SIRIA:DISCURSOS E IMPOSTURAS



29 de agosto de 2013
              
Cualquiera de estas noches, Estados Unidos, con apoyo aliados menor, lanzará misiles desde sus aviones y barcos contras instalaciones militares sirias, en acción de represalia por el uso de armas químicas en la guerra contra los rebeldes, que parece haber causado centenares de víctimas civiles.

Se tratará de un ataque limitado, en intensidad y tiempo, cuyos efectos habrá que esperar para evaluar. Oficialmente, el objetivo no es propiciar el derribo del régimen sirio, sino efectuar un castigo por una acción indigna de gobiernos civilizados. Es decir, un nuevo acto de guerra justiciera, que tiene escasa credibilidad y menos sostenibilidad legal.

Obama se tomará tiempo para analizar el resultado de las investigaciones de los observadores de la ONU, pero miembros de su gobierno ya han adelantado que disponen de evidencia muy comprometedores para el régimen de Damasco.

Es difícil oponerse a intervenciones de este tipo porque parecen fundadas en consideraciones morales aparentemente positivas: se castiga a unos dirigentes que no dudan en emplear armas letales repugnantes contra su propio pueblo con tal de afianzar sus posiciones de poder. Ocurrió en Irak, en Kosovo, en Libia. 
Y ahora, con toda seguridad, en Siria. Pero los motivos morales no sólo son insuficientes porque necesitan ser sustentadas jurídicamente. Además, esa supuesta justicia es puro oportunismo o cinismo. Tanto valor tiene la vida de las victimas gaseadas en Siria, masacradas en Libia o asesinadas en ciudades y aldeas kosovares, como las acribilladas a tiros en las calles de El Cairo o de Bahréin o en cárceles clandestinas de los amigos que hacen el trabajo sucio a los intereses norteamericanos. Y no todos los tiranos o asesinos reciben el mismo tratamiento.

El sustento legal, proporcionado por la ONU, es casi imposible. Rusia bloqueará el respaldo del Consejo de Seguridad, también por conveniencia propia, aunque con argumentos diferentes a los países occidentales y árabes aliados. Otros fundamentos legales manejados, como el Protocolo de Ginebra (1925) y la Convención sobre armamento químico (1933), si bien prohíben expresamente el uso de armas químicas, no amparan ataques militares contra países que lo hagan.

EL EJEMPLO DE KOSOVO

Se ha invocado el antecedente de Kosovo como modelo de actuación en Siria. Sin embargo, existen diferencias notables entre ambos casos. Washington asegura que con esta operación inminente no pretende acabar con el régimen de clan Assad. En cambio, el ataque contra Serbia, en represalia por las actuaciones militares de represión de la rebelión armada albano-kosovar, tuvo precisamente como efecto casi directo el derrocamiento de Slobodan Milosevic. Estados Unidos destruyó no sólo la capacidad militar serbia, sino que debilitó profundamente las estructuras de poder y control político y social del hombre al que abusivamente se le ha atribuido la responsabilidad de las guerras yugoslavas de los noventa.

La decisión del entonces Presidente Clinton estuvo revestida de consideraciones similares a las que ahora emplea el entorno del Presidente Obama. Pero se trata de situaciones muy distintas y de motivaciones opuestas. Clinton quería acabar con Milosevic, lo dijera o no, y sabía que su intervención sería completamente decisiva en ese sentido. Obama se niega a involucrarse de forma directa en el desenlace de la guerra interna siria y sus principales asesores diseñan una operación limitada que carezca de esos efectos decisorios.

En todo caso, el ejemplo de Kosovo, presenta demasiadas contradicciones e incongruencias, para resultar concluyente, como ha demostrado el profesor norteamericano Michael Glennon.  Es la lógica de las relaciones internacionales: ni la invocación moral ni la causa legal responden a principios y valores universales. Los intereses de cada cual en cada momento preparan los argumentos, los adaptan y los convierten en instrumentos de las políticas convenientes.

LA RETICENCIA DE OBAMA

En el ánimo reticente de Obama influye el escaso convencimiento de que una acción limitada pueda impedir otro ataque químico sirio. Le preocupa más que se inicie una espiral de intervención que le haga tomar un partido más claro, cuando no hay una alternativa clara de poder en Damasco que resulte más favorable a los intereses norteamericanos y occidentales. Durante años, Washington y otras capitales aliadas (europeas y árabes) han estado proporcionando apoyo político, logístico y, bajo cuerda, cierta asistencia militar a la oposición armada. Pero los rebeldes han sido incapaces de formar una alianza sólida, de elaborar un programa común de gobierno y de garantizar un futuro sin revanchas ni sectarismos. Más bien al contrario, a medida que avanzaba y se envilecía el conflicto, han ido imponiéndose los elementos más radicales y revanchistas. Como es bien sabido, en muchos de los frente donde los rebeldes llevan ventajas a las fuerzas gubernamentales, el control está en manos de militantes afiliados a Al Qaeda, con no poca presencia de combatientes no sirios. Que Estados Unidos termine propiciando el triunfo de socios de la organización fundada por Bin Laden resultaría una paradoja difícil de digerir, incluso para los más cínicos defensores de la teoría realista de las relaciones internacionales.

No obstante, un Presidente de Estados Unidos no se puede inhibir. No del todo, al menos. Por eso, hace unos meses, ante la aparente desesperación por el avance de los rebeldes en algunos frentes, se temió que el gobierno sirio empleara armamento químico pare frenarlos. Obama proclamó que esa acción hipotética constituiría una “línea roja”, que, en caso de franquearse, provocaría una respuesta norteamericana. Algunos vieron en esa declaración del Presidente un enorme reto, porque Obama se ataba las manos, se obligaba a actuar.

Como era de esperar, se produjeron posteriormente denuncias de empleo limitado de arsenal químico, algunas supuestamente acreditadas por medios solventes de prensa, como el diario francés LE MONDE. Obama no consideró probado que se hubiera rebasado esa ´línea roja” y se limitó a autorizar el envío limitado de armas a los rebeldes. Recibió críticas de unos y otros.

Ahora parece que las evidencias de ataque químico son más contundentes y difíciles de orillar. Se habrían interceptado conversaciones comprometedoras entre mandos militares del régimen que probarían el empleo de gases en los alrededores de Damasco. En todo caso, no deja de resultar extraño ese ataque químico cuando se encontraban muy cerca del lugar observadores de la ONU. Salvo que la decisión de emplear ese armamento fuera de un jefe militar local y no del alto mando sirio, lo cual no es descartable debido al relativo descontrol que se detecta también en las fuerzas gubernamentales.

LA DIMENSION REGIONAL
En todo caso, los interesados en que Washington imprima un nuevo golpe de tuerca en el reequilibrio de la balanza regional consideran que el  futuro de la guerra en Siria está vinculado al problema de Irán, que es ahora la preocupación de no pocos aliados de Estados Unidos en la zona, con Israel y reino saudí a la cabeza. Que Siria sea el gran aliado de Irán en la zona, con el apéndice nada desdeñable del partido/milicia libanés Hezbollah. La eliminación del clan Assad y, en consecuencia, del predominio histórico de la minoría alawi (rama local del chiismo) en Siria ha sido una opción muy tentadora para los gobiernos de Jerusalén y Ryad. Al cabo, en esas capitales se piensan que las franquicias de Al Qaeda que combaten ferozmente en Siria podrán ser desbaratadas una vez derribado el régimen de Assad, fortaleciendo, incluso militarmente, a los sectores más moderados y favorables a los intereses occidentales.
Obama no lo tiene tan claro. Y, en todo caso, aunque ese fuera a la postre el resultado final, el proceso sería penoso y amenazaría permanentemente, durante su desarrollo, con una implicación más o menos directa de Estados Unidos, en un momento en que el Presidente desea desembarazarse de guerras y no enfangarse en otras nuevas. Obama desea poder culminar su mandato presidencial con logros relevantes de naturaleza social en su país y lo que menos necesita es continuar destinando recursos y energía a conflictos externos de muy difícil gestión. De ahí la reluctancia de su ánimo a intervenir en la guerra siria. Así lo percibe la gran mayoría de la opinión pública norteamericana, contraria a involucrarse en este conflicto.
Hace tres años, no resultaba factible a corto plazo la desestabilización del gobierno de Damasco. Al contrario, se había ensayado un cierto acercamiento con Assad para reavivar conversaciones secretas de paz con Israel. El objetivo era el mismo: aislar a Irán; pero la estrategia era distinta: debilitando los lazos de Damasco con Teherán ofreciendo al régimen sirio otros estímulos más atractivos. Uno de los participantes en esa estrategia de acercamiento fue precisamente John Kerry, hoy jefe de la diplomacia norteamericana y entonces cabeza de la Comisión de Relaciones exteriores del Senado. La rueda del tiempo arroja estas paradojas.
En definitiva, Obama decidirá atacar, atrapado en su propio discurso ‘humanitario’. La reputación moral de Estados Unidos será reivindicada (al menos para los incautos). Assad podrá encajar el golpe y, aunque invoque venganzas catastróficas, se contentará con recomponer el tipo y seguir ganando terreno, como ha hecho en los últimos meses.  Los medios se ocuparán de esta escaramuza y dejarán de prestar atención, por unos días, a otros escenarios sangrientos regionales como Irak (que ha vivido un verano atroz), Egipto (donde los generales ya actúan sin máscara  con una lógica represiva sin ambages) o la propia guerra interna siria abandona a una deriva sin final a la vista.

EGIPTO: EL TRIUNFO DE LA REPRESIÓN

19 de agosto de 2013
                 
Se acabó la representación en Egipto. Sea cual sea la apariencia que adopten los hechos en los próximos días, semanas o meses. El episodio de más alcance de la ‘primavera árabe’ se ha disuelto en el ácido de la represión. La jerarquía militar, de forma directa o interpuesta –eso resulta de todo punto secundario- se hace con las riendas y determina el rumbo político. Que será el de siempre: los militares mandan, el aparato burocrático-institucional ejecuta, la élite económica se beneficia y la mayoría obedece y se resigna.
                 
Cada día que pasa, resulta más impensable una vuelta atrás. Las cartas ya están jugadas. Y hay planes y estrategias adaptados a los posibles escenarios.

Si los Hermanos Musulmanes y sus seguidores se allanan a lo que el principal consejero del presidente-marioneta ha denominado pomposamente como “marcha pacífica hacia el futuro”, es decir a la consolidación del golpe de Estado; si aceptan su histórica condición de fuerza mayoritaria pero en la oposición, el régimen se vestirá de seda: es decir, adoptará formas institucionales pretendidamente participativas y democráticas.

Si los derrotados, por el contrario, se empeñan en combatir a policías, militares y secuaces y exigen el restablecimiento de la ‘legalidad conculcada’, serán puestos fuera de la ley. Algunos especialistas regionales consultados estos días por THE NEW YORK TIMES creen incluso que los militares egipcios están provocando respuestas violentas de los Hermanos Musulmanes para justificar la intensificación de la represión. Represalias adicionales contra cristianos coptos y sus iglesias por parte de supuestas bandas islamistas frustradas podrían resultar de gran “utilidad” para esa estrategia.
                 
POLARIZACIÓN Y PROPAGANDA

No obstante, si la represión continúa y/o aumenta, podría aumentar el riesgo de que se resquebraje el frente interno contra los islamistas, como ya está ocurriendo. Muchos adversarios de los Hermanos se han desgajado del actual gobierno y se declaran espantados por lo que está ocurriendo.

Para combatir ese peligro, se cuenta con una poderosa maquinaria de propaganda. Los aparatos militar, burocrático y mediático de las autoridades egipcias ya llevan semanas haciendo circular el mensaje que los islamistas son todos “terroristas”. Uno de los periodistas occidentales que mejor conocen la zona, el británico Robert Fisk, lo ha escrito en un artículo para su periódico, THE INDEPENDENT: los seguidores de la hermandad musulmana  han dejado de ser hijos de Egipto y se han convertido simplemente en “terroristas”. ¿Qué musulmán volverá a creer en el discurso occidental de la democracia?, se pregunta Fisk.

La propaganda oficial se ha intensificado con gran descaro estos días en los medios egipcios, no ya estatales (con eso ya se contaba), sino tanto o más aún en los privados, vinculados a los intereses económicos protegidos en la etapa de Mubarak. En parte como efecto de esta propaganda, se ahonda la fractura ideológica y social en el país, como dan cuenta periodistas occidentales destacados en El Cairo. Buena parte de la población aprueba las acciones de los militares y de la policía. Querían el aniquilamiento de los Hermanos Musulmanes y ahora aplauden que se haya puesto en marcha.

El líder de Tamarrod, esa organización manipulable y manipulada por los poderosos aparatos del poder real, ha defendido con entusiasmo la represión.  “Lo que Egipto atraviesa actualmente –ha dicho Mahmud Badr- es el precio, un elevado precio, que debemos pagar para librarnos de la organización fascista de los Hermanos antes de que se hiciera con el control de todo y nos aplastara a todos”.  Y por si acaso la brutalidad policial no resultara suficiente, este joven dirigente, ampliamente promocionado por los medios occidentales en las semanas anteriores al golpe, hace un llamamiento a la población para que organice “comités populares” de lucha contra los islamistas. Es una convocatoria tardía: ya se han detectado grupos de civiles armados colaborando con las fuerzas de seguridad en las tareas represoras. Es difícil ver en estos instintos una defensa de los valores democráticos.

LA COMPLICIDAD EXTERIOR

No demos mucha importancia a la presión exterior. Estados Unidos aceptará más pronto que tarde la nueva situación (más bien la vieja: la de siempre), con el apoyo entusiasta de Israel, de sus aliados árabes y, a la postre, también de los socios europeos.

El NEW YORK TIMES cuenta con todo detalle este domingo cómo Al-Sisi y otros miembros del gobierno hicieron creer a los enviados norteamericano y europeo que podía haber una vía de reconciliación o apaciguamiento, cuando en realidad se estaba preparando la disolución de los campamentos. De nada sirvió que el Secretario de Defensa Hagel llamara 17 veces a su colega y único hombre fuerte de Egipto, el general Al Sisi, para rogarle contención.

Después de todo, los militares egipcios ofrecen mejor que ningún otro actor en el país lo que Washington y el resto de capitales amigas más desean, a saber:
          -garantías de un tráfico fluido y sin sobresaltos del petróleo y de cualquier otro tipo de mercancías por el Canal de Suez;
          -libertad de paso, circulación y sobrevuelo de la maquinaría de guerra de Estados Unidos, fundamental para atender las necesidades de conflictos por terminar (o por venir) en los mares cálidos del Oriente Próximo y Medio;
-mantenimiento de la paz con Israel y de un buen número de acuerdos de control militar en el Sinaí, considerado como uno de los escenario-riesgo de un rebrote jihadista.

Obama lo dijo claramente el otro día. No se puede atender solamente a los valores humanitarios; deben tenerse en cuenta los intereses nacionales.

Sin embargo, algunos analistas, como Fred Kaplan y Steve Cook, son partidarios de no soportar la brutalidad de Al-Sisi y sus oficiales. Ambos creen que Estados Unidos puede intentar algo más que medidas limitadas, como las anunciadas por Obama desde su residencia vacacional. Cook, del Consejo de Relaciones Exteriores, cree que merece la pena ensayar la interrupción de la ayuda militar a Egipto. Kaplan, experto en asuntos militares y seguridad, argumenta que las garantías mencionadas no corren peligro, porque resultan igualmente vitales para Egipto. Suez tiene que seguir siendo una pista rápida y abierta porque proporciona importantes beneficios al Estado egipcio. No menos el turismo, que huirá del país si sus autoridades adoptasen una posición de hostilidad hacia Occidente. Pero, mucho más inmediato aún, el ejército egipcio no se puede permitir una guerra con Israel, ni siquiera una carrera de armamentos. Finalmente, las facilidades militares a Estados Unidos también convienen a los propios generales egipcios, que lo último que quisieran ver es un triunfo, o incluso un avance, de los radicales islámicos en otros lugares de Oriente Medio.

No le falta razón a Kaplan. Pero si resulta muy improbable que Estados Unidos ‘castigue’ en serio al ‘nuevo-viejo régimen’ en El Cairo, no es por temor a las represalias egipcias, sino porque Washington no sacará beneficio alguno de humillar a Al-Sisi. ¿Es necesario demostrar a sus aliados de cuatro décadas  que no tiene sentido alguno golpearse el pecho y proferir amenazas estériles?
 

Tampoco cabe esperar mucha presión de las opiniones públicas occidentales, más o menos escandalizadas por el baño de sangre de estos últimos días. Los ciudadanos en esta parte del mundo estamos agobiados por las consecuencias abrumadoras de una crisis económica y social a la que todavía no se ve un final (pese al optimismo forzado de algunos de nuestros dirigentes). Pero peor aún: la repugnancia ante las escenas recientes de la brutal represión se disolverán como un azucarillo en cuanto se produzca un atentado reivindicado por los islamistas en una ciudad norteamericana o, más probablemente europea.
Por lo tanto, estamos ante un más que previsible consolidación del golpe militar, de consecuencias más o menos inmediatas en el resto del mundo árabe, de reversión del proceso abierto por las ‘revoluciones’ de 2011 y de una vuelta maquillada al status quo anterior. Lo que podría desencadenar, seguramente, un incremento de las acciones violentas de los sectores más radicales del movimiento islamista y, en consecuencia, una espiral de la violencia.

A la postre, como bien es sabido, los muertos se olvidan más pronto que tarde; los intereses, nunca.
EGIPTO: LAS RESPONSABILIDADES DE LA MASACRE

No han terminado todavía de contarse los muertos en la brutal disolución de los campamentos de los Hermanos Musulmanes en El Cairo.  Habrá más matanzas, con casi toda seguridad. La espiral de la violencia, probablemente, no ha hecho más que comenzar.

El 3 de julio se produjo un golpe de Estado en Egipto. Sin embargo, contra esa clara evidencia, no pocos especialistas eludían considerar  como tal la destitución del Presidente Morsi. O se mostraban cautelosos o  incluso quisieron ver en la actuación militar una muestra más del compromiso de las Fuerzas Armadas con la restauración de la democracia. Lo cierto es que, desde el principio, no había muchas dudas en que, esa noche, Egipto se alejó dramáticamente de un sistema político de libertades.

Los que quisieron legitimar el golpe, desde dentro o desde fuera, aseguraron que era imperativo poner fin al mandato de los Hermanos Musulmanes, por dos motivos fundamentales: gobernaban de forma sectaria, sólo en provecho propio y con un horizonte político e ideológico muy estrecho, y gobernaban mal, arrastrando al país al caos y la ruina.

EL CAMINO A LA CATÁSTROFE

El gobierno de Morsi, desde luego, no ha sido ejemplar. Hay cierta verdad en las acusaciones de los críticos. Pero, para ser completamente honestos, la oposición, en sentido amplio, tiene dificultades para admitir otros factores que explican la ingobernabilidad del país en los últimos meses. A saber:

1)      El boicot de la mayoría de las instituciones, singularmente la policía y la judicatura, que se sintieron amenazadas desde el comienzo de la revolución y que temían de los Hermanos Musulmanes no sólo el final de sus privilegios acumulados durante años de la dictadura con máscara de Mubarak (y previamente: con Sadat), sino una cierta revancha, cuando los islamistas se consideraran capacitados para ejecutarla. Los jueces nunca aceptaron el resultado electoral ni admitieron que la mayoría conseguida por los HHMM debía tener consecuencias políticas. Con astucia, llevaron a los líderes de la cofradía a un pulso, en el que los dirigentes islamistas se mostraron torpes y primarios.

2)  La ‘conciencia cívica’ de las Fuerzas Armadas resultó bastante tardía, por no decir oportunista. Morsi y la jerarquía de la Hermandad no desafiaron en ningún momento el poder y los privilegios de la casta militar, sino todo lo contrario: blindaron sus prerrogativas en la nueva Constitución, les mantuvo el control exclusivo sobre su partida presupuestaria y no disminuyó en modo alguno su autonomía en el diseño y la ejecución de la política de defensa.  El General Al-Sisi fue el principal apoyo de Morsi en la confrontación con el resto del viejo aparato, aunque fuera por conveniencia.  Sólo en las últimas semanas, cuando Morsi se creyó más fuerte, se produjeron gestos del presidente que molestaron a la jerarquía militar. Cuando Al-Sisi se quejó ante Morsi, cuentan confidentes del depuesto Jefe del Estado, éste se mostró desdeñoso y un tanto arrogante. Seguramente, cavó su tumba (sólo política, de momento).

3)  El Frente laico que se fue formando en oposición al gobierno de los Hermanos exhibió incoherencias notables y una carencia asombrosa de programa. Cierta clase media cairota –y de contadas ciudades más- creyó que su conocimiento del mundo exterior, el deslumbramiento de las redes sociales y una posición social un tanto desahogada les confería el derecho de interpretar lo que era mejor para el país. No escondieron cierto desdén por la falta de formación y el atraso social de las masas que seguían a la cofradía. Nunca se plantearon favorecer un acuerdo nacional para dejar en evidencia a los hermanos. Escogieron la calle y empezaron a hacer guiños, irresponsables, como ahora se está viendo, a los militares para que cambiaran el curso de los acontecimientos.

4)  Las interferencias exteriores, en particular de las potencias árabes vecinas, en la batalla política egipcia, animó a los bandos en disputa a fortalecer sus posiciones y descartar el diálogo. Arabia Saudí y el resto de las monarquías petroleras se mostraron muy generosos con quienes conspiraban en despachos y cuarteles contra los Hermanos Musulmanes. Morsi y sus padrinos en la Hermandad no se quedaron quietos y aprovecharon las rivalidades regionales para solicitar sus apoyos. Qatar fue el principal donante del gobierno. Estados Unidos jugaba todas las cartas. Se acomodaron a Morsi, pero dejaron claro a los militares que serían comprensivos con otras soluciones, siempre y cuando se respetaran los acuerdos con Israel y quedaba claro el papel favorable de Egipto en el equilibrio geoestratégico regional.
En este panorama, la cuerda se rompió por el lado más débil, no en términos democráticos, sino en el de las relaciones de fuerza, que ha sido el elemento definidor de la política egipcia en los últimos sesenta años.

UN MES Y MEDIO DE INCOHERENCIAS

El 3 de julio Egipto vivió un golpe de Estado. Cualquier otra denominación es una justificación interesada o poco informada de los hechos.  En el mes y medio siguiente, las promesas de restauración de la democracia –sin la cuales, el golpe hubiera quedado desenmascarado completamente- se han ido diluyendo. En ningún momento se ha mejorado de forma sustancial, excepto quizás en la instauración de un cierto orden ciudadano. Pero eso no responde tanto a la eficacia de las nuevas autoridades, cuanto, más bien, a la evidencia de que los aparatos que boicoteaban al anterior gobierno volvieron a la tarea y empezaron a actuar con normalidad, cumpliendo sus obligaciones largo tiempo abandonadas.

Enseguida comenzaron a hacerse evidentes las debilidades del nuevo liderazgo egipcio. El calendario político –la ‘hoja de ruta’, como vulgarmente lo calificó el nuevo gobierno- de la restauración democrática resultó una chapuza sin credibilidad. Los plazos imposibles, la ausencia de elementos claves, la falta absoluta de consulta con los principales actores convirtieron esa pieza destinada a crear confianza justamente en lo contrario: un factor inquietante adicional de las dudas sobre el verdadero propósito de los golpistas.
Otros elementos provocaban más incertidumbre. Los días pasaban y seguía sin conocerse el paradero de Morsi, al que, bizarramente, se le imputó como delito la forma en que se fugó de una cárcel en mitad de la revuelta contra Mubarak.

Dignatarios de las potencias occidentales visitaban El Cairo, después de semanas de fallida insistencia, pero con resultados totalmente decepcionantes. Las condiciones en la que Catherine Ashton pudo ver al presidente depuesto resultaron humillantes para la diplomacia europea. La administración Obama se refugiaba en la ambigüedad.

Y, en este contexto, de incoherencia de las nuevas autoridades y de impotencia internacional, los Hermanos Musulmanes decidieron mantener una estrategia de tensión y desafío. Percibieron que la legitimidad de las nuevas autoridades no terminaba de cuajar y decidieron subir las apuestas y arriesgar una confrontación directa para salir del status quo. Se produjeron protestas que terminaron con sangre, pero los campamentos seguían en  pie. Los militares hicieron un asombroso llamamiento a la población para que se convirtiera en acusadora pública de los islamistas atrincherados en su resistencia. No dudaron incluso de etiquetarlos de terroristas.  Sin duda, para legitimar su aniquilación. Hasta la dramática jornada del 14 de agosto.

TODOS SON RESPONSABLES, UNOS MÁS QUE OTROS

Así las cosas, todas las partes referidas son responsables de la peligrosa deriva a la que parece abandonado Egipto, aunque en dimensiones y proporciones diferentes.

-Las Fuerzas Armadas y su extensión, las fuerzas de seguridad, son las principales responsables. La maniobra de imponer un gobierno civil para disimular el carácter militar del nuevo poder no resulto creíble en ningún momento (sólo para ingenuos o partidarios). El Ejército egipcio no conoce las prácticas democráticas. Su convocatoria de movilización contra los resistentes resulta impensable en una democracia. Al-Sisi era y es el único hombre fuerte desde el principio y los demás sólo han sido marionetas o instrumentos de sus decisiones. La decisión de destruir los campamentos, aunque haya tenido defensores en el gobierno, ha sido adoptada por el alto mando castrense. La policía no ha podido actuar sin el aval del Ejército. Al-Sisi, su jefe supremo, es por tanto, el responsable de casi un millar de muertos.

-El aparato institucional heredado de Mubarak, reconvertido a un dudoso proyecto democratizador, es el segundo responsable en orden de importancia. Le ha dado una supuesta cobertura legal a una maniobra política que olía a distancia. Ha buscado apoyos en el exterior y los ha encontrado donde los tenía –por no decir que los alentaba- desde antes de producirse.

-Los movimientos cívicos también tienen parte de responsabilidad por haber alimentado una solución que legitimaba un golpe de mano. El sectarismo de la cofradía era condenable, pero los medios para luchar contra pulsiones autoritarias importan. El respeto a la mayoría, por cuestionable que sea su conducta, no puede sofocarse con el abuso de la fuerza. Quienes confiaron en el instinto democrático de los militares o eran muy ingenuos o muy cínicos. Todavía con los muertos calientes, Tamarrod y el Frente de Salvación, los dos principales grupos de oposición, acusan a las víctimas y justifican a los agresores. Es una terrible constatación de que a estos movimientos les ha perdido su elitismo. Uno de los líderes postizos de este conglomerado, el diplomático ElBaradei, aupado a la vicepresidencia provisional del país, no ha podido por menos de dimitir, qué menos. Es cierto que intentó impedir una intervención que todo el mundo consideraba inevitable.  O se dio cuenta demasiado tarde de que no debía hacer colaborado con la farsa, o quiso salvar la cara al final.

-Los Hermanos Musulmanes no son ajenos a su propia tragedia.  Buscaban la confrontación para que la deslegitimación del nuevo gobierno quedara escandalosamente en evidencia.  Desgraciadamente, esta provocación de catástrofes humanas para fortalecer causas resulta dolorosamente habitual en la cultura política árabe. Es la lógica del ‘martirio’. Es imposible que los dirigentes de la cofradía contemplaran una salida distinta al desafío de los campamentos que una intervención de las fuerzas de seguridad. ¿Necesitaban los muertos para impulsar su causa sobre el trampolín del sacrificio de su propia gente, incluso dirigentes y sus familiares? La simpatía que merecen las victimas más inocentes no impide que quienes les alentaron a mantenerse deben responder también de la tragedia.

-Finalmente, las potencias extranjeras deben asumir su parte de responsabilidad, aunque sea lateral o secundaria. De las vecinas monarquías árabes ya se ha dicho suficiente. Europa ha sido más clara en la condena del golpe, pero le falta la contundencia y la dedicación para que su postura tenga consecuencias. Estados Unidos es la clave. Obama no ha ocultado su incomodidad, pero sus principales portavoces han sido decepcionantemente ambiguos y en ningún momento han calificado de “golpe de Estado” lo ocurrido para no tener que adoptar posiciones no deseadas en consecuencia. Principalmente, poner en cuarentena la ayuda de 1.300 millones de dólares con la que el contribuyente norteamericano apuntala al régimen egipcio desde la firma de la paz con Israel. Kerry ha hecho jeribeques con el lenguaje para criticar sin condenar y reprochar sin deslegitimar a las nuevas autoridades. La oposición republicana, con su portavoz autorizado, el desventurado candidato McCain, ha hecho mofa de los equilibrios lingüísticos de la administración, no sin razón.

En la calculada ambigüedad de Washington opera la inquietud por la desestabilización del país. El ‘establishment’ norteamericano que alimentó a Mubarak –como a Sadat, previamente- cree que los militares son buenos socios, siempre que mantengan su compromiso básico: tener a raya a los islamistas y asegurar la paz y los acuerdos de seguridad con Israel. Una de las cosas que había alertado al Pentágono y a los servicios de inteligencia era la inestabilidad creciente en el Sinaí por una pretendida actividad creciente de supuestos grupos jihadistas durante los  meses de Morsi. El golpe también era una garantía de acabar con esa preocupación.

Después de la matanza del 14 de agosto, Obama se ha visto obligado a un gesto contenido. No activa el mecanismo de la suspensión de la ayuda, pero suspende las maniobras militares conjuntas previstas para septiembre. Too little and to late, como se dice en la jerga de Washington.

¿Y AHORA?


Muchos responsables, unos más que otros, por tanto. Pocos elementos de esperanza a la vista. Semillas de guerra civil plantadas en calles, hospitales y cementerios. Egipto se precipita en el abismo. La sangre puede correr en abundancia. Urge presionar  de verdad a quienes sólo tienen su sitio en los cuarteles, restaurar la legitimidad conculcada, asegurar un calendario democratizador creíble, depurar responsabilidades y aceptar que la democracia supone el respeto de las minorías pero la conducción de las mayorías.  Egipto puede ser un Irak a gran escala. Los cínicos dirán que, a las malas, se soportará. Incluso tal deriva es preferible con tal de que el país más poblado del mundo árabe no se convierta en una teocracia. En otro Irán.