OBAMA, ANTE LA PERVERSIÓN DE LA LEY

23 de abril de 2009

El impacto producido por la confirmación documental de las horribles prácticas en la detención, interrogatorio y tratamientos de presuntos sospechosos de terrorismo durante la administración Bush ha obligado al Presidente Obama a dejar abierta la puerta a posibles acciones legales.

Obama ha dicho esta semana que no descarta acciones judiciales para quienes ordenaron y fabricaron amparo legal a esas prácticas indeseables, pero ha insistido en exonerar a los ejecutores a pie de obra, los “operarios de la CIA”. De esta forma, reconoce el principio de la “obediencia debida” y trata de no crearse una imagen antipática entre la comunidad de agentes de inteligencia, a los que necesita para reconducir la lucha contra las amenazas terroristas.

El Presidente ha matizado que si el Congreso decide iniciar el proceso de depuración no se opondrá, pero prefiere una Comisión tipo 11-S que una alumbrada en el interior del legislativo, para evitar tentaciones de politización y partidismo.

La forma de gestionar la herencia del trabajo sucio en la política antiterrorista de Washington tras el 11S ha sido uno de los asuntos más controvertidos en estos casi cien días del nuevo gobierno. Organizaciones de defensa de los derechos humanos han experimentado sensaciones encontradas por las sucesivas decisiones de Obama. Por un lado, satisfacción ante el compromiso firme de abandonar cualquier práctica abusiva en el tratamiento de los detenidos; por otro, inquietud ante las brechas que se han dejado abiertas a futuras prácticas indeseables. Especialmente preocupante es que desaparezca Guantánamo, pero permanezca el campo afgano de Bagram, por ejemplo.

A Obama le ocurre lo que a muchos gobernantes: que, aunque deseosos de acabar con actitudes de mal gobierno, tienen muy presente los riesgos de adoptar decisiones demasiado audaces. Sus asesores no ocultan su temor a que consideraciones éticas puedan propiciar un aumento de riesgos para la seguridad nacional. En cambio, eluden manifestar su aprensión a las reacciones hostiles que pudieran desencadenarse entre la comunidad de inteligencia.

Obama no es un ingenuo, ni un idealista, como se ha venido sosteniendo reiteradamente aquí. Sabe hasta donde puede llegar. Y cuando no lo sabe, espera, tantea y hace política en el sentido más clásico de los manuales de Washington. Todo el mundo sabía que, más temprano que tarde, se tendría que enfrentar a estos dilemas: o hacer justicia o blindarse ante futuros riesgos en la conducción de la seguridad nacional.

Es el dilema de todos los gobiernos que se constituyen después de periodos oscuros e indecentes políticamente, ya hayan estado bajo dictaduras o bajo democracias sospechosas. La tentación del punto final es permanente y difícil de resistir.

Los memorandums que han salido estos días a la luz sobre las torturas nos descubren los detalles, pero lo esencial de los hechos ya era conocido. Hace tiempo que sabíamos de la fragilidad de escrúpulos de la administración Bush en la persecución de sospechosos.

El periodista norteamericano Ron Suskind es autor de un libro titulado “La Doctrina del Uno por ciento”, cuya lectura recomiendo vivamente a quiera conocer no sólo como se las gastaban los lugartenientes de Bush en la guerra contra el terror, sino los complejos mecanismos psicológicos, administrativos y culturales de la comunidad de inteligencia y sus no siempre sutiles relaciones con otros países.

El curioso título hace referencia a la tesis forjada por el exVicepresidente Cheney sobre los criterios para actuar ante la amenaza terrorista: si existe siquiera sólo un uno por ciento de posibilidades de peligro para la seguridad de Estados Unidos, debe actuarse como si se tuviera seguridad absoluta de amenaza. Es decir, disparar contra todo lo que se moviera. Y sobre lo que estuviera quieto que entrara en el campo de mira.

Suskind anticipa el debate no ya sobre la moralidad de muchas de esas prácticas, sino también, por si no fuera suficiente con lo anterior, sobre su utilidad y sobre la discutible relevancia de los sospechosos torturados. Su libro cuestiona seriamente que la información obtenida bajo tortura sirviera para prevenir futuros atentados, tesis en la que están insistiendo ahora expertos consultados tras la publicación de los documentos.

Pero lo verdaderamente importante ahora es hasta donde extender las responsabilidades políticas y legales de hechos que no solo fueron repugnantes por su desprecio absoluto a los derechos de los detenidos, sino por el blindaje jurídico que se elaboró para legitimarlos como instrumentos de la lucha contra el terror. Como se ha dicho en algún editorial de estos días, Estados Unidos traicionó muchos de los principios sobre los que está basado teóricamente su estilo y tradición de gobierno con el vidrioso argumento de defenderlos.

Los intelectuales norteamericanos más críticos con el funcionamiento real de su democracia son menos solemnes y contemplan la emergencia de estos horrores como una demostración más de la profunda corrupción moral en la que se ha instalado desde hace décadas el sistema político norteamericano.

Los responsables de las atrocidades no bajan los brazos. Todo lo contrario: insisten en que la información resultó muy útil y advierten sobre los terribles peligros que una actitud revisionista comporta. Ahora como antes, se apela a los instintos más primitivos del miedo y la ignorancia para justificar desmanes y bloquear un proceso de depuración de responsabilidades. El presidente “se ata las manos contra el terror”, ha escrito en el WALL STREET JOURNAL el general Michel Hayden, último director de la CIA con Bush.

Resulta ominoso que altos funcionarios que diseñaron el blindaje legal de las torturas están hoy o enseñando leyes en la Universidad de California (John Yoo, entonces asesor legal de la CIA) o impartiendo justicia de por vida en la Corte Federal de Apelaciones, por decisión del propio Bush (Jay Bybee, exadjunto del Fiscal General del Estado). Insoportable para cualquier sistema democrático. Los principales colaboradores del exPresidente (Rumsfeld, Rice, ¿Powell?) estaban al tanto de lo que ocurría en los sótanos del Estado. Incluso el propio Bush, aunque se ignora hasta qué punto de detalle.
En uno de sus editoriales recientes, THE NEW YORK TIMES le reconoce a Obama su compromiso con la transparencia y le exige que adopte la misma actitud con la “accountability”. Que debe traducirse como la depuración de responsabilidades.