18 de marzo de 2010
Una semana, quizás menos. Hasta el próximo martes, cuando la AIPAC, Comisión de Asuntos Públicos israelo-norteamericanos –la más potente expresión del célebre lobby judío en Estados Unidos- reúna su Asamblea General anual. El primer ministro Netanyahu está invitado. Si cancela el viaje, mala señal: eso quiere decir que a Obama no se le ha pasado el disgusto y no estaría dispuesto a sufrir otro tirón de orejas de la Secretaria Clinton o de cualquier otro miembro del staff presidencial.
El desaire al Vicepresidente Biden –autoproclamado “sionista”- pertenece ya a esa categoría de patinazos diplomáticos de Guiness. O esa es, al menos, la versión oficial del gobierno israelí. Durante la reciente visita oficial de Biden, al Ministro israelí del Interior, Eli Yishai, del partido ultraortodoxo de extrema derecha Israel Beitenu, no se le ocurrió otra cosa que anunciar el plan de construcción de 1600 viviendas en Jerusalén Este. La administración Obama había conseguido arrancar de Netanyahu el compromiso de congelación de asentamientos en Cisjordania para crear un clima favorable a las negociaciones. El astuto político israelí se avino a las demandas, pero se cuidó mucho de no mencionar a Jerusalén, anexionada ilegalmente a primeros de los ochenta. La administración norteamericana conocía el riesgo. O, mejor dicho, construía su estrategía, sobre el filo de ese riesgo. Pero confiaba, temerariamente, en que Netanyahu controlara a sus extremistas socios de Gobierno. Craso error.
El primer ministro trató de minimizar el incidente criticando la forma pero eludiendo el fondo de la cuestión. Reprimió a su ministro del Interior por su “torpeza”, pero se vió obligado a declarar en la Knesset que Israel está en su derecho de seguir levantando casas en Jerusalén. Hubiera sido humillante que Obama se contentara con una maniobra tan burda y sacó la artillería. Hillary Clinton se despachó a gusto en la conversación telefónica más agria entre Washington y Jerusalén de las últimas dos décadas. El gurú político del presidente, David Axelrod, se encargó de codificar para los medios el enfado de su jefe por el “insulto” recibido.
A partir de ahí, los actores de este drama controlado interpretaron con previsible exactitud su papel. El principal lobby judío llamó a la serenidad de la Casa Blanca y le pidió qu “adoptar medidas inmediatas para desactivar la tensión”, apelando a la soberanía de Israel. Los amigos del estado hebreo en el Capitolio también reprocharon “excesos” a la Casa Blanca y tiraron de la retórica habitual de la amistad con el único estado democrático de Oriente Medio. Los medios israelíes agitaron el victimismo y la incomprensión, cuando no la bisoñrez del actual presidente. Incluso algún diario se permitió cierto guiño racista al presentar a un negro cociendo a Netanyahu en la marmita del descontento.
Del lado de la racionalidad se situó la “moderada” Tzipi Lipni, que renunció a seguir siendo primera ministra con el apoyo de los que ahora han provocado la crisis con el amigo americano. Más significativa es la reacción de un grupo judío emergente en Estados Unidos, Jstreet (J, de Jews), que ha calificado de “apropiada” la reacción irritada de la administración demócrata y ha emprendido una campaña derecogida de firmas para acallar la indignación de los grupos projudíos más extremistas.
Netanyahu se encuentra en una posición incómoda. Pero en Oriente Medio, el juego de espejos deformados propicia con frecuencia interpretaciones muy equivocadas. Algunos analistas avezados creen que esta crisis es potencialmente más peligrosa para Obama que para el primer ministro israelí. El presidente norteamericano arrastra un año de fracasos y la percepción de que su liderazgo en la región está bajo mínimos. El pasado mes de enero, en una entrevista con el semanario TIME, con motivo de su primer aniversario en el cargo, el Presidente admitía los errores de cálculo cometidos en el conflicto israelo-palestino, pero evitando mencionar las responsabilidad del gobierno derechista judío.
Las vacilaciones de Obama responden a varios factores, pero uno de ellos eclipsa al resto: la preocupación creciente por el proyecto nuclear iraní. Netanyahu confía en que este asunto terminará superponiendose al viejo problema sin resolver –la cuestión palestina- y que el desafío táctico, por delicado que pueda parecer en algunos momentos, quedará relegado por el interés compartido israelo-norteamericano. Por eso, intentará manipular el gran dilema de seguridad que Obama trata de gestionar con la mayor inteligencia posible.
Según la revista FOREIGN POLICY, en enero, ya antes de este patinazo, los altos mandos destinados en Oriente Medio le hicieron saber a la cúpula militar en Washington que el fracaso de la Casa Blanca en detener la construcción de asentamientos en los territorios palestinos estaba dañando la posición de Estados Unidos en el mundo árabe. Con especial agudeza, el jefe del Pentágono en la zona, el carismático General Petreus, argumentó que “el favoritismo hacia Israel fomenta el sentimiento antinorteamericano en la zona y ayuda a Al Qaeda y a otros grupos jihadistas a recrutar” elementos para sus filas.
Ahora bien, un agravamiento o escalada del dossier iraní puede neutralizar el sólido argumento anterior. A este respecto, el semanario alemán DER SPIEGEL asegura en su edición semanal que los servicios occidentales de inteligencia están convencidos de que “los saudíes proporcionarían a los israelíes el acceso a su espacio aéreo” para efectuar ataques aéreos contra las instalaciones nucleares iraníes. El propio Consejero de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, el General Jones, será seguramente la figura clave en esa estrategia a tres bandas.
En definitiva, los países árabes aceptarán de buen grado el enésimo aplazamiento de las aspiraciones palestinas, lo que es más interesante para Washington, intensificarán sus actividades de inteligencia contra el jijhadismo regional, todo ello por una causa superior: la desaparición de la amenaza persa. Irán es hoy un elemento de blindaje para los excesos israelíes. De ahí que el enfado de Obama pudiera ser efímero. Claro que, para no parezca que el Presidente se ve obligado a comerse su indignación, debemos esperar algún gesto de disculpa o amago de corrección por parte de Netanyahu. A buen seguro que el jefe de gabinete de Obama, el maquiavélico Rahm Emmanuel hijo de un combatiente de la Hagganah (el ejército secreto judío durante el mandato británico) -y él mismo voluntario civil de Tsahal- ya lo estará ultimando.
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