LA DERIVA AUTORITARIA DE TRUMP


29 de julio de 2020
               
Cuando se ha traspasado ya la cuenta atrás de los cien días para las elecciones presidenciales de Estados Unidos, el panorama para Donald Trump es bastante sombrío. El inquilino de la Casa Blanca se encuentra sumido en un mar de crisis y no emite señales convincentes de tenerlas bajo control. La emergencia sanitaria, la pugna con China, el malestar racial, una campaña electoral en creciente caos, una base social que parece resquebrajarse, unas encuestas unánime y ampliamente desfavorables, una protesta social en auge y la militarización de la represión del descontento suponen un lastre demasiado pesado. Incluso para Trump

En este verano sin las tradicionales convenciones partidarias presenciales, con una alteración notable del campo de juego político, una polarización extrema y una crisis de confianza en el sistema político como no se había conocido desde finales de los sesenta (pero con más intensidad ahora que entonces), este presidente que surgió del malestar social ha generado un rechazo que ya parece imparable.
                
Si Trump no es reelegido, sería el primer presidente en cuarenta años que fracasa en el intento, un estigma que empaña cualquier legado. Carter, que firmó una presidencia menos catastrófica de lo que sus contemporáneos se empeñaron en pintar, se reivindicó después, a base de denunciar los enormes fallos estructurales del sistema, en particular el sistema electoral. Hoy se encuentra bajo la penumbra de una penosa enfermedad, pero se ha ganado sobradamente la calificación de mejor expresidente de EEUU desde el final de la segunda guerra mundial.
                
¿ACEPTARÁ TRUMP UNA HIPOTÉTICA DERROTA?

A Trump, el presidente de las 20.000 mentiras (y subiendo), ocurriría todo lo contrario. Empezando por su salida de la Casa Blanca, ejercicio que mide la elegancia de un político norteamericano tras culminar su trabajo. Se acumulan dudas acerca de la disponibilidad de Trump a aceptar su hipotética derrota. El propio magnate fallidamente metido a estadista abona estos temores al declarar a la FOX que “no digo que si ni que no” (1). 

En realidad, ya lo está haciendo, con sus insinuaciones, como lo hizo hace cuatro años, cuando proclamó que el Estado profundo no le dejaría conquistar la Casa Blanca, cuando, en realidad, las interferencias que han podido probarse más bien estaban dirigidas a lo contrario, es decir, a propiciar su triunfo electoral.

Un profesor de leyes del Amherst College, de Massachussets, contempla un escenario de pesadilla: resultados muy apretados en algún estado clave, complicado con la gestión del voto por correo, podría provocar que el legislativo estatal, bajo control republicano, certifique la victoria de Trump, mientras el gobernador, demócrata, se incline por notificar la victoria de Biden. Una crisis institucional que dejaría pequeña a la de 2000, tras el caótico recuento de Florida, pero en esta ocasión sin el Tribunal Supremo puede zanjar el problema (2).

Todas estas no son especulaciones veraniegas. Trump parece fuera de control. Se ha entregado a un pulso de represalias con China (guerra de consulados), sin que se aviste una estrategia coherente, sin coordinación alguna con sus aliados asiáticos, y mucho menos con los europeos. Estos tratan de procurarse mecanismos de control de un difícil diálogo con Pekín, atendiendo a sus intereses nacionales, véase Japón, o en un esfuerzo de concertación que aún no está maduro, como es el caso de Europa.

UNA MAREA DE PROTESTAS SOCIALES 

Esta incompetencia en materia internacional no es algo nuevo ni distinto a lo que llevamos viendo desde enero de 2017. Pero ahora se produce en plena desacreditación del liderazgo norteamericano, evidenciada por la crisis sanitaria (3). Que Estados Unidos sea el país occidental donde la pandemia parece más desbocada, en la que el primer mandatario actúa al margen o incluso en contra de las indicaciones médicas y científicas resulta extravagante e incomprensible. La cifra de muertos se acerca a los 145.000 y cada día se suman récords de contagio (65.000 casos más). Trump ha tratado ahora de dar marcha atrás en algunos de sus absurdos consejos (sobre el uso de la mascarilla o la exigencia de distancia social), pero ya es demasiado tarde. Los académicos, diplomáticos, militares de alta graduación y políticos no sectarios están escandalizados y abochornados. No se recuerda tan poco respeto por la figura presidencial desde los últimos días de Nixon.
        
A esta zozobra de una salud quebrada y de un ridículo internacional inesperado, se une la inquietud creciente por el ramalazo autoritario, manu militari, de las protestas sociales, que empezaron galvanizadas por el asesinato del afroamericano George Floyd y que se han convertido ya en una marea de descontento social desconocida en el ultimo medio siglo. La intervención de unidades policías militarizadas por iniciativa federal en Portland, Oregón, sin el visto bueno de las autoridades locales se ha extendido a otras ciudades y estados (4).

Pero lejos de provocar una retracción de la protesta, ha ocurrido todo lo contrario. Las manifestaciones se han propagado por todo el país. Erica Chenoweth, una investigadora de la Harvard Kennedy School, citada por el corresponsal de THE ECONOMIST, indica que en las últimas semanas se han registrado más de 43.000 protestas en Estados Unidos, con la participación de más de 28 millones de ciudadanos. El 80% de los condados (counties, la unidad político-electoral) han vivido protestas políticas de consideración desde el inicio del mandato de Trump (5).
                
Esta respuesta autoritaria al clima social de descontento ha hecho aparecer el fantasma de la tentación fascistoide de Trump, no sólo desde la perspectiva de los grupos políticos o mediáticos más a la izquierda (6), sino de algunos observadores más moderados (7). Trump está nervioso y cada vez más irritado. Los datos macroeconómicos anteriores al coronavirus le proporcionaban un discurso triunfalista y se creía ganador seguro ante un flojo y deslucido candidato demócrata. Biden, en cambio, ha crecido a base de los errores y la incompetencia arrogante del incumbent (presidente en ejercicio). El cómputo medio de las encuestas le otorgan una ventaja superior a ocho puntos en el global nacional, pero, y esto es lo más importante, le sitúa firmemente por delante en los estados considerados claves para la elección (que lo apoyaron en 2016) e incluso en algunos que suelen votar desde hace décadas sólidamente republicano (8).
                
Ciertamente es muy pronto aun para sentenciar a Trump. Biden tiene una capacidad contrastada para meter la pata o dispararse en el pie, pero le basta ahora con ser prudente (algo que no costará mucho) y dejar que su rival siga añadiendo clavos a su ataúd político. Este año hará falta mucho más que la sorpresa de octubre para hacer variar una tendencia que parece firme en favor de un cambio. Pero si Trump demostró no saber ganar, es bastante probable que sea incapaz de aceptar la derrota y se agarre a una narrativa de fraude (que en todo caso iría en la dirección opuesta a la que él proclama). Con mayor o menor resistencia, cabe esperar una escena de autovictimización. Un puro teatro bufo que puede hacer de su despedida forzada un auténtico esperpento.

NOTAS


(2) “What if Trump loses but refuses to leave office? Here, the worst-case scenario”. LAWRENCE DOUGLAS. THE GUARDIAN, 27 de julio.

(3) “American global standing is at a low point. The pandemic made it worse”. DAN BALZ. THE WASHINGTON POST, 26 de julio.

(4) “Cities in bind beyond Portland”. THE NEW YORK TIMES, 26 de julio.

(5) Checks & Balance. JOHN PRIDEAUX. THE ECONOMIST, 24 de julio.

(6) “Trump’s secret police have never been a secret to Brown people” ELIE MYSTAL. THE NATION, 27 de julio.

(7) “Why fascists fail. History’s autocrats have been the architects of their own demise. Even if they seises power, so will Trump”. MICHAEL HIRSH. FOREIGN POLICY, 21 de julio; “Nothing can justify the attack on Portland”. QUINTA JURECIC y BENJAMIN WITTES. THE ATLANTIC, 21 de julio.