controlado interpretaron con previsible exactitud su papel. El principal lobby judío llamó a la serenidad de la Casa Blanca y le pidió qu “adoptar medidas inmediatas para desactivar la tensión”, apelando a la soberanía de Israel. Los amigos del estado hebreo en el Capitolio también reprocharon “excesos” a la Casa Blanca y tiraron de la retórica habitual de la amistad con el único estado democrático de Oriente Medio. Los medios israelíes agitaron el victimismo y la incomprensión, cuando no la bisoñrez del actual presidente. Incluso algún diario se permitió cierto guiño racista al presentar a un negro cociendo a Netanyahu en la marmita del descontento.
Del lado de la racionalidad se situó la “moderada” Tzipi Lipni, que renunció a seguir siendo primera ministra con el apoyo de los que ahora han provocado la crisis con el amigo americano. Más significativa es la reacción de un grupo judío emergente en Estados Unidos, Jstreet (J, de Jews), que ha calificado de “apropiada” la reacción irritada de la administración demócrata y ha emprendido una campaña derecogida de firmas para acallar la indignación de los grupos projudíos más extremistas.
Netanyahu se encuentra en una posición incómoda. Pero en Oriente Medio, el juego de espejos deformados propicia con frecuencia interpretaciones muy equivocadas. Algunos analistas avezados creen que esta crisis es potencialmente más peligrosa para Obama que para el primer ministro israelí. El presidente norteamericano arrastra un año de fracasos y la percepción de que su liderazgo en la región está bajo mínimos. El pasado mes de enero, en una entrevista con el semanario TIME, con motivo de su primer aniversario en el cargo, el Presidente admitía los errores de cálculo cometidos en el conflicto israelo-palestino, pero evitando mencionar las responsabilidad del gobierno derechista judío.
Las vacilaciones de Obama responden a varios factores, pero uno de ellos eclipsa al resto: la preocupación creciente por el proyecto nuclear iraní. Netanyahu confía en que este asunto terminará superponiendose al viejo problema sin resolver –la cuestión palestina- y que el desafío táctico, por delicado que pueda parecer en algunos momentos, quedará relegado por el interés compartido israelo-norteamericano. Por eso, intentará manipular el gran dilema de seguridad que Obama trata de gestionar con la mayor inteligencia posible.
Según la revista FOREIGN POLICY, en enero, ya antes de este patinazo, los altos mandos destinados en Oriente Medio le hicieron saber a la cúpula militar en Washington que el fracaso de la Casa Blanca en detener la construcción de asentamientos en los territorios palestinos estaba dañando la posición de Estados Unidos en el mundo árabe. Con especial agudeza, el jefe del Pentágono en la zona, el carismático General Petreus, argumentó que “el favoritismo hacia Israel fomenta el sentimiento antinorteamericano en la zona y ayuda a Al Qaeda y a otros grupos jihadistas a recrutar” elementos para sus filas.
Ahora bien, un agravamiento o escalada del dossier iraní puede neutralizar el sólido argumento anterior. A este respecto, el semanario alemán DER SPIEGEL asegura en su edición semanal que los servicios occidentales de inteligencia están convencidos de que “los saudíes proporcionarían a los israelíes el acceso a su espacio aéreo” para efectuar ataques aéreos contra las instalaciones nucleares iraníes. El propio Consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, el General Jones, será seguramente la figura clave en esa estrategia a tres bandas.
En definitiva, los países árabes aceptarán de buen grado el enésimo aplazamiento de las aspiraciones palestinas, lo que es más interesante para Washington, intensificarán sus actividades de inteligencia contra el jijhadismo regional, todo ello por una causa superior: la desaparición de la amenaza persa. Irán es hoy un elemento de blindaje para los excesos israelíes. De ahí que el enfado de Obama pudiera ser efímero. Claro que, para no parezca que el Presidente se ve obligado a comerse su indignación, debemos esperar algún gesto de disculpa o amago de corrección por parte de Netanyahu. A buen seguro que el jefe de gabinete de Obama, el maquiavélico Rahm Emmanuel hijo de un combatiente de la Hagganah (el ejército secreto judío durante el mandato británico) -y él mismo voluntario civil de Tsahal- ya lo estará ultimando.

LA CUENTA ATRÁS DEL ARTIFICIERO

11 de marzo de 2010

Como el protagonista de la “oscarizada” pelicula sobre Irak, la temeridad no siempre resulta exitosa. En el film, un artificiero decide colocarse siempre en el límite –o más allá- para desactivar los cientos, miles de bombas de todo laya que amenazan con desangrar al país y reventar los planes de una estabilidad que se resiste a hacerse visible.
En esa actitud temeraria, el protagonista va conquistando el respeto y la admiración de sus compañeros y, a pesar de algunos reveses que sólo hacen más heroica su tarea, las numerosas trampas a las que se enfrenta van deshaciendose en sus manos como trastos viejos. Hasta que su sangre fría y su audacia se tropiezan con un empeño aún mayor: el de los violentos que convierten a un iraquí, un hombre cualquiera, anónimo, sin perfil definido, un buen tipo sin más, en una bomba blindada. “No tengo tiempo”, le dice el artificiero al angustiado iraquí que se siente abocado irremisiblemente a estallar en mil pedazos.
El héroe sufre una derrota en su propio terreno: la búsqueda de la perfección. En su terca insistencia destructiva, los enemigos del orden impuesto por los soldados norteamericanos toman como rehen a un iraquí. Es una escena de fuerte contenido simbólico. Es Irak el que, tarde o temprano, por mucha sabiduría desactivadora que quiera desplegar Estados Unidos, el que podría fragmentarse. O vivir durante mucho tiempo bajo ese temor. Lo que situaría bajo amenaza permanente toda la estrategia de Washington en esta región vital para sus intereses estratéticos.
Temeraria, como el protagonista de la pelicula, fue la anterior administración de Estados Unidos, al diseñar, vender, ejecutar y gestionar la invasión de Irak. Se enfrentaba a un campo plagado de minas con el convencimiento doctrinario de que disponía de talento, sangre fría y determinación sin límites para desactivarlas una a una. Hasta que el proceso empezó a fallar. Igual que el artificiero consigue proteger con alto grado de eficacia a sus compañeros de armas, los estrategas del Pentágono pudieron limitar el alcance del desafío de los baasistas y los jihadistas (juntos o cada uno por su cuenta) cuando acertaron con la forma de dividirlos: comprando a unos, aislando a los otros. Pero lo que no han podido hacer los militares norteamericanos es evitar que los iraquíes se maten entre sí, como el audaz sargento del film tampoco puede cambiar el destino del pobre hombre-bomba iraquí.
El horrible periodo de violencia sectaria que inundó a Irak de sangre parecía haber remitido. Pero amenazar con volver de nuevo, con otro discurso y otras liturgías El resultado de las elecciones, a pesar del optimismo del general Odierno y del embajador Hill, no termina de servir como antídoto artificiero de los riesgos explosivos.
El previsible triunfo del primer ministro Al Maliki se ha quedado en una exigua ventaja que quizás termine rebajada finalmente a un empate decepcionante (en torno al centenar de escaños) con uno de sus antecesores, el también chií, pero laico y profundamente receloso de Iran, Iyad Alawi. Al sumar a su coalición el voto de numerosos sunníes resentidos por lo que consideran abuso de poder de sus adversarios en el Islam, Alawi se presenta como el candidato de la reconciliación, el mejor preparado para liberar al pueblo iraquí de los cinturones explosivos que lleva fijados a su proyecto de estado nacional. Especialmente relevante es su triunfo en la provincia de Ambar, donde las heridas de las tribus sunníes son especialmente agudas y la insurgencia resultó notablemente vigorosa.
Pero como los resultados son tan reñidos y las incógnitas de futuro tan insidiosas, lo más probable es que el proceso de constituir un gobierno estable se demore durante meses. Por mucho que se quiera magnificar el éxito electoral, lo cierto es que la participación no ha pasado del 62%, frente al 75% de hace cuatro años, cuando las presiones a favor del boicot fueron mucho más contundentes. En Bagdad, la abstención se ha aproximado al 50%.
Por eso, no es descartable que, en mayor o menor grado, continue la violencia. Bien como forma encubierta de presión de unos o de otros. O como lenguaje radical de rechazo de los marginados o los perdedores, los temerarios que no aceptan la “pax americana”. O, finalmente, como expresión de frustración ante la falta de resolución de problemas que llevan largo tiempo arrastrandose.
En THE NATION, Robert Dreyfus señala los frentes abiertos en estos seis meses que restan para que comience la retirada militar norteamericana y se muestra escéptico sobre el optimismo de la cúpula político-militar estadounidense. Las milicias armadas de todas las comunidades (y de los diversos bandos en cada comunidad) constituyen todavía una fuerza temible. Se teme especialmente que si los sunníes no aceptan unos resultados demasiados perjudiciales para sus intereses vitales, algunos países árabes vecinos, temerosos de la influencia iraní, puedan apoyar un resurgimiento de la resistencia armada al nuevo régimen. Tampoco está resuelto el drama de los refugiados y desplazados que, por cientos de miles, esperan en vano la oportunidad de regresar a su tierra. Esa si que es una bomba de relojería, dentro y fuera de Irak, para la que probablemente no se encuentre artificero con la suficiente habilidad para neutralizarla.
En The Hurt Locker, el protagonista vuelve a casa cuando cumple su periodo reglamentario de servicio, pero no con la satisfacción de una brillante hoja de servicios, sino con la amargura de ese fracaso dramático de último momento. Es un regreso dificil, traumático, frustante. Pero, sobre todo, es un regreso provisional. Antes de que aparezcan los rótulos finales de los créditos, vemos a nuestro protagonista de nuevo con ese aspecto lunar, enfundado en su uniforme protector, caminando con una seguridad temeraria por cualquier calle polvorienta de Iraq, dispuesto a enfrentarse a una sucesión febril de mortíferos explosivos. Ha vuelto. Está por ver si las decenas de miles de soldados que tomaran el camino a casa desde finales de agosto no se verán obligados a emular ese trayecto de vuelta y regreso. De momento, el país sigue cosido a un cinturón abrumador de explosivos y a los artificieros norteamericanos les ha empezado a sonar la cuenta atrás.

IRAQ: TODOS CONTRA TODOS

4 de marzo de 2010

Las segundas elecciones iraquíes después de la invasión norteamericana y la caída de la dictadura de Saddam Hussein se celebran en un clima de desconfianza, recelo e incertidumbre. El último atentado es sólo un síntoma de lo lejos que está todavía Irak de un futuro pacífico y próspero.
Las divisiones sectarias que asolaron el país en los últimos años se han reavivado, tras un periodo en el que parecía que entraban en vías de superación. El refuerzo militar norteamericano (“surge”), la compra de voluntades de líderes sunníes, algunas reformas políticas de interés y otras iniciativas locales abonaron cierto optimismo durante los últimos meses de la administración Bush. Lo que permitió a Obama establecer una estrategia de retirada sin comprometer la estabilidad a medio plazo de Irak. Todo eso vuelve a cuestionarse ahora, en este periodo electoral convulso.
Las alianzas de hace cinco años se construyeron –no del todo, pero si fundamentalmente- sobre bases étnicas y sectarias. La situación no permitía otra cosa. Las distintas facciones se mataban a mansalva en las calles y las urnas sólo se contemplaban como una herramienta más de combate. La superioridad numérica chií dejaba poco espacio a los sunníes, que terminaron por boicotear de forma casi generalizada los comicios. De esta forma, su representación parlamentaria e institucional resultó fantasmal, casi inexistente. Los norteamericanos quisieron corregir por vía diplomática esta situación y, en paralelo a la financiación de grupos que rompían con Al Qaeda, trataban de que sus legítimas aspiraciones políticas tuvieran eco en el gobierno y las nuevas instancias del aparato estatal dominado por una amplia, pero frágil, coalición de fuerzas shíies y kurdas.
El hombre clave de estos últimos años ha sido el primer ministro, Nuri Kamal Al-Maliki. Un político de escaso carisma, de convicciones religiosas sólidas, pero alejado de posiciones radicales, bastante pragmático, a veces escurridizo, con el que Washington ha trabajado razonablemente bien, sin excluir encontronazos e incompresiones. Al Maliki fue uno de los fundadores del partido Al-Dawa, una de las principales formaciones del bando chií de Irak. En 2005, este partido fue uno de los principales integrantes de la Alianza que obtuvo la victoria.
LAS MISMAS CARAS, DISTINTAS DIVISAS
El desgaste de estos dificiles años de gobierno, el rumbo errático del proceso de reconciliación nacional, las ambiciones descaradas de la nueva nomenklatura iraquí y las presiones norteamericanas han destrozado las alianzas de hace cinco años. Los políticos iraquíes han tratado de forjar nuevas coaliciones interconfesionales, interétnicas. Pero sólo lo han conseguido a medias.
El factor más negativo del proceso electoral ha sido la anulación de unas quinientas candidaturas por supuestas simpatías con el anterior régimen baasista de Saddam Hussein. La inmensa mayoría de los políticos vetados son sunníes, lo que ha puesto muy seriamente en duda la política de reconciliación y encuentro nacional. El propio Al Maliki ha puesto especial empeño en esta campaña “desbaasificación”. Durante la campaña comparó en varias ocasiones la supresión de las candidaturas supuestamente neobaasistas con la purga de los políticos nazis en Alemania, en el nacimiento de la República Federal. Para justificar con más contudencia su postura, Al Maliki ha venido atribuyendo a estos grupos baasistas la responsabilidad de la mayoría de los atentados de los últimos meses. “Nunca me reconciliaré con los que veían a Saddam Hussein como un mártir”, dijo durante un mitín de la campaña. Conscientes de que esta actitud es apoyada por la mayoría de su electorado, las otras grandes formaciones del chiismo iraquí se han sumado a la política de beligerancia contra los sunníes sospechosos del baasismo.
Este rebrote del sectarismo ha preocupado notablemente a Washington, que ha intentado por todos los medios reducir el creciente abismo entre las dos comunidades. Los estrategas norteamericanos saben que sin una reconciliación real, que pase por un verdadero reparto razonable del poder, la retirada militar será sumamente arriesgada. El diario francés LE MONDE publicaba el pasado mes de enero que “agentes de la CIA llevaban meses discutiendo con jefes baasistas, exiliados desde siete años atrás en Jordania, Siria y Yemen, para llegar a un acuerdo”. En este esfuerzo no se contaba con el apoyo del gobierno de Al Maliki.
Este mismo trabajo de transacción política constante fue realizado por diplomáticos, militares y enviados especiales norteamericanos durante la elaboración de la nueva Constitución. Especial relevancia tuvieron las gestiones realizadas en el Kurdistán, para forjar un compromiso entre kurdos, árabes sunníes y turcomanos en la búsqueda de un nuevo equilibrio, en particular en la zona petrolera de Kirkuk.
En este, han emergido figuras tan poco saludables para el futuro de Irak como el inefable Ahmad Chalabi. Favorito de la CIA durante los años de Bush, este multimillonario de fortuna sospechosa cayó posteriormente en desgracia, al punto de ser acusado por los propios servicios inteligencia norteamericanos de actuar como un agente de Irán. Chalabi niega vehementemente estas acusaciones y las atribuye a la impotencia de las administraciones norteamericanas para comprender y aceptar los verdaderos intereses iraquíes. Con notable desparpajo, ahora aventa su receta para Irak: “Hacer independiente a la política iraquí, reducir la influencia norteamericana y construir una alianza regional duradera con Irán, Siria y Turquía”. Aunque no tiene posibilidades de ocupar un puesto determinante en el nuevo gobierno, ha conseguido un interesante tercer puesto en la candidatura más proiraní, la poderosa Alianza Nacional de Irak, una de las favoritas para constituirse en principal opositora. En esta coalición figuran la clerical familia de los Hakim, el exprimer ministro Al Jafairi y el Mullah Moqtada Al Sadr, que ocasionó enormes quebraderos de cabeza al Pentágono desde su feudo en los suburbios míseros chiíes del cinturón sur de Bagdad.
El otro grupo que aspira a tener una voz fuerte e influyente en el nuevo Parlamento es la coalición nacionalista Iraqiya, líderada por el también ex.primer ministro Ayad Alawi, un chí inequívocamente laico y probablemente el político iraquí con mejores contactos en Occidente. Al mismo tiempo, Alawi es seguramente el político más claramente antisectario y, para dejar buena muestra de ello, atrajo a Iraqiya a Saleq Al-Mutlaq, uno de los principales cabecillas sunníes. Lamentablemente, Al-Mutlaq ha sido uno de los candidatos purgados. Militó en el Baath hasta 1977, año en el que fue expulsado. El exilio y su ruptura con Saddam no han servido para que sus adversarios chiíes consideren que está limpio de contaminación baasista. Como reflejo de la fragilidad política iraquí, numerosos dirigentes del partido de Al-Mutlaq, muchos de ellos también eliminados de las listas, promueven de nuevo el boicot a las elecciones, en contra del criterio de su jefe, que se resiste a esa medida, por temor a perder influencia. Esta posición prudente es compartida por otros notables sunníes, que han arrastrado amargas consecuencias del boicot de 2005.
CONTINUISMO CORREGIDO
En este panorama, el primer ministro, Al Maliki, ha ido recogiendo grupos y voluntades de aquí y de alla, hasta reunir cuarenta satélites de todas las confesiones, etnias y sensibilidades, bajo su liderazgo supremo. Los sondeos le atribuyen el principal grupo parlamentario, pero no con mayoría absoluta. La coalición oficialista lleva el nombre de Estado de Derecho, un intento por reflejar su política de consolidar la seguridad (pública, jurídica y económica) a toda costa. Con cierta ironía, algunos de sus opositores señalan que el estado derecho tiene poco que ver con la reciente oleada de atentados, las detenciones arbitrarias, la corrupción del aparato estatal y la debilidad de los servicios públicos. Sin olvidarnos, claro, del intento de eliminación política de sus potenciales rivales sunníes. Al-Maliki sabe que seguirá dependiendo de Washington mucho después de agosto, cuando se marchen (si se marchan) las unidades norteamericanas de combate; e incluso más allá de 2011 cuando se complete la retirada del superprotector. Pero fiel a su estilo, el primer ministro se muestra esquivo y hasta displicente en ocasiones con sus patrones estadounidenses, sin duda para ganar en popularidad y respeto entre la población local.
Washington acepta con pragmatismo este estado de cosas. El triunfo de Al Maliki es el mal menor. Los norteamericanos, en todo caso, se felicitarían por unos resultados que obligaran al actual primer ministro a pactar con Alawi y con otras formaciones que arrastren líderes sunníes moderados, hayan sido o no moderadamente baasistas. Despues de todo, lo importante para Estados Unidos era la eliminación de los simpatizantes de Al Qaeda y Saddam Hussein fue sólo una excusa para moldear y controlar esta potencia petrolera árabe vecina de Irán.