8 de Junio de 2016
Hillary
Clinton ya cuenta con los votos suficientes -entre delegados elegidos por los
votantes demócratas registrados y los superdelegados, o notables del partido
por sus cargos, su autoridad o su posición- para asegurar su nominación como candidata
del Partido Demócrata en las elecciones presidenciales de noviembre.
Bernie
Sanders, pese a todo, asegura que continúa con su campaña. No se trata de
obstinación, contestación de los resultados o mal perder. El senador por
Vermont, aunque públicamente haya dicho siempre otra cosa, no podía aspirar a
conseguir la nominación. Su objetivo ha sido otro: hacer avanzar un programa
progresista, de mayor justicia social, de control de los poderes económicos y
de limitación del poder financiero en la lucha política. Más que discutirle a
Hillary la candidatura, Bernie ha pretendido cuestionar las posiciones
tradicionales del partido y combatir la orientación convencional de una Casa
Blanca privada del impulso del cambio.
El
resultado de las primarias demócratas, para quienes no desean una vuelta al
conservadurismo más arcaico y peligroso en Washington, ha sido útil y provechoso.
Con excepción de algunos momentos contados, ha prevalecido la cordialidad, el
debate y el contraste de posiciones. Los dos candidatos principales han eludido
la descalificación, el insulto, la impostura. No nos equivoquemos. Hillary ha
ofrecido una imagen más a la izquierda de la que quizás esté luego dispuesta a
defender con sus actos en la presidencia, por supuesto. Pero se ha dado cuenta
de que, al menos hasta noviembre, debe aceptar algunas de las propuestas de su
oponente en las primarias, o explicar con claridad convincente que hay opciones
mejores para el pueblo norteamericano.
La
izquierda del Partido Demócrata cree que Sanders no ha sido derrotado, porque
sus ideas han encontrado más respaldo del que cualquiera podía imaginar hace
sólo seis meses. Y es verdad. Pero eso no quiere decir que los votantes
demócratas hayan caído presos de una especie de esquizofrenia política; es
decir, que prefieran un programa, el de Sanders, pero hayan optado por elegir
al candidato que no lo propugna, Clinton.
El
Partido Demócrata es, en cierto modo, el más representativo de Estados Unidos,
porque es el que tiene mayor anclaje en todos los segmentos de la población
heterogénea del país. Los ciudadanos blancos, masculinos y pertenecientes a los
estratos obreros o de clase media baja, y los estudiantes, son los más
reticentes con la figura de Hillary, con su trayectoria de política avezada y
de colmillo ya retorcido por décadas de experiencia y de “politiqueo”, y por
eso han preferido apoyar a Berni Sanders, por razones diversas e incluso,
conflictivas entre sí. Clinton, en
cambio, se ha asegurado la mayoría del voto de las minorías, que cada vez
tienen menos esta condición, porque la suma de todas ellas las acerca a la
mayoría social: mujeres, afro-americanos, latinos, blancos de clase media alta,
profesionales, etc. Lógicamente, no se trata de bloques sociales, sino de
tendencias.
La gran
incógnita de estas elecciones presidenciales es si la división sociológica del
voto demócrata en las primarias se unificará en apoyo de la candidata
triunfadora, en noviembre. Porque, en efecto, no está claro que la convergencia
demócrata sea lo suficientemente completa como para imponerse al peculiar
candidato republicano. Hillary Clinton tiene que combatir duramente con Trump
para recuperar ese segmento de población blanca, masculina, de clase media-baja
que, en su orientación progresista, ha optado por Sanders. No es que los
votantes del candidato de izquierda vayan a pasarse a Trump, pero si pueden
quedarse en casa, no votar antes de hacerlo por una candidata que consideran
ajena a sus intereses.
Hillary tiene muchas bazas para
convertirse en la primera mujer que alcanza la presidencia de Estados Unidos.
Obama le cerró el paso hace ocho años con la divisa de la “ilusión”, del “cambio”.
En esta ocasión, los partidarios del cambio, aunque más de contenido que de
discurso, han sido los votantes de Berni Sanders. Pero el senador carecía del
carisma, del dominio de los modernos medios comunicativos, del aurea de lo
novedoso. La sustancia no es lo que decide las elecciones en Estados Unidos. Es
el dinero, la imagen, la estrategia, la apariencia. Sanders era un candidato
rompedor por su programa, pero de apariencia antigua, envejecida, o incluso
imposible, la de una América, vigorosa pero minoritaria, que se compromete con la
protesta y el inconformismo, que impugna ese optimismo engañoso con que la
élite dirigente acompaña su liturgia del destino manifiesto.
El
problema para Hillary es que se la asocia demasiado con intereses ajenos a la
militancia demócrata: Wall Street, el aparato corrompido y corrupto del
entramado político-lobbístico, etc. No despierta la “ilusión” de Obama ni el
espíritu de rebeldía de Sanders. Lo que ofrece es eficacia, competencia,
experiencia. Que es lo que se ofrece siempre cuando no se tiene nada con que arrastrar
a los indecisos, los escépticos o los desmotivados.
Hillary
tiene que ganar desde la convención, desde la costumbre, desde plataformas
demasiado conocidas, demasiado lejanas. Cuando su rival se presenta como “viento
fresco”, “algo distinto”. Poco importa que sea perverso, demagógico, falaz y
peligroso. Pero la novedad es capital en estos tiempos de desnaturalización
política. Y Clinton es lo de siempre. Casi un producto dinástico. De ahí que,
pese a la indiscutible novedad histórica que la cuestión de género plantea, su
candidatura se perciba como convencional, como poco motivadora.
Otro
factor negativo que lastra las posibilidades de Hillary es el rechazo que
provoca en los votantes republicanos. Los Clinton son casi odiados por los
conservadores. Ella casi más que él, que gobernó ocho años, con gran éxito,
pese a los escándalos, porque, después de todo, siempre lo vieron como un
simple chico sureño que llegó a más, o sea, el típico y tópico sueño americano.
Ella, en cambio, no se ha librado de esa imagen altiva, de sabionda que
despreciaba el rol tradicional de la mujer, que tragó carros y carretas,
incluidas infidelidades de alcoba, con tal de preservar su ambición política,
que ahora está a punto de culminar.
Curiosa
paradoja la de Hillary Clinton: lleva años siendo la candidata más clara entre
los demócratas, pero también la más vulnerable, la más rechazada por los
adversarios y la que más recelos primarios despierta entre sus partidarios.
Gestionar esta contradicción, hacer virtud de la necesidad, prolongar el
control demócrata de la Casa Blanca es un reto difícil, porque, en el fondo,
nadie está seguro de cómo sería una presidencia (Rodham) Clinton. Su instinto
le empujará a revertir, sobre todo en política exterior, algunas de las posiciones
(e indecisiones) de Barack Obama; y es casi seguro que lo hará, aunque sin el
intervencionismo selectivo de los tiempos de su marido. En política interior,
será más continuista, más afín al actual presidente, y compartirá, por ellos,
sufrirá también una feroz e incluso desleal competencia de los republicanos.
Hillary
se decía defensora de la clase media cuando inició esta segunda carrera por la nominación
presidencial. Las primarias han desdibujado esa pretensión. Ya no hay una
mayoría natural en Estados Unidos. Los cambios demográficos y sociales son
profundos. Su baza no es la centralidad, sino la capacidad. Sin duda, necesita
demostrar que, pese a la cordialidad con Bernie, no desprecia a los
progresistas de su partido. Pero sobre todo necesita una empatía, de la que no
anda sobrada, para convencer a esos ciudadanos de clase media de que no sólo los
defiende, sino que los comprende, que puede pensar y comportarse como ellos.