14 de mayo de 2009
Las operaciones militares del Ejército de Pakistán contra los talibán locales en las regiones del noroeste del país han ocasionado mucho sufrimiento humano, pero es dudoso que hayan tenido utilidad alguna en la estabilización del país. La coincidencia del inicio de la ofensiva militar con la estancia en Washington del presidente Zardari resulta demasiado obvia La Casa Blanca y su equipo de enviados de estas semanas, diplomáticos y uniformados, habían presionado sonoramente en Islamabad para que se produjera una acción contundente.
El nerviosismo en la nueva Administración es palpable y nadie lo disimula. El escenario siquiera hipotético del único país musulmán dotado de armamento nuclear cayendo en manos de un gobierno marcadamente integrista es simplemente insoportable para Occidente. El relevo del jefe militar en Afganistán es el último ejemplo de que el frente AFPAK es la mayor preocupación internacional de Obama.
El avance de las fuerzas supuestamente aliadas de los taliban afganos y de Al Qaeda se juzgan ya inaceptables. Exasperados por la ausencia de resultados por parte del Ejército pakistaní, los hombres de Obama decidieron intensificar los bombardeos de posiciones integristas a cargo de los Predator, aviones pilotados a distancia. Los militares norteamericanos exhiben una larga lista de taliban y de supuestos dirigentes de Al Qaeda que habrían sido eliminados en estos bombardeos. Pero muchos de ellos han sido reemplazados. Lo que es peor: los daños colaterales han sido más altos de lo calculado y han desencadenado la ira de las poblaciones locales.
El enviado especial de LE MONDE en el valle del Swat ha recogido entre los desplazados testimonios de muy distinto tenor sobre este mini-reino fundamentalista que ahora se pretende erradicar: desde los que denunciaban sus amenazas y extorsiones para consolidar su base de poder hasta los que afirman que los talibán eran sensibles a las necesidades y preocupaciones de los más pobres.
El rechazo creciente de la estrategia norteamericana en el país esta siendo hábilmente explotado por los combatientes islámicos radicales, según admiten fuentes de inteligencia estadounidenses citadas hace unos días por el NEW YORK TIMES. Sabrina Tavernese contaba recientemente cómo las madrazas integristas proliferaban en lugares hasta ahora alejados de la influencia integrista, como el Punjab.
La frustración de la actual administración tiene difícil alivio. A pesar de las declaraciones conciliadoras que han coronado los recientes encuentros en la Casa Blanca, lo cierto es que casi nadie en Washington confía en Zardari, no porque se crea que el viudo de Bhutto trata de engañar a propósito, sino porque se es consciente de su extrema debilidad política y de su trayectoria oportunista y difícilmente fiable.
Esta desconfianza inquieta a los intelectuales pakistaníes que creen ver a su país al borde del caos. Su portavoz más conocido es el periodista Ahmed Rashid. En el WASHINGTON POST, suplicaba al Congreso que no obstaculizara ni retrasara la liberación de fondos destinados al Ejército (para dotarse de medios de lucha contrainsurgentes) y al Gobierno (para que contribuya a estabilizar la economía de Pakistán), porque estima que la situación se deteriora velozmente y la desestabilización del país es más que un peligro cierto.
Rashid admite que los legisladores exijan ciertas garantías y, como feroz crítico del Ejército y de los servicios secretos de su país que es, reconoce que parte de la ayuda estadounidense entregada en los últimos años no fue destinada a la lucha contra el terrorismo jihadista, sino a fortalecer un arsenal pensado para combatir a la India.
Al Ejército de Pakistán le resulta muy duro retirar a sus mejores efectivos de la frontera oriental, donde afrontan la permanente alarma de una potencial confrontación con la India, para concentrarlos justo al otro lado del país, en la porosa región fronteriza del noroeste en la que se encuentran los nutrientes de la resistencia islámica.
Washington se encuentra hoy con un problema –con una pesadilla- que es, en gran medida, creación suya. Como, de otra manera, ocurrió en Irak con Saddan Hussein. Esos combatientes jihadistas de hoy son herederos de una cultura establecida a comienzos de los ochenta, cuando la Norteamérica de Reagan selló con el Pakistán del general Zia Ul Haq la creación, financiación, entrenamiento y aprovisionamiento logístico y armamentístico de la resistencia antisoviética en Afganistán.
A los ultras de Washington de aquellos años no les importó el sesgo marcadamente integrista que fueron adoptando buena parte de los muyaidines, su escaso respeto por los derechos humanos y por la libertad. El gran cómplice de la administración Reagan en esa estrategia de desgaste, a toda costa, del Ejército Rojo fue el presidente golpista de Pakistán. El general Zia Ul Haq era el Pinochet pakistaní. Ali Bhutto, el padre de Benazzir, lo nombró porque lo creía fiel e inofensivo y terminó derrocándolo y ejecutándolo.
Zia impuso la Ley Marcial para amparar un régimen represivo terrible. Aplicó la sharia en numerosas instancias judiciales, sociales y culturales del país. Llenó Pakistán de intransigentes madrazas coránicas y protegió sin disimulo a los elementos más radicales de la resistencia afgana. Hasta su muerte (¿asesinato?) en 1988, al estrellarse el helicóptero en que viajaba, Zia completó un mandato siniestro.
Veinte años después, su legado sigue dominando las mentes y comportamientos del instituto armado pakistaní, el único poder real del país, y no sólo por su capacidad de imponer la agenda política, sino por su fortaleza económica. El Ejército de Pakistán es un auténtico Estado dentro del Estado, por no decir que es el Estado mismo, o su interprete único e implacable. Su servicio secreto, el SIS pone y quita veto a presidentes y gobiernos, jefes del Ejército o de la policía.
Después de los atentados del 11-S, los militares pakistaníes no pudieron oponerse al derrocamiento de los estudiantes islámicos, por haberse convertido en anfitriones de Bin Laden. Pero todo indica que colaboraron en su recuperación y en la contraofensiva talibán en Afganistán, durante el segundo mandato de Bush, a medida que el Pentágono se enfangaba en Irak. Es muy difícil desbaratar una estrategia alimentada durante toda una generación. A los estrategas norteamericanos no les importaba lo más mínimo armar hasta los dientes a esta dudosa clientela. Y, de paso, reforzar a esos militares pakistaníes a quienes hoy reprochan que no acaben con las criaturas a que les habían encargado nutrir y desarrollar.
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