EL MURO DE PAPEL

6 de marzo de 2009

El primer ministro húngaro no escatimó en dramatismo al pronosticar que si la Unión Europea no arbitraba un programa global de ayuda a sus nuevos socios centroeuropeos “podría levantarse un nuevo muro de acero, esta vez económico”, en el continente.

Ferenc Gyurcsány no tuvo mucho éxito en su demanda de 180 mil millones de euros para salvar Europa Central. Sus colegas comunitarios, reunidos el pasado fin de semana en Bruselas, no se dejaron impresionar. No hubo más dinero que los apenas 25 mil millones que el BERD (Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo) acordó dedicar en febrero al sector bancario centroriental o un modesto incremento de las aportaciones al FMI.

Gyurcsány fracasó, en primer lugar, porque actuó sólo. El valor de la solidaridad ha sido devaluado a conciencia en esa zona europea. El capitalismo emergente hace veinte años actuó bajo ese principio: que cada cual salga adelante como pueda. En la moral del nuevo sistema social, el triunfo individual no sólo estaba por encima de cualquier otra consideración, sino que se llegó a considerar una condición sine qua non para alcanzarlo.

Hace unos años, cuando se advirtieron las primeras turbulencias y la prosperidad vendida a bombo y platillo se resistía a llegar -y luego a distribuirse con cierta equidad-, se creó el llamado “grupo de Visegrado”, una especie de lobby regional, con desigual fortuna en sus empeños. Hoy, ese espíritu de Visegrado es pura ficción.

Es cierto, además, que las situaciones son muy diferentes. Polacos y checos, más aplicados en la ortodoxia social-liberal que ha ido imponiéndose en el capitalismo europeo, le hicieron un feo a los húngaros y los dejaron al pie de los caballos. Incluso los rumanos, poco envidiables económicamente, se alinearon con el principio de la ayuda caso por caso.

Finalmente, la respuesta que obtuvo el premier húngaro fue más coherente con esos orígenes de “cada cual a lo suyo” que con la supuesta lógica de solidaridad comunitaria. Especialmente significativo y expreso fue el rechazo de la canciller alemana. Se verá caso por caso, les dijo Ángela Merkel. Por lo demás, no está Europa para salvamentos externos, cuando el barco propio hace agua por todas partes.

La cuestión es si este nein germano, asumido por los demás, podrá sostenerse por mucho tiempo. Y no porque se despierten sentimientos solidarios, que no están precisamente al orden del día en estos momentos de nacionalismo y proteccionismo económico, de desconfianza y de pánico apenas contenido. La razón imperiosa sería que los PECOS (paises de Europa Central y Oriental) podrían arrastrar a casi toda la Europa del euro en su caída.

Como consecuencia de políticas presupuestarias demasiado ligeras y de una fiebre consumista irresponsable de la nueva élite y de ciertas clases medias altas, algunas de las economías de la zona están fuertemente endeudadas. Gran parte de esa deuda está en divisas extranjeras, no siempre en euros (por ejemplo, en francos suizos).
Se calcula que el conjunto de la región necesita 280 mil millones para sanear su sistema financiero, el 50% más de lo que pidieron los húngaros en Bruselas. Una suspensión global de pagos en Hungría, en Letonia o en otros lugares golpeará a bancos de este lado del nuevo muro imaginario. Los más amenazados son los austriacos, pero también se encuentran muy expuestos los italianos o los suecos.

El comentarista y fundador del FINANCIAL TIMES en alemán, Wolgang Munchau, afirmaba rotundamente hace unos días que “al vincularse a la banca extranjera, los países centroeuropeos en crisis han tomado a la banca de este lado de Europa como rehén”.

La adopción del euro por estos países se contempla como el mejor cortafuegos. En LE MONDE se lee que “la integración en la zona euro protege de las crisis cambiarias, de los ataques especulativos y libera a las empresas del coste de las variaciones monetarias”. Pero ni siquiera en esto hay consenso en la otra Europa. Los checos, que presiden este semestre la Unión, prefieren conservar el instrumento de su moneda para manejar la crisis. Polonia, en cambio, se apunta ahora con entusiasmo al euro, después de la fuerte depreciación de zloty en 2208. Por eso, el primer ministro, Donald Tusk, ha pedido “que se simplifiquen los procedimientos de acceso”a la moneda común. Por razones diferentes, también los países bálticos –y, por supuesto, Hungría- buscan el amparo rápido del euro.

El dilema en Bruselas es que no se puede acelerar el proceso de ampliación de la zona euro a costa de concesiones significativas en las condiciones de adhesión. Pero la falta de respuesta rápida podría precipitar la crisis financiera centroeuropea. Muchos economistas creen que si eso ocurriera sería inevitable el debilitamiento del euro. Lo que no sólo le privaría de su efecto salvavidas para los países centroeuropeos, sino que provocaría el desfondamiento de algunos países de este lado que no están en mejores condiciones financieras (Grecia, Irlanda....).

Un euro débil, responden algunos, podría tener efectos positivos para las exportaciones. Poca cosa, se replica desde los sectores que ven peligrar el mercado único y anuncian una respuesta económica “nacionalista” en Estados Unidos, aún mayor de la que ya se aprecia. En definitiva, se reforzaría el proteccionismo en todas partes, sin matices solidarios.

El colapso financiero en la “otra Europa” podría tener también consecuencias de carácter político. La más inquietante, el resurgimiento de los populismos nacionalistas, que ya germinaron tras la caída de los regímenes paleocomunistas. Algunos portavoces neoliberales como THE ECONOMIST no dudan en pronosticar que Rusia no dudaría en aprovecharse de esta circunstancia para “reafirmar su influencia en la región”.

Por tanto, la crisis actual no debería conducir a un nuevo telón de acero económico, como dramatizaba el primer ministro húngaro, sino a aplanar ese muro de papel hecho de billetes devaluados y títulos tóxicos de deuda. La cuestión es si Europa Occidental está en condiciones de frenar los excesos que deben su origen al poco juicio con el que se alentó la revolución capitalista por aquellos lugares. Sin acreditada experiencia democrática, con economías poco preparadas y con dirigentes políticos de dudosa solvencia, no debería extrañar lo que ha ocurrido.